El hijo de un rey felón (CUENTO)
Dadas las profundidades a las que nos lleva Kaosenlared diariamente a través de sus sesudos artículos, quizás este escrito pueda parecer banal en honduras, gravedad o realismo.
Pero más banal parecerá, si se admite que la formalidad de los hechos y circunstancias, que a continuación se narran, es, exclusivamente, fruto de la mente fantasiosa del autor. Si bien, lejos de la realidad, y aunque parezca mentira, todo parecido que aquí se encuentre con ella es pura coincidencia.
En un país singular, érase el hijo de un rey que nunca había robado un duro a su pueblo amado; que se sepa, ya ni antes ni después de haber sido coronado –tras larga preparación para ocuparse del reino– tentó nada semejante. O sea, que ninguno de sus súbditos, podría decir de él que, por ocupar el trono, por encomienda hereditaria del padre, fuese un ladrón redomado.
En cambio, al cabo de poco tiempo de haber sido coronado, eso dijeron del padre, pero al cual, a pesar de su fama fehaciente de malandrín consumado, nunca jamás ningún juez popular (de los adictos al reino, que eran el todo de los habidos, desde hacía cerca de noventa años), ninguno había osado juzgarle bajo acusación fiscal previamente bien fundada, de modo que resultase, en verdad, por criminal, motivo de constricción libertaria, impropia de cualquier rey que, preciándose de serlo, no reflejase su condición heredada.
Aunque bien es verdad que, de hecho, la condición del tal hijo (por supuesto, de futuro igualmente inviolable) por consigna natural procedente de su padre, no venía encomendada directamente de éste, sino que a éste le había sido legada, indiscreta y descarada, pero firme y eficaz, bajo el decreto impecable de un viejo general, que, por entonces, en otro tiempo pasado, no muy lejano, lo había dispuesto todo para continuar mandando, según voluntad divina, más allá de su mandato mortal sin rival ni parangón, sobre el país singular.
País del cual, además, también se sabe que el general llegó a ser el jefe absoluto después de un golpe estado en el que participó, y de una guerra civil que superó victorioso. Y así pasaron los años, después de las incidencias dichas: De reinado, para el padre, bajo el manto protector de la previsión certera de aquel viejo general.
Y de espera, mansa, pero precavida, para el príncipe heredero, en tanto no le llegase la ocasión de funcionar, que le llegó, oportuna y bienvenida, con el pláceme del rey tras un tropiezo que tuvo…
No obstante, antes de seguir el cuento, aquí nos cabe el paréntesis donde situar al pueblo, para evitar relegarlo del relato porque en el mundo no existe ni un solo reino sin pueblo que lo sostenga, y éste, por no ser menos, no sólo era sostenido, sino también escudado, desde su origen, a cargo de la milicia omnipresente del general mencionado, quien, a pesar de haber muerto, y habiendo sido enterrado, aún vivía, presente o agazapado, por sus fueros, en la inmensa mayoría de las almas y los cuerpos de todos sus partidarios, que lo fueron largo tiempo o en tanto no tomaron la conciencia de cambiar de vasallaje; del debido al general por el obligado a un rey.
Es sabido que los pueblos –lo sabía el general, que obraría en consecuencia antes de agotar su tiempo–, por mucho que aquellos que los conducen traten de disimularlo, son lo mismo que los rebaños de pacíficas ovejas de regreso a sus establos: después de que hayan saciado sus apetitos en libertad vigilada dormirán plácidamente, soñando la buena suerte de haber vuelto al redil guiadas de los pastores que evitan las asechanzas que el destino les depara a los corderos que den en descarriarse del camino familiar, hacia cuya contingencia nunca faltan los intentos, que en los menos se suceden por despiste o imprudencia.
Tal le sobrevino al rey padre, como pastor mayoral: Cuando apenas se había dado un lapsus imperceptible del tiempo en que aconteció la disposición al orden, que en vida había dispuesto el mentado general, resultó soliviantada la marcha de los corderos; los mastines, imprudentes, sobrepasando su celo a fuerza de sus rutinas, aunque entonces ya orientados bajo consignas del rey, entorpecieron la entrada en los establos del ovejuno ganado y a punto estuvo el suceso de desbaratar la eficacia del encierro.
Mas todo quedó en nada, de exceptuar la conmoción sufrida por el ganado.
El mayoral, dispensado del error, asumiría la enmienda de su mando en el encierro licenciando a los mastines, y el rebaño continuaría, dócil y pastando en paz, en los campos del país; desde aquí a la actualidad.
