Una persona sin techo en Madrid.
El día 28, votaré pensando en las manos destrozadas de mi madre, harta
de fregar suelos, votaré pensando en los pobres diablos que entran y
salen de las casas de apuestas de Tetuán, votaré pensando en las mujeres
que no tienen dónde ir cuando huyen de sus maltratadores.
Las guerras culturales, la batalla por la hegemonía, lo que permea
desde las cimas del mundo hasta las cloacas de la clase obrera para
manejarla, lleva siendo objeto de estudio desde que la lucha de clases
se planteó como tal.
Parece claro que la violencia material no es
suficiente para sostener el sistema de clases, que hace falta la
construcción de relatos de legitimidad, de orden, de méritos, de huida y
de esperanza para fortalecerlo y darle carta de naturaleza.
De todas las narrativas de clase me quedo con las que tocan la huida y
la esperanza. Dos pulsiones que dan forma a casi todos los anhelos que
caben en el corazón de la pobreza.
De ellas se nutren industrias de la
muerte como las drogas o el juego, de ellas toman su ventaja las
empresas que ofrecen trabajos precarios, con ellas juegan los bancos y
sus créditos rápidos, de ellas se alimenta cada oportunista de sonrisa
falsa que retuerce el lenguaje para ofrendar almas de la clase obrera al
Moloch capitalista.
Quién no quiere huir de su angustia. Quién no quiere dormir por las
noches sin que los fantasmas de las facturas le acosen. Quién no quiere
que sus hijas tengan un futuro rutilante, seguro y lleno de alegría en
lugar del sudor frío de la incertidumbre.
Nací y crecí en el barrio de San Blas durante los años de la heroína,
he visto generaciones enteras morir, madres enlutadas y calladas para
siempre a los 40 y padres alcoholizados ante la incapacidad de soportar
el dolor.
He visto a esas familias proteger a los hijos y las hijas que
les quedaban con celo de bestias.
A menudo se nombraba a los políticos
en primera persona cuando se acercaban elecciones, se decía “a ver si
Fulanito da trabajo a mi niña”, en esa plegaria de acera y tendedero se
desplegaba toda una fantasía en la que el mencionado Fulanito,
candidato, aparecía en persona en la puerta de casa con un contrato para
esa hija menor superviviente.
Esperanzas como del siglo XVI cuando no
tienes a dónde ir ni quién te ampare. No era inocencia o ignorancia, era
desesperación.
En tiempos de elecciones, todas las esperanzas, anhelos y pulsiones
se exacerban. Es ya una liturgia de nuestra cultura. Ideología y
creencias se mezclan formando una fantasía de mejora imposible de
analizar con frialdad. Es difícil pedir frialdad al votante cocido en
promesas, simbología y sobreactuaciones.
Perdimos cuando los chavales de mi barrio, en paro o
maltratados en trabajos infames, se sintieron interpelados por discursos
ultraliberales, promesas de emancipación capitalista y otras
emanaciones ponzoñosas
Todos y todas queremos que nuestras vidas mejoren, la cuestión es qué
estamos dispuestos a sacrificar por esa mejora. Nuestra pobreza es la
osamenta sobre la que se sustentan las vidas maravillosas que anhelamos.
De alcanzarlas, estaríamos aplastando con nuestras fantasías materiales
realizadas las vidas de otros y otras.
Los centros de salud
masificados, los médicos exhaustos que no pueden atenderte como
quisieran, el material escolar que cuesta la comida de dos meses, las
prestaciones por desempleo raquíticas, los cortes de suministros por
impago, la desatención a las mujeres maltratadas, todos los desastres
que ya hemos convertido en rutina existen porque una minoría
privilegiada acapara recursos, los dosifica a su antojo y lo más
importante, legisla para poder hacerlo.
Cómo explicamos a quienes ya han sido convencidos por las
mezquindades de la representación vacía que no se trata de votar a quien
quieres que estén hablando de ti, si no a quien está hablando de ti.
Perdimos cuando los chavales de mi barrio, en paro o maltratados en
trabajos infames, se sintieron interpelados por discursos
ultraliberales, promesas de emancipación capitalista y otras emanaciones
ponzoñosas.
El trabajo a pie de calle no se ha hecho bien y es
perentorio recuperarlo. No es paternalismo, ni menosprecio, la fantasía
es poderosísima y todos y todas hemos sido o somos víctimas de las
nuestras.
Ninguna culpa deposito en los millones de personas que han sido
engañadas con banderas. El deseo de pertenencia es anterior a la
civilización y quizá el germen espiritual de la misma.
Pero debajo de
esas banderas brillantes están los cadáveres de quienes se tiraron por
la ventana porque les desahuciaban, debajo de esas banderas están los
comedores sociales llenos, debajo de esas banderas hay vacunas que no
pueden pagarse, inmigrantes abandonados a su suerte y dolor, mucho
dolor.
Debajo de esas banderas están quienes cortan la ley a su medida
para mantener el estatus heredado desde la dictadura.
Si seguimos la
bandera, encontramos a los responsables de nuestra miseria.
Partidos con
más imputados que diputados, partidos con jóvenes
tanoréxicos
que se permiten gestionar docenas de viviendas en Madrid mientras la
gente se queda en la calle, partidos nuevos armados con restos de los
viejos que han perdido la vergüenza y se permiten odiar y amenazar desde
tribunas públicas.
Es desagradable mirar al dolor de frente en lugar de dejarse llevar
por un resquicio de esperanza bien envuelta y servida por un tipo de
peinado impecable, pulserita casual y traje casi bien ajustado.
Es
tentador confiar en promesas épicas de unidad y hermandad.
La cuestión
es que quienes representan unas y otras, no pasan del teatro de sombras.
Ni saben del dolor, ni saben de la incertidumbre, ni saben que la épica
suele descansar en las heces de quienes la protagonizan.
El día 28, cautiva de la democracia burguesa —eso también lo tengo
claro—, votaré pensando en las manos destrozadas de mi madre, harta de
fregar suelos, votaré pensando en los pobres diablos que entran y salen
de las casas de apuestas de Tetuán, votaré pensando en las mujeres que
no tienen dónde ir cuando huyen de sus maltratadores, votaré con el
cuerpo en rebeldía ante la coacción de quienes quieren intervenirlo,
votaré con la imagen de centenares de manos negras asomando por las
ventanas de
los CIE,
votaré con las amenazas que nos han lanzado a las diferentes muy
presentes, votaré con la fantasía de que todos y a todas las que tenemos
sueños intranquilos y miedo a perder el techo, logremos descansar al
fin.
Votaré teniendo muy claro quién ha usado el sistema como
apisonadora para prevalecer.
Unas elecciones no van a garantizarnos el bienestar, nuestras
conquistas requieren un trabajo ímprobo en la calle, en las casas y a
través de redes de colaboración, pero estas elecciones, concretamente,
sí pueden abrir un abismo a nuestros pies del que no tengo claro que
podamos salir todas.
La esperanza, por pequeña que sea, esta vez pasa por las urnas.
Christian Martínez