lunes, 10 de agosto de 2020

El pasado jueves por la noche, un risueño Juan Carlos I copaba las pantallas de los televisores españoles


   
 La muerte de un viajante del pasado


 "De aquellas personas que justificaban durante décadas el juancarlismo, algunas se esconden apesadumbradas, otras se suman, con esmero, al servicio del departamento de propaganda" 
 
    "Callaron porque reconocían ese comportamiento en sí mismos, en el vecino, el amigo o el compañero de trabajo"   
 
  "Depresión es colectiva. 
 
Como en 1898, la crisis es generalizada y a distintos niveles.

 El engaño. El fracaso. El paso del tiempo"


La derrota. El fracaso. Los errores cronificados. El paso del tiempo. El envejecimiento. Las falsas ilusiones. El desengaño. La vida basada en una mentira. La crisis vital. El sinsentido. Una de las grandes obras de teatro de todos los tiempos, La muerte de un viajante (1949) de Arthur Miller, desarrolla todas estas temáticas bajo el estilo dominante de mediados del siglo pasado, el realismo americano.


 El protagonista, Willy Loman, un viejo vendedor retirado, un viajante que ha recorrido durante décadas numerosos estados proveyendo género a almacenes, llega al ocaso de su vida acorralado por los viejos recuerdos y aquellas ilusiones que se desvanecieron. Ahora, los sueños se entremezclan con la realidad. Y la realidad se reaparece dura, nada es como parecía.


El pasado jueves por la noche, un risueño Juan Carlos I copaba las pantallas de los televisores españoles, se entrometía en los hogares después de cenar, interrumpía las conversaciones sobre los nuevos rebrotes de la pandemia durante estas anodinas vacaciones estivales. TVE emitía un documental sobre la figura del rey emérito, recordando el pasado y el papel que se la ha otorgado en los libretos oficiales de la Transición. 


Previamente, el presentador del especial, Carlos Franganillo, preparaba el terreno ante tal exhibición de propaganda, justificando que aquel audiovisual de hacía lustros estaba de radiante actualidad.
 

Faltan por desclasificar demasiados documentos, tal y como denunciaba esta semana en cuartopoder Carlos Fernández Liria. 


De momento, del 23F, como de otros muchos pasajes de la historia reciente española, sabemos la versión oficial, intuimos lo mucho que se oculta y la figura de Juan Carlos I sigue rodeada de una alargada sombra hasta en el pasaje que le afianzó como jefe del Estado.



 De aquel joven que, durante la última etapa del dictador, acostumbraba a aparecer junto a la debilitada figura de Francisco Franco, hoy queda un rastro de billetes que se revolotean en el aire, sobre el Mediterráneo, antes de internarse en la península Arábiga, a la orilla del golfo Pérsico. 


Quizás sea ese el rastro, quizás sea el otro, el que se dirige al Caribe a la urbanización más exclusiva que bordea el cálido mar. Qué más da.


El emérito, ante una pantalla, observa secuencias de su vida, del final de la dictadura, de la Transición, reuniones con diferentes dirigentes, silencio oficial ante los motivos la muerte de su hermano pequeño… Mira a la cámara, parece que se ríe de todo, devuelve la mirada a quien le entrevista, responde con una escueta frase: “Era lo que había que hacer”


 Hoy, de aquellas personas que justificaban durante décadas el juancarlismo, algunas se esconden apesadumbradas por la situación, otras se suman, con esmero, al servicio del departamento de propaganda. Un rey a la fuga, un rey que ha escondido durante años supuestos delitos de guante blanco entre líos de faldas y ausencias familiares.


Diferentes generaciones que se veían referenciadas en esta figura caen en una suerte de crisis de identidad nacional que se suma a las diferentes crisis que, hoy en día, en distintos niveles, entierran a España: sanitaria, territorial, económica, social, institucional… 


Se atisba una depresión colectiva, los hoteles cierran en agosto, los bares no acaban de abrir, zonas de la costa parecen un plató de una película de fantasmas, las UCI vuelven a recibir pacientes de covid-19. La mediocridad se adueña de buena parte de la población, la cobardía de los siervos de los de arriba que señalan a los de abajo.
 

La prensa cortesana sale en tromba a blanquear la figura del emérito, loas, vítores. Cuanto más exageran sus proezas, mayor es el contraste con la realidad que nos va llegando en píldoras durante los últimos meses de la doble vida de Juan Carlos I. 





Y este, como rey, es un símbolo.


 Un símbolo de toda una sociedad y época. Hoy, periodistas reconocen en directo en programas de televisión el haber recibido regalos en viajes que acompañaban al emérito. Hoy, en ese modo de hacer negocios, bajo manga, entre copas, ladillas y cuernos, se reconocen varias generaciones.


Hoy, se evidencia que una parte del modélico proceso histórico no era más que una avalancha de hipocresía que impregnaba no solo al rey, también a numerosos políticos y representantes públicos de distintos niveles de la administración, a buena parte del empresariado, a casos en el seno de los sindicatos mayoritarios…  


El juancarlismo era una práctica demasiado extendida. El favor, el no te cobro el IVA, la falsa moral cristiana que pasea con consorte y folla con otras amistades mientras critica la promiscuidad y se golpea el pecho entre salmos y oraciones.


Callaron periodistas, callaron políticos del más alto nivel, callaron empresarios... Calló España ante las vergüenzas de un rey que hoy toma el sol en Abu Dhabi, en República Dominicana o en una mansión en Marruecos, qué más da. Parece que no sabemos nada sobre él, no supimos nada de él, todo era mentira


Ahora no sabemos si se encuentra compungido por los escándalos, si preocupado por su imagen o si le toca un pie lo que pensemos de él y ya está a otras cosas, en otras camas de gigantescas suites. No sabemos si goza de dulces sueños o le atormentan pesadillas. No sabemos nada más allá de que lo que habían contado no era así. Nada más, y nada menos.


Y callaron porque reconocían ese comportamiento en sí mismos, en el vecino, el amigo o el compañero de trabajo. Y quien no calló, porque sabía o intuía, fue alejado de los altavoces, de las cámaras, de las tertulias y de los libros. Muchos quedan rebuscando entre las cunetas a familiares sin que su voz sea escuchada. 


Otros muchos, en un campo de población refugiada en el desierto. Y quien no calló, porque no sabía y creyó lo que se decía, hoy se siente víctima de un engaño. Hoy, la depresión.


Depresión es colectiva. Como en 1898, la crisis es generalizada y a distintos niveles. El engaño. El fracaso. El paso del tiempo. El envejecimiento. La historia de Willy Loman, anclada en el pasado. Su hijo Biff, su favorito, el deportista, el exitoso, le acompañó en uno de sus viajes y descubrió a su padre engañando a su madre en un motel de Boston.


 El viajante, el padre, no era ese héroe que imaginaba. Era un farsante más, en una sociedad de farsa. Al paso de los años, un Willy Loman derrotado y arruinado apostará por el suicidio para que su familia, al menos, pueda cobrar el seguro. Los recuerdos, el pasado, se mezclan con el presente.


 Un presente difuso, que no se sostiene. “¡En esta casa no se ha dicho la verdad durante diez minutos!”, sentencia Biff tras el reencuentro con su padre. “¡Un viajante tiene que soñar!”, afirma Charley, un amigo de la familia, en el entierro del vendedor. 


La verdad y el sueño. Hay vendedores que venden humo.


 



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