domingo, 27 de enero de 2019

PARABOLA VENEZOLANA



En esta realidad fake donde todo se reduce a blanco y negro, buenos y malos, unos y ceros, de los míos y de los otros, Venezuela no iba a ser una excepción; especialmente si tenemos en cuenta los recursos naturales que forman parte de su patrimonio y las gigantescas posibilidades de hacer buenos negocios que ofrecería con el gobierno “adecuado”. 


Todo se reduce burda e interesadamente a una cuestión de demócratas contra tiranos, héroes contra villanos, revolucionarios contra reaccionarios. Cualquiera que pretenda introducir, aunque sea un ligero matiz, para advertir de la complejidad del escenario o las dificultades de las soluciones, automáticamente cae señalado como tibio, equidistante o cómplice.


Ni Nicolás Maduro encarna al terrible dictador que se nos pretende presentar, ni la oposición y su multitud de líderes, portavoces y representantes plenipotenciarios agrupa la escuadra de campeones de la democracia que se pinta, tampoco Juan Guaidó. Mucho menos estamos en condiciones de determinar qué quiere realmente “el pueblo venezolano”, del cual todos hablan y a quien todos afirman representar en régimen de exclusividad mientras permite que se desangre en las calles.



Sería más correcto decir que Maduro y su gobierno han ido degenerando en un régimen autoritario, que no ha sabido responder más que con bravatas al evidente acoso internacional por tierra, mar y aire con la inteligencia y habilidad que tantas veces acreditó su antecesor, Hugo Chávez.


Igualmente parece claro que, lejos de acometer las reformas económicas y sociales que el país necesitaba, solo ha sabido descapitalizar una economía en crisis feroz, por depender críticamente de un petróleo que cada día valdrá menos en un mundo que ha aprendido a extraerlo de otros pozos y cambia de modelo energético.


 No es posible el chavismo sin Chávez. Ignorar esa evidencia ha sido sin duda su mayor error. No se puede gobernar contra la mitad de tu sociedad, no en una democracia.

Venezuela se ha convertido en otro juguete roto por esta miserable política local que nos ha tocado sufrir

También sería más exacto sostener que, para la llamada oposición, todo cuanto no pase por echar a Maduro no es democrático y todo cuanto no acabe con un gobierno de la oposición no será una democracia. Tienen razón al denunciar los evidentes recortes democráticos impuestos por Maduro para mantenerse en la presidencia.


Pero también deberían asumir la responsabilidad por intentar derribarle por cualquier medio necesario, legal o ilegal. 


Sólo la oposición es responsable de sus divisiones, de sus traiciones mutuas y de su evidente conexión con los mismos intereses y grupos que depredaron durante décadas la riqueza de Venezuela, sin repartir más que migajas con la inmensa mayoría de una población condenada a la miseria, el analfabetismo y la violencia.


Lejos de reconocer esta complejidad y asumir el papel mediador que solo la comunidad internacional puede desarrollar, desde la UE a EE.UU. y desde Rusia a China, han preferido o quitarse de en medio, o tomar posiciones a un lado o a otro, bien para seguir manteniendo sus posiciones estratégicas en el país, bien para recuperar las perdidas con la llegada de Chávez al poder.


Particularmente sangrante resulta el caso de España. Lejos de actuar como ese mediador que debería ser, aunque solo fuera por proximidad y empatía, Venezuela se ha convertido en otro juguete roto por esta miserable política local que nos ha tocado sufrir.



Que todo parezca estar a la expensa de lo que hagan los militares resulta el mejor indicador de la “calidad democrática” del golpe personalizado por Guaidó. 


Venezuela aporta otra evidencia, otra más, a la larga serie de casos que demuestran década tras década que, cuando las sociedades se dividen y polarizan hasta el límite, fragmentarlas aún más trazando nuevas líneas ―legal o ilegal, constitucional o anticonstitucional, pro-EE.UU. o pro-Rusia…― para conceder la razón a uno o a otros solo agrava el problema y complica la solución.



 En democracia no todo se arregla votando, aunque se vote muchas veces.



 Votar no resuelve las divisiones, sólo las gestiona.


 Algo imposible sin negociar y comprometer antes el respeto unas reglas de decisión y unas instituciones comunes; entonces tendrá sentido votar.

















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