sábado, 27 de abril de 2019

Esperanzas y abismos

Personas sin hogar Madrid
Una persona sin techo en Madrid. 


El día 28, votaré pensando en las manos destrozadas de mi madre, harta de fregar suelos, votaré pensando en los pobres diablos que entran y salen de las casas de apuestas de Tetuán, votaré pensando en las mujeres que no tienen dónde ir cuando huyen de sus maltratadores.

Las guerras culturales, la batalla por la hegemonía, lo que permea desde las cimas del mundo hasta las cloacas de la clase obrera para manejarla, lleva siendo objeto de estudio desde que la lucha de clases se planteó como tal.


 Parece claro que la violencia material no es suficiente para sostener el sistema de clases, que hace falta la construcción de relatos de legitimidad, de orden, de méritos, de huida y de esperanza para fortalecerlo y darle carta de naturaleza.


De todas las narrativas de clase me quedo con las que tocan la huida y la esperanza. Dos pulsiones que dan forma a casi todos los anhelos que caben en el corazón de la pobreza.


 De ellas se nutren industrias de la muerte como las drogas o el juego, de ellas toman su ventaja las empresas que ofrecen trabajos precarios, con ellas juegan los bancos y sus créditos rápidos, de ellas se alimenta cada oportunista de sonrisa falsa que retuerce el lenguaje para ofrendar almas de la clase obrera al Moloch capitalista.


Quién no quiere huir de su angustia. Quién no quiere dormir por las noches sin que los fantasmas de las facturas le acosen. Quién no quiere que sus hijas tengan un futuro rutilante, seguro y lleno de alegría en lugar del sudor frío de la incertidumbre.


Nací y crecí en el barrio de San Blas durante los años de la heroína, he visto generaciones enteras morir, madres enlutadas y calladas para siempre a los 40 y padres alcoholizados ante la incapacidad de soportar el dolor.


He visto a esas familias proteger a los hijos y las hijas que les quedaban con celo de bestias.


 A menudo se nombraba a los políticos en primera persona cuando se acercaban elecciones, se decía “a ver si Fulanito da trabajo a mi niña”, en esa plegaria de acera y tendedero se desplegaba toda una fantasía en la que el mencionado Fulanito, candidato, aparecía en persona en la puerta de casa con un contrato para esa hija menor superviviente.


 Esperanzas como del siglo XVI cuando no tienes a dónde ir ni quién te ampare. No era inocencia o ignorancia, era desesperación.


En tiempos de elecciones, todas las esperanzas, anhelos y pulsiones se exacerban. Es ya una liturgia de nuestra cultura. Ideología y creencias se mezclan formando una fantasía de mejora imposible de analizar con frialdad. Es difícil pedir frialdad al votante cocido en promesas, simbología y sobreactuaciones.


Perdimos cuando los chavales de mi barrio, en paro o maltratados en trabajos infames, se sintieron interpelados por discursos ultraliberales, promesas de emancipación capitalista y otras emanaciones ponzoñosas

Todos y todas queremos que nuestras vidas mejoren, la cuestión es qué estamos dispuestos a sacrificar por esa mejora. Nuestra pobreza es la osamenta sobre la que se sustentan las vidas maravillosas que anhelamos. De alcanzarlas, estaríamos aplastando con nuestras fantasías materiales realizadas las vidas de otros y otras.


 Los centros de salud masificados, los médicos exhaustos que no pueden atenderte como quisieran, el material escolar que cuesta la comida de dos meses, las prestaciones por desempleo raquíticas, los cortes de suministros por impago, la desatención a las mujeres maltratadas, todos los desastres que ya hemos convertido en rutina existen porque una minoría privilegiada acapara recursos, los dosifica a su antojo y lo más importante, legisla para poder hacerlo.
 

Cómo explicamos a quienes ya han sido convencidos por las mezquindades de la representación vacía que no se trata de votar a quien quieres que estén hablando de ti, si no a quien está hablando de ti.
 
 Perdimos cuando los chavales de mi barrio, en paro o maltratados en trabajos infames, se sintieron interpelados por discursos ultraliberales, promesas de emancipación capitalista y otras emanaciones ponzoñosas.


 El trabajo a pie de calle no se ha hecho bien y es perentorio recuperarlo. No es paternalismo, ni menosprecio, la fantasía es poderosísima y todos y todas hemos sido o somos víctimas de las nuestras.


Ninguna culpa deposito en los millones de personas que han sido engañadas con banderas. El deseo de pertenencia es anterior a la civilización y quizá el germen espiritual de la misma. 


Pero debajo de esas banderas brillantes están los cadáveres de quienes se tiraron por la ventana porque les desahuciaban, debajo de esas banderas están los comedores sociales llenos, debajo de esas banderas hay vacunas que no pueden pagarse, inmigrantes abandonados a su suerte y dolor, mucho dolor.

 Debajo de esas banderas están quienes cortan la ley a su medida para mantener el estatus heredado desde la dictadura.


Si seguimos la bandera, encontramos a los responsables de nuestra miseria.


Partidos con más imputados que diputados, partidos con jóvenes tanoréxicos que se permiten gestionar docenas de viviendas en Madrid mientras la gente se queda en la calle, partidos nuevos armados con restos de los viejos que han perdido la vergüenza y se permiten odiar y amenazar desde tribunas públicas.
 

Es desagradable mirar al dolor de frente en lugar de dejarse llevar por un resquicio de esperanza bien envuelta y servida por un tipo de peinado impecable, pulserita casual y traje casi bien ajustado.


 Es tentador confiar en promesas épicas de unidad y hermandad.


La cuestión es que quienes representan unas y otras, no pasan del teatro de sombras.


 Ni saben del dolor, ni saben de la incertidumbre, ni saben que la épica suele descansar en las heces de quienes la protagonizan.


El día 28, cautiva de la democracia burguesa —eso también lo tengo claro—, votaré pensando en las manos destrozadas de mi madre, harta de fregar suelos, votaré pensando en los pobres diablos que entran y salen de las casas de apuestas de Tetuán, votaré pensando en las mujeres que no tienen dónde ir cuando huyen de sus maltratadores, votaré con el cuerpo en rebeldía ante la coacción de quienes quieren intervenirlo, votaré con la imagen de centenares de manos negras asomando por las ventanas de los CIE, votaré con las amenazas que nos han lanzado a las diferentes muy presentes, votaré con la fantasía de que todos y a todas las que tenemos sueños intranquilos y miedo a perder el techo, logremos descansar al fin.


 Votaré teniendo muy claro quién ha usado el sistema como apisonadora para prevalecer.


Unas elecciones no van a garantizarnos el bienestar, nuestras conquistas requieren un trabajo ímprobo en la calle, en las casas y a través de redes de colaboración, pero estas elecciones, concretamente, sí pueden abrir un abismo a nuestros pies del que no tengo claro que podamos salir todas.


La esperanza, por pequeña que sea, esta vez pasa por las urnas.



Christian Martínez

















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