La muerte de un viajante del pasado
"De aquellas personas que justificaban durante décadas el juancarlismo, algunas se esconden apesadumbradas, otras se suman, con esmero, al servicio del departamento de propaganda"
"Callaron porque reconocían ese comportamiento en sí mismos, en el vecino, el amigo o el compañero de trabajo"
"Depresión es colectiva.
Como en 1898, la crisis es generalizada y a distintos niveles.
El engaño. El fracaso. El paso del tiempo"
La derrota. El fracaso. Los errores cronificados. El paso del tiempo.
El envejecimiento. Las falsas ilusiones. El desengaño. La vida basada
en una mentira. La crisis vital. El sinsentido. Una de las grandes obras
de teatro de todos los tiempos, La muerte de un viajante (1949)
de Arthur Miller, desarrolla todas estas temáticas bajo el estilo
dominante de mediados del siglo pasado, el realismo americano.
El
protagonista, Willy Loman, un viejo vendedor retirado, un viajante que
ha recorrido durante décadas numerosos estados proveyendo género a
almacenes, llega al ocaso de su vida acorralado por los viejos recuerdos
y aquellas ilusiones que se desvanecieron. Ahora, los sueños se
entremezclan con la realidad. Y la realidad se reaparece dura, nada es como parecía.
El pasado jueves por la noche, un risueño Juan Carlos I copaba las
pantallas de los televisores españoles, se entrometía en los hogares
después de cenar, interrumpía las conversaciones sobre los nuevos
rebrotes de la pandemia durante estas anodinas vacaciones estivales. TVE
emitía un documental sobre la figura del rey emérito, recordando el
pasado y el papel que se la ha otorgado en los libretos oficiales de la
Transición.
Previamente, el presentador del especial, Carlos
Franganillo, preparaba el terreno ante tal exhibición de propaganda,
justificando que aquel audiovisual de hacía lustros estaba de radiante actualidad.
Faltan por desclasificar demasiados documentos, tal y como denunciaba esta semana en cuartopoder
Carlos Fernández Liria.
De momento, del 23F, como de otros muchos
pasajes de la historia reciente española, sabemos la versión oficial,
intuimos lo mucho que se oculta y la figura de Juan Carlos I sigue
rodeada de una alargada sombra hasta en el pasaje que le afianzó como
jefe del Estado.
De aquel joven que, durante la última etapa del
dictador, acostumbraba a aparecer junto a la debilitada figura de
Francisco Franco, hoy queda un rastro de billetes que
se revolotean en el aire, sobre el Mediterráneo, antes de internarse en
la península Arábiga, a la orilla del golfo Pérsico.
Quizás sea ese el
rastro, quizás sea el otro, el que se dirige al Caribe a la urbanización
más exclusiva que bordea el cálido mar. Qué más da.
El emérito, ante una pantalla, observa secuencias de su vida, del
final de la dictadura, de la Transición, reuniones con diferentes
dirigentes, silencio oficial ante los motivos la muerte de su hermano
pequeño… Mira a la cámara, parece que se ríe de todo, devuelve la mirada
a quien le entrevista, responde con una escueta frase: “Era lo que había que hacer”.
Hoy, de aquellas personas que justificaban durante décadas el
juancarlismo, algunas se esconden apesadumbradas por la situación, otras
se suman, con esmero, al servicio del departamento de propaganda. Un
rey a la fuga, un rey que ha escondido durante años supuestos delitos de
guante blanco entre líos de faldas y ausencias familiares.
Diferentes generaciones que se veían referenciadas en esta figura
caen en una suerte de crisis de identidad nacional que se suma a las
diferentes crisis que, hoy en día, en distintos niveles, entierran a
España: sanitaria, territorial, económica, social, institucional…
Se atisba una depresión colectiva,
los hoteles cierran en agosto, los bares no acaban de abrir, zonas de
la costa parecen un plató de una película de fantasmas, las UCI vuelven a
recibir pacientes de covid-19. La mediocridad se adueña de buena parte
de la población, la cobardía de los siervos de los de arriba que señalan
a los de abajo.
La prensa cortesana sale en tromba a blanquear la figura del emérito, loas, vítores. Cuanto más exageran sus proezas, mayor es el contraste con la realidad
que nos va llegando en píldoras durante los últimos meses de la doble
vida de Juan Carlos I.
Y este, como rey, es un símbolo.
Un símbolo de
toda una sociedad y época. Hoy, periodistas reconocen en directo en
programas de televisión el haber recibido regalos en viajes que
acompañaban al emérito. Hoy, en ese modo de hacer negocios, bajo manga,
entre copas, ladillas y cuernos, se reconocen varias generaciones.
Hoy, se evidencia que una parte del modélico proceso histórico no
era más que una avalancha de hipocresía que impregnaba no solo al rey,
también a numerosos políticos y representantes públicos de distintos
niveles de la administración, a buena parte del empresariado, a casos en
el seno de los sindicatos mayoritarios…
El juancarlismo era una práctica demasiado extendida.
El favor, el no te cobro el IVA, la falsa moral cristiana que pasea con
consorte y folla con otras amistades mientras critica la promiscuidad y
se golpea el pecho entre salmos y oraciones.
Callaron periodistas, callaron políticos del más alto nivel,
callaron empresarios... Calló España ante las vergüenzas de un rey que
hoy toma el sol en Abu Dhabi, en República Dominicana o en una mansión
en Marruecos, qué más da. Parece que no sabemos nada sobre él, no supimos nada de él, todo era mentira.
Ahora no sabemos si se encuentra compungido por los escándalos, si
preocupado por su imagen o si le toca un pie lo que pensemos de él y ya
está a otras cosas, en otras camas de gigantescas suites. No sabemos si
goza de dulces sueños o le atormentan pesadillas. No sabemos nada más
allá de que lo que habían contado no era así. Nada más, y nada menos.
Y callaron porque reconocían ese comportamiento en sí mismos, en el
vecino, el amigo o el compañero de trabajo. Y quien no calló, porque
sabía o intuía, fue alejado de los altavoces, de las cámaras, de las
tertulias y de los libros. Muchos quedan rebuscando entre las cunetas a
familiares sin que su voz sea escuchada.
Otros muchos, en un campo de
población refugiada en el desierto. Y quien no calló, porque no sabía y
creyó lo que se decía, hoy se siente víctima de un engaño. Hoy, la
depresión.
Depresión es colectiva. Como en 1898, la crisis es generalizada y a
distintos niveles. El engaño. El fracaso. El paso del tiempo. El
envejecimiento. La historia de Willy Loman, anclada en el pasado. Su
hijo Biff, su favorito, el deportista, el exitoso, le acompañó en uno de
sus viajes y descubrió a su padre engañando a su madre en un motel de
Boston.
El viajante, el padre, no era ese héroe que imaginaba. Era un farsante más, en una sociedad de farsa.
Al paso de los años, un Willy Loman derrotado y arruinado apostará por
el suicidio para que su familia, al menos, pueda cobrar el seguro. Los
recuerdos, el pasado, se mezclan con el presente.
Un presente difuso,
que no se sostiene. “¡En esta casa no se ha dicho la verdad durante diez minutos!”, sentencia Biff tras el reencuentro con su padre.
“¡Un viajante tiene que soñar!”, afirma Charley, un amigo de la
familia, en el entierro del vendedor.
La verdad y el sueño. Hay
vendedores que venden humo.
Sato Díaz
No hay comentarios:
Publicar un comentario