La noticia que lleva ocupando titulares desde el jueves de la semana pasada es la muerte de la reina Isabel II de Inglaterra.
Los medios de comunicación han redactado titulares y reportajes, han entrevistado a periodistas que la conocieron, se la ha señalado como la mejor embajadora del país, como un icono de la moda...
En fin, que una gran cantidad de personas lloran su muerte alrededor del mundo.
Algunos medios, como El País, incluso hablan de su fallecimiento como una oportunidad de «una enorme y útil inyección de fraternidad y cohesión» en un país que parece estar, por lo que dicen quienes entienden, en horas bajas.
Sin embargo, entre todas las odas y las glosas que se le han dedicado, se ha prestado poca atención a las personas que, desde posturas antirracistas y descoloniales, han puesto el foco en el legado colonial y racista que simboliza el imperio británico y, por lo tanto, su reina como principal representante
La monarquía británica como institución ha sido el máximo exponente de la instauración de los sistemas de opresión, represión y extracción forzosa de mano de obra y explotación de recursos naturales, y de los sistemas de control forzoso que supuso la colonización en esos lugares; una colonización basada en la creencia de la supremacía blanca europea.
Y la reina Isabel, por lo tanto, representa todo ese sistema blanco supremacista y violento.
El mainstream ha intentado pasar por alto esas voces críticas y necesarias con el discurso de siempre: que no es el momento de hablar de racismo.
Pero ya sabemos que, para las posturas hegemónicas, nunca es el momento de hablar de racismo.
De hecho, esa hegemonía pretende imponer un duelo unánime por la muerte de la reina, ignorando que hay muchas personas en África, Asia y sus diásporas con sentimientos encontrados acerca del fallecimiento de la monarca.
Esos sentimientos encontrados les impiden mostrar una tristeza impostada ante la pérdida de la representante de tanta violencia y muerte para sus comunidades.
Porque es muy difícil llorar al colono.
Hay muy poca voluntad de hablar sobre los estragos que a día de hoy siguen siendo producto de los modelos coloniales, racistas y supremacistas de los imperios europeos.
Las personas [blancas] que consideran que vivimos ya en una era post-racial, creen que no hay aquí un «de aquellos polvos, estos lodos».
Creen, y lo hacen firmemente que la esclavitud fue una época aislada e insignificante de la historia que hay que dejar atrás de una vez por todas.
La verdad es que la esclavitud y el comercio de personas esclavizadas contribuyó a las revoluciones industriales europeas y fue uno de los pilares de la propagación del capitalismo alrededor del mundo.
Y ese capitalismo salvaje se instauró gracias al secuestro de personas africanas, y al expolio de territorios del sur global.
Y si bien es cierto que el reinado de Isabel II empezó ya en una etapa poscolonial, la conexión con ese pasado colonial sigue presente, y la corona británica no ha hecho en ningún momento examen de conciencia ni ha confrontado su pasado colonial.
El imperio británico fue fuente de mucho dolor en muchos lugares del mundo, le pese a quien le pese.
Sin embargo es algo que la mayoría de medios de comunicación ha obviado al ofrecer una radiografía de la figura de la difunta monarca, que queda incompleta, al no incluir esta faceta de su figura.
Si eso se hiciera, habría que hablar del impacto del colonialismo británico alrededor del mundo.
Y parece que el mundo ⎯euroblanco occidental⎯ no está preparado para eso.
En la actualidad en los últimos años, y con la incorporación de Meghan Markle a la familia real británica, se abrió un debate cuando tanto ella como su marido señalaron el racismo en el seno de la casa de Windsor, tal y como le contaron a Oprah Winfrey en una entrevista el año pasado.
En ese momento, el mainstream ⎯me refiero tanto a medios como a las redes sociales⎯ negó inmediatamente las acusaciones de racismo.
Esto siempre me resulta curioso (bueno, en realidad no): siempre corre a negar el racismo quien no lo experimenta.
En este caso la opinión pública se apresuró a desmentir que la casa real británica pudiese ser racista de ninguna manera.
Parece que el hecho de estar ante una dinastía que se ha dedicado a colonizar decenas de países alrededor del mundo, castigando a su población y robando, no solo sus tierras sino también sus materias primas, su arte y otras muestras de su cultura no es suficiente muestra del racismo y la supremacía de la Casa de Windsor.
De todas formas, y a pesar del desmentido, la casa real británica prohibió la contratación de personas inmigrantes o pertenecientes a minorías étnicas en puestos administrativos al menos hasta finales de la década de 1960.
Según informaciones publicadas en el periódico The Guardian, parece que la monarca hizo un uso abusivo del Royal Consent, un instrumento parlamentario que permite a la reina debatir o no determinadas leyes, que pueden afectar a sus prerrogativas o intereses personales y económicos.
Cuando el Gobierno laborista de Harold Wilson quiso impulsar una nueva legislación que sancionara cualquier discriminación laboral o contractual por motivos raciales o étnicos, parece que la reina decidió oponerse a que esta ley saliese adelante aunque ese tipo de práctica era ya ilegal en la Administración, y se pretendía implementar la prohibición a las empresas privadas o al alquiler de viviendas.
Por todas estas razones, y por muchas más de las que se puede tener conocimiento explorando la prensa reciente, es necesario hacer una revisión crítica de la figura de Isabel II, de cómo contribuyó a perpetuar la situación de opresión y expolio que la colonización británica supuso para muchas comunidades y territorios que aún hoy están intentando lidiar con todos los efectos negativos que supuso la invasión inglesa.
Y de todo esto hay que hablar, por más que haya gente a la que no le guste.
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