En la noche del 20-D se confirmaron el insuficiente éxito
del PP, una ruina absoluta del PSOE (en parte enmascarada por el gran
fracaso no reconocido del PP) y el éxito revulsivo de Podemos y
Ciudadanos que se situaron en el tercer y cuarto puesto en el ranking
electoral, pasando de cero escaños nada menos que a 69 y 40
respectivamente. Así, los analistas que hasta el último momento habían
apostado por un bipartidismo irredimible PP-PSOE, tuvieron que
rectificar sobre la marcha, afirmando incluso alguno de ellos haber sido
augur de lo acontecido.
Y ahora, al cierre electoral del 26-J, vemos cómo, aún con algunos
ajustes, se consolida la fragmentación en la representación política. Y
cómo la gobernabilidad de la Nación vuelve a presentarse de nuevo
complicada, con el sostenimiento de Podemos (ahora Unidos Podemos) y una
ruptura de momento irreversible en el voto de derechas, dado que
Ciudadanos mantiene 32 escaños, partidos antes emergentes que siguen
siendo fuerzas considerables para el entendimiento y la convivencia
política nacional, pese a quien pese.
Salvando las distancias, volvemos a una situación muy parecida a la
que, justo al inicio de la Transición y a propósito del enterramiento
del antiguo régimen franquista -por su propia consunción-, el profesor
Jesús Fueyo definió de forma célebre y lapidaria como “fin del paganismo
y principio de lo mismo”. Es decir, a jugar una nueva mano de la misma
partida política pero con protagonistas distintos en la mesa.
Y en este nuevo escenario, lo más preocupante es el deterioro
electoral del PP y el PSOE, castigados en las urnas hasta límites sin
más precedentes que el de la extinta UCD, aunque todavía hagan valer su
posición relativa frente a las demás formaciones políticas y que, sea
cual sea su papel en la XII Legislatura, les tendría que llevar a una
urgente recomposición interna.
Instalados en el anti reformismo y en una
permanente connivencia con la corrupción, fueron avisados
insistentemente de lo que se les avecinaba sin hacer nada para evitarlo:
paguen ahora su inevitable penitencia y quítense de encima a todos los
culpables de esa triste deriva, cuanto antes mejor.
Lo más obvio, no para todos pero sí para nosotros, es que los nuevos
partidos siguen siendo el revulsivo de la política española, sí o sí. Y
que, mientras el PSOE sigue cayendo, Unidos Podemos, manteniendo los 71
escaños obtenidos el 20-D (69 de Podemos y 2 de Izquierda Unida) es
quien tiene cogida la sartén de la izquierda por el mango, aun sin
llegar a asestar el anunciado
sorpasso al PSOE que ha caído
desde los 90 a 85. Si en diciembre de 2015 la izquierda de ámbito
nacional lograba 161 escaños, ahora, seis meses después, sólo suma 156,
pero con una mayor proximidad entre partidos, y aunque, a pesar de su
continuo descalabro, Pedro Sánchez pueda seguir siendo al menos jefe de
la oposición.
Frente a sus anteriores 123 escaños, el PP ha subido a 137, mientras
que Ciudadanos ha bajado de 40 a 32. Antes sumaban 163 y ahora suman
169. Antes no se entendieron y ahora se entenderán menos, sobre todo si
el cadáver político de Rajoy sigue insepulto (con la circunstancia
añadida de que los populares mantienen la mayoría absoluta en el
Senado).
La aritmética parlamentaria arbitrará -si es posible- la formación
del nuevo Gobierno. Pero con los resultados del 26-J será difícil que
pivote -como antes pivotaba- sólo sobre el PP o sobre el PSOE, salvo que
se quiera forzar una ‘gran coalición’ a la alemana (algo en sí mismo
contradictorio) o una rendición del socialismo ante los populares de
consecuencias impredecibles.
Guste más o guste menos, el actor que sigue
incordiando en la formación del Gobierno es Podemos.
El rechazo ciudadano a otra investidura presidencial de Rajoy,
empeñado en unos recortes sociales tremendos combinados con una
tolerancia de la corrupción nunca vista (una suma ciertamente
explosiva), ha vuelto a pesar en las urnas más que el manido grito del
‘¡que vienen los rojos!’.
Han bajado los escaños y los votos de los
partidos de izquierda en su conjunto, pero no han funcionado ni la
campaña del miedo ni el intento de desacreditarles como enajenados
políticos capaces no tanto de reformar el sistema sino de arrasarlo, con
lo que el ‘rojerío’ no dejará de pisar las moquetas del poder (en parte
gracias a la torpeza con la que se les ha querido combatir)…
Ahora, la contumaz realidad del voto sigue desbordando las esperanzas del
establishment,
por no hablar de sus manipulaciones argumentales. Ahora, y aunque el PP
continúe siendo el partido más votado, ya existen nuevas actas
fehacientes de la defunción del bipartidismo y, en consecuencia, una
necesidad absoluta de soslayar las mentiras políticas habituales -de
populares y socialistas- y tomarse las cosas seriamente en todos los
niveles de la vida nacional.
Porque esto de pasar por las urnas tiene su
miga o su para qué; y cuando el electorado se harta, sucede lo que ha
sucedido: que, tras agotar su crédito social, el PP y el PSOE han
quedado pateados por un grupo de aprendices de la política -que es lo
que todavía son-, dicho sea con todo el respeto del mundo.
El PP y el PSOE de hoy se han pegado un segundo batacazo en relación
con su posición de 2011 (como sucedió en 2015). Y eso se justifica no
por errores puntuales, sino porque la podredumbre del sistema político
que ambos representan ha desbordado los diques de su propia nómina
mediática.
Lo que, finalmente, ha facilitado el asalto de los nuevos
partidos al sistema para poder acometer reformas institucionales
profundas. Y ahí siguen.
Ya veremos cómo se encara la deseable formación de un nuevo Gobierno.
Pero lo cierto es que, de lograrse, en el fondo será presidido por un
perdedor, se presente a la opinión pública como se quiera presentar.
Quizás haya llegado la hora de que el Jefe del Estado, si es capaz,
proponga un poco de orden y concierto en el agitado mar de la política
española.
Por
Fernando J. Muniesa