Mas, no hay bien que se sostenga cien años ni reino que no envejezca ante ojos del pueblo y, por tanto, no caduque con el paso de los tiempos.
Y al mismísimo rey padre, a causa de la chochera imprudente, sobrevenida al efecto de su vida sexual y financiera (distendida y delirante) de pícaro aventajado, también le llegó su turno, por lo que, por tacticismo preclaro, igual se sintió obligado a traspasar su corona hacia las sienes del hijo; cosa que al fin sucedió, aunque, al pronto, tampoco causó sorpresa, pues ya era de dominio público que la salud de su padre se había deteriorado.
Además de que las imágenes televisivas de su torpe movilidad, asistida de un bastón, así lo evidenciaban.
Constaba, también negativamente, el popular conocimiento, divulgado, de la causa que había provocado la tal torpeza real: una fractura de cadera, causada por una caída durante un viaje privado a Botsuana para participar en una cacería acompañado de la amante, cuyo nombre, a medida sonaba cada vez con mayor frecuencia en los medios de comunicación en relación con el rey, precipitaba hacia la menor de las medidas su índice de popularidad.
A mayores, la valoración de su imagen pública ya se venía manifestando bastante deteriorada a causa del desprestigio derivado de ciertas corruptelas familiares, también de conocimiento público y ventiladas por la vía judicial, sin reparos, ante la opinión del pueblo llano.
Que el rey fuese un malandrín, hasta entonces, había sido puro secreto de Estado para las masas mayoritarias del pueblo.
Y los hechos políticos que le afectasen, en general, se habían sucedido al paso de lo normal, sin tropiezos ni cuidados más allá de aquellos patrocinados (como era muy frecuente a la sazón) por los partidos y partes de poses minoritarias –las cuales, casi siempre por inclinación al quite de la cuestión que se cueza y cocerá en la acción parlamentaria de todas y cada una de las escenas políticas, no acostumbran a romper el orden establecido, más allá del riguroso alboroto, habitual, que se monte en las sesiones –.
Y, en fin, ni hubo pegas de calado entre los grandes.
A la hora de votar la sucesión para el cambio conveniente de la testa coronada, se declaró en el acto la mayoría absoluta, en favor incontestable a la pretensión real de ver coronado a un príncipe como sucesor de un rey.
Así fue y así quedó asegurada la línea de sucesión, por derecho de solución previamente concertada por los poderes legados desde la idiosincrasia de aquel viejo general, ya citado al principio del relato.
Sin embargo, es igualmente verdad que, a partir de aquel cambio de corona de una a otra cabeza, transcurrido un breve plazo de estos tiempos que ahora corren, también se vio madurado lo peculiar de aquel pueblo en el país singular.
Precisamente, por esto, es necesario contar que el cuento no acaba aquí, sino que ha de proseguir lo justo para darle, cuando más, el remate que merece por naturaleza propia de la condición real.
Después de todo lo dicho, los hechos pueden narrarse ya resumidos, o mejor, como ocurridos de forma precipitada; forma en que debió sentirlos el rey padre, sin poder asimilarlos sosegada y mansamente, según iban siendo publicadas en los medios las noticias sobre ellos.
Y es posible que, al ritmo que salían, hasta su mismo heredero sintiese accesos de angustia por el hecho de leerlas, si acaso fuese inocente de su intervención en ellas, cosa que, si no ocurriese, quede también por saberse.
Aconteció que la última de las amantes, de las que hubo poseído el padre bajo la férula de su condición real, al parecer, le salió más taimada de la cuenta, al menos según las expectativas depositadas en ella por posición nobiliaria: Dicha amante, la nombrada anteriormente, como pareja que había sido del rey padre con motivo de otras andanzas pasadas, ya en tiempos más recientes dio en denunciar al mismo por acoso a su persona.
Ante la justicia británica, acusó al ex-monarca y a sus servicios secretos de hostigarla (desde los tiempos de la caza de elefantes al presente) mediante amenazas, difamación y espionaje encubierto, presionándola para que no revelase secretos de Estado que, según ella, le acusaban de tener en su poder.
Aseguraba que él se sintió enfadado, rechazado o humillado, porque ella no quiso reanudar su relación romántica, y quería castigarla por negarse a someterse a su voluntad, exigiendo a la ex-mante la devolución de 65 millones de euros que le había regalado y apremiándola a que entendiera que, si no lo hacía se enfrentaría a consecuencias hostiles.
Al hilo de este relato, he ahí la real causa de todos los motivos desencadenantes de la sucesión de noticias frescas sobre los escándalos humanos y financieros del rey padre.
Noticias que, al leerlas, últimamente, se veían desenfrenadas cual la imagen de una carroza real que, arrastrada de caballos en carrera desatada, corría hacia el precipicio donde hundir, en el abismo del desprestigio, el honor del ex-monarca.
Y es que a tanto habían llegado las intenciones mediáticas en popularizar la deshonra de quien fue jefe de Estado, que incluso se propagó a los vientos que el rey padre, a través de sus oscuros negocios, también había defraudado a la Hacienda Pública por no haber declarado el detalle de ganancias que aquellos le deparasen, como cualquier ciudadano se ve obligado a hacer.
¿O acaso cabrá mayor felonía, en un rey, Jefe de Estado, que la de quien pretendió defraudar a Hacienda ocultándole sus movimientos económicos?
Hasta el mismísimo rey heredero se sintió avergonzado ante tanta tropelía de los desmanes reales como los que las noticias dieron sobre las anteriores actividades del padre.
Tanto así fue que, en consecuencia, mediante un comunicado de la Casa Real, se llegó a manifestar que el hijo del ex-soberano renunciaba a la herencia de su padre, que se quería que fuese conocida públicamente su decisión de renunciar a cualquier activo, inversión o estructura financiera cuyo origen, características o finalidad pudiesen no estar en consonancia con la legalidad o con los criterios de rectitud e integridad que regían la actividad institucional y privada y que debían informar la función de la Corona.
Así mismo, se recordaba que el rey padre ya había anunciado que ponía fin a su actividad institucional, retirándose de la vida pública. Y, en fin, algo más adelante, el ex-monarca, ante la repercusión de ciertos acontecimientos pasados de su vida privada, también anunciaba su decisión de trasladar su residencia fuera del país; decisión que fue tomada –al decir de voces críticas– hacia un exilio dorado; y hacia Abu Dabi se fue.
Y allí se quedó el país, aquel país singular, con las ganas de que el rey padre les explicase a los medios informativos lo que quisieran a saber: Sobre cuánto había pagado Patrimonio Nacional para costear lujos de sus amantes, los gastos de sus palacios, los yates y los viajes; sobre, si ocultó datos a Hacienda, cuánto dinero defraudó; sobre si los 65 millones de euros, que le dio Arabia Saudí, eran comisiones por la adjudicación del AVE a La Meca; sobre si había fraguado su fortuna con la venta de armas a países árabes; sobre cuánto dinero había tenido y tenía en paraísos fiscales; ¿Había utilizado a su primo de testaferro a través de la Fundación Zagatka para pagar los vuelos millonarios de sus viajes privados, cuando todavía era jefe del Estado?; ¿Por qué se suponía que había utilizado, junto con varios de sus familiares, tarjetas de crédito opacas con dinero del empresario mexicano Allen Sanginés-Krause?; ¿Cuándo todavía era el rey, desconocía los delitos que estaba cometiendo su yerno, Iñaki Urdangarin, en el caso Nós? ¿Había acosado a su última amante a través del exdirector del CNI, Félix Sanz Roldán? o sobre, si el ex-monarca iba a continuar viviendo en el exilio dorado, cuánto les costaría a las arcas públicas su vida allí.
Tales eran las cuestiones que, en oleadas continuas, inundaban, de supuesta incertidumbre o inquietud, las consolas televisivas de las salas ciudadanas de los súbditos de Su Majestad, el Rey, en la actualidad.
Pero también sucedió que hasta los medios más frívolos y casquivanos de las TVs. –las públicas y las privada– al momento, osaron crucificar a su rey (al hijo del apodado “el emérito”) en el ara sacrificial de las criticas malsanas que, sin pesar, pregonaban: “Nuestro rey nos miente cual un villano, pues, si realmente tuviese intención de renunciar a la herencia del “emérito”, antes tendría que abdicar de la Corona, no heredada en su día por el padre, sino impuesta de hecho por dictado militar y de una guerra civil, a costa del del pueblo llano”, tal y como había sido la encomienda de aquel viejo general que fue citado al principio. Corolario: Ya fuese verdad o no, ésta no ha sido más que el compendio de la historia que hemos narrado hasta aquí.
Aunque tiene, por ser cuento, por supuesto, moraleja, que no es otra que lo que la razón nos dice: “Que, si el padre fue putero, el hijo será el farsante”.
Y colorín colorado…