Lo más preocupante de lo que está sucediendo en España sobre la
pretensión de independencia de Catalunya es que la represión que se está
llevando a cabo demuestra la incapacidad histórica española para
ejercer un pensamiento mínimamente modernizante.
Entre la libertad extenuada y el poder tiránico acampa el hombre
desolado de nuestro tiempo ¿Qué significa ahora la libertad? Escribía
Fichte que «la libertad no es ninguna realidad sino la posibilidad de
fundarse a sí misma; es una necesidad»; un «recobrarse», como concreta
Hegel. Es una pretensión del ser humano conducente a hacer historia, que
el poder aniquilador quizá ha reducido a una nostalgia. El poder, por
el contrario es, como dijo William Hamilton, «una simple capacidad».
Añadamos por nuestra cuenta: una capacidad de inmovilizar el tiempo
mediante la ley. Una cruel voluntad de nada; simplemente de estar ahí. Y
eso pudre.
En suma, la libertad no es, como expresa Xabier Zubiri refiriéndose
al presente, «lo que el hombre hace sino lo que el hombre puede hacer».
Mas si el hombre, el ciudadano, «no puede hacer o hacerse» día a día,
que es lo esencial cuando se habla de libertad, queda la ley como único
factor de vida, pero esa ley es obviamente una herramienta aprestada
desde lo ajeno, o lo que es lo mismo, es necesariamente la ley del
enemigo. Por consiguiente, el mundo gobernado por esa legalidad inmóvil
se convierte en el ámbito del poder descarnado.
Yo no sé si todo esto lo entenderá el actual fiscal general del
Estado, Sr. Maza, que es quien, tras burlar su recusación por la
«soberanía» nacional, facilita el hilo de cáñamo para que teja la juez
Lamela, de la Audiencia Nacional, su áspero paño de arpillera jurídica,
pero me temo que el Tribunal Supremo teme algo de lo que yo me temo como
insinúa el rescate de las causas políticas por sus magistrados.
Mas
pasa con la división de poderes en tiempo de dictadura lo que sucede con
las regulaciones que han creado las juntas de vecinos: que cada cual
tiene su casa o cree tenerla, pero la vecindad «selecta» anda mucho de
unión furtiva.
Es falso que las juntas de vecinos constituyan una forma
de democracia. Los vecinos que disponen del dinero suficiente imponen
gabelas, en forma de obras y gastos enriquecedores del edificio, que
incapacitan cualquier oposición de los vecinos que sostienen con muchos
apuros su casa.
Para una gran parte de la población la propiedad ha
pasado de elemento de seguridad a carga inasumible. Esta certeza es
aplicable a la justicia como poder independiente. Basta una llamada
telefónica que active a un fiscal, que reside por su origen en el poder
ejecutivo, para que la hilera de los jueces empiece una caída de dominó.
La legalidad deja de ser legitimidad en ese momento. La jurisdicción es
hoy el vecino pobre.
Vayamos ahora de la filosofía, aunque sea con lenguaje escaso, al
camino cotidiano y empírico. Vivimos una época de lealtades sin
compromiso, por tanto de deslealtades; de moral con fijación de precio,
por tanto de inmoralidad; de caminos cortos, por tanto sin horizonte; de
capturas corsarias, por tanto de banderas dudosas. Ese camino es además
circular.
Digo todo esto apremiado por mi entorno, que está marcado por
la cuestión catalana, que no es una simple cuestión territorial o
extensiva entre dos pueblos sino una contradictoria cuestión de libertad
y de opresión entre dos almas: la enferma por exceso de poder,
dominadora, y la cohibida de libertad, recluida en el «sí mismo»
oscurecido por la amenaza de las leyes difusas y polivalentes.
Lucha, al
fin, entre los legales y los legítimos. No oculto algo muy simple que
me llevó a escribir esto: me emocionó la presencia de los doscientos
alcaldes catalanes en Bruselas, alzadas sus varas de gobierno próximo y
comprometido.
El verdadero gobierno es siempre el municipal, que culmina
sus plenos en la barra del bar y a cualquier hora. Lo demás es poder en
la cumbre orgullosa de la montaña despoblada de vida y yo vivo
modestamente en la falda del coloso, en el valle por donde discurre el
río que apenas es espuma. Mejor que yo lo ha expresado Anna Zaera, una
joven y brillante periodista, que en el entrañable periódico catalán
“Vilaweb” decía «No li desitjo un Estat a ningú».
Ahí está el futuro: en
esa creación de sentimientos repletos de energía recoleta y real para
generar un orden nuevo y desacralizado que yo simbolizo «ad extra» en
dos manifestaciones gráficas que conservo en mi hogar: la primera de
esas manifestaciones es un icono ortodoxo pintado sobre madera que
representa en colores íntimos una Virgen bidimensional con un niño
diminuto en brazos y una foto girada en bistre de Carlos Marx, en
actitud solemne, con la gran barba que amparaba unos ojos serenos de
victoria final. A los dos saludo con un «buenos días» o «buenas noches»
en las horas en que me levanto o me acuesto.
A la Virgen la he advocado
como Nuestra Señora del Dios Pequeñito, que es el Dios de la justicia y
la inocencia omnipotente, y a Marx le agradezco su paternidad sobre
todos los trabajadores, pues fue él quien primero reconoció, a ciencia
cierta, la propiedad única del trabajo creador de la riqueza por los
trabajadores, que es por tanto reconocer al legítimo propietario del
mundo, cosa que tanto olvidan muchos conductores sindicales y políticos
progresistas, amortizadores de la batalla contra el último capitalismo.
En estos días me consuela no obstante que el Sr. Puigdemont me
recuerde la paralela aventura de Edmon de Valera, que llegó a proclamar
la libertad de la República irlandesa en uno de sus exilios
norteamericanos. La decisión fue seguida de sangrientas represiones de
Londres que, dada su inutilidad, llegó a instalar a Irlanda en la
calidad de Estado asociado, cosa que De Valera no admitió tampoco como
definitiva fórmula del soberanismo inglés.
La libertad tiene un precio
en sacrificios y tiempo, sobre todo en épocas como la presente, que está
pendiente de una soga hecha con legalidades tan pobladas de normas que
no hacen sino denunciar la ilegitimidad moral del poder que las dicta.
Ciertamente he de recordar también que el inolvidable primer presidente
de Irlanda libre tuvo que luchar con algunas retaguardias suyas tentadas
por un poder concedido desde la Corona inglesa
. De la tentación lo más
peligroso son siempre la migajas que esparce el tentador. La libertad la
logran siempre los pueblos que instalan con firmeza en su alma la
figura del dios pequeño.
Lo más preocupante de lo que está sucediendo en España sobre la
pretensión de independencia de Catalunya es que la represión que se está
llevando a cabo demuestra la incapacidad histórica española para
ejercer un pensamiento mínimamente modernizante, como es, aunque para
desgracia de los trabajadores, el neocolonialismo, forma de seducción de
muchas mentes simples.
Pues bien, Madrid no entiende el neocolonialismo
sino que sigue ejerciendo el colonialismo puro y duro, como ha
patrocinado la Corona borbónica desde 1767, fecha en que Carlos III
presiona al Papa Clemente III para que disuelva la Compañía de Jesús,
que ha establecido la llamada República Jesuítica del Paraguay, que
defiende a los indios frente a los encomenderos de indígenas.
De esta
República no es momento de hablar –aunque valiera para destruir la
máscara de «liberales» del Sistema, como Salvador de Madariaga, que
defendió ese invento, liberales que abundan en el retrofranquismo–, pero
sí hay que recordar que las residencias de la orden ignaciana fueron
cercadas un amanecer por los soldados, método que de alguna forma
recuerda el comportamiento de los cuerpos policiales españoles en las
tierras catalanas.
Ni siquiera de neocolonialismo es capaz España. ¿Qué
han de hacer, pues, los catalanes? Sostener su decisión de libertad,
porque esa libertad la necesitamos todos los españoles para poner en
marcha otras cosas de profunda dimensión social.
Escrito por
Antonio Álvarez-Solís