Pandemias, cambio climático, hambre y terrorismo son los nuevos retos que han sustituido a la Guerra Fría
Estos días se cumplen setenta y cinco años del lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Setenta y cinco años ya desde que Little Boy y Fat Man abrieran las puertas del infierno.
De aquellos ataques que pusieron fin a la Segunda Guerra Mundial nos quedan unas cifras todavía confusas –entre 105.000 y 120.000 muertos− y un nombre para la historia, el Enola Gay, el avión que descargó el terror infinito sobre las ciudades japonesas mientras el capitán Robert Lewis, copiloto del bombardero, decía aquello de “Dios mío, ¿qué hemos hecho?”.
El aniversario llega en un momento especialmente trágico para la
humanidad, devastada por una pandemia de coronavirus que de momento va
camino de cobrarse más de un millón de muertos. El Papa Francisco
advirtió ayer de que “sólo sin armas nucleares puede el mundo aspirar a
la paz”.
Una afirmación ingenua, utópica, pero no exenta de una gran
verdad teniendo en cuenta que un puñado de potencias atómicas poseen un
arsenal de ojivas suficiente como para destruir el planeta diez mil
veces. El problema es que, curiosamente, la guerra nuclear, pese a que
sigue siendo una pesadilla inquietante, ha dejado de preocuparnos.
El
mundo de 2020 nada tiene que ver con el del 1945. Hoy asistimos a otra Guerra Fría más comercial, más soterrada, la que promueve Donald Trump contra el gigante chino, nuevo enemigo número 1 de los Estados Unidos de América,
y los virus se extienden por los cinco continentes dejando un rastro de
muertos y peste medieval.
Ese es el escenario distópico al que hemos
llegado por fin: una sociedad ultratecnologizada que agoniza a causa de
un ente microscópico que probablemente lleva latente miles de años.
El
fin del mundo puede empezar en cualquier momento, pero no necesariamente
porque al millonario inquilino de la Casa Blanca le dé por apretar el botón rojo del maletín nuclear.
El Apocalipsis
puede comenzar en cualquier momento y por múltiples causas, desde que a
un asiático le dé por darse un atracón de murciélago contaminado hