sábado, 10 de septiembre de 2022

Juan Carlos, aprende

  
   Juan Carlos, aprende  

  Me imagino que en Abu Dabi Juan Carlos de Borbón estará viendo las imágenes de la concentración de ingleses de todas las edades, profesiones y partidos, compungidos ante el fallecimiento de la reina Isabel II. 

Setenta años de exposición sonriendo, dando la mano, viajando, saliendo al balcón y poniendo su cara en los sellos y en las monedas da para que la gente piense que algo de su vida se va con ella.

 Por eso Juan Carlos seguramente pensará que algo así estaba previsto para él pero ante el conocimiento de más que un rey era un gran granuja, en este momento procesado por acoso en Londres, pensará que hizo el primo o como dijo su amante Corinna ”este hombre no distingue el bien del mal”. 

De momento, ya se especula como será su funeral y entierro que me inclino será de estado pero sin el perfume del agradecimiento y admiración que está produciendo el de Isabel II.  

Sabia lección para todos los cortesanos españoles, todos los partidos vertebradores de España que se pueden mirar en el espejo inglés y  donde ellos aparecen muy feos. 

Nada que ver la vida de una señora discreta, jamás conocida por sus opiniones, incluso, ni sobre el Brexit, y con una vida personal si no ejemplar, pues su familia se las trae, por lo menos discreta que es lo menos que se le puede pedir a un símbolo, a una estatua, algo que nunca entendió Juan Carlos y su Corte que creyeron que por ser un Borbón se les perdonaba todo.  
  
Pues no. 

  Isabel II leía en el Parlamento inglés lo que le ponía por delante el primer ministro de turno y con su voz aniñada, abría el curso parlamentario. 

Aquí nunca se sabe si lo que dice Felipe VI y antes Juan Carlos es de su cosecha, de la del gobierno o de ambos. 

En Londres los campos están delimitados.

 Al rey y a la reina solo le queda representar y hacerlo bien, aunque sea con esos sombreros que parecían orinales.

 Y además era cabeza visible de la iglesia  anglicana y de la Commonwealth, con lo que se demuestra que toda monarquía es prescindible, incluso la inglesa porque ya me explicarán los canadienses, los australianos o los neozelandeses como se  puede tener un jefe del estado en las antípodas y no pasar nada.

 Demuestra  que con firmar lo que sea cada cierto tiempo, y visitar el país cada diez años, la jefatura del estado está cubierta. 

 Estuve tres veces con la reina Isabel II. 

En la cena en el Palacio Real y en el Congreso en octubre de 1988 donde los socialistas le organizaron un periplo por Madrid, Sevilla, Barcelona y Mallorca y luego en Edimburgo cuando inauguró el nuevo parlamento escocés.

 Nada político que reseñar. 


Sobre su hijo Carlos ahora III  decir solo que se salió con la suya, lo mismo que Camila. 

A todos esos expertos en chismorreos cortesanos que cuando murió Lady Di dijeron que nunca se sentarían en el trono y que Camila nunca sería reina consorte, deberían prohibirles ocupar los platós y seguir engañando al personal con elucubraciones falsas. 

Había que ser muy tonto para pensar que Carlos y Camila no iban a ocupar el Palacio de Buckingham porque unos indocumentados que ocupan horas de pantalla diciendo bobadas les iban a condicionar su vida. 

Lo malo es que siguen ahí.  

Se comportó con seriedad, clase y su gran secreto fue nunca opinar sobre nada.

 Ni sobre el Brexit, ni sobre el equipo de fútbol de su preferencia.

 Nada que ver con un rey patoso, mujeriego y comisionista.  

Carlos III. A rey muerto, rey puesto.





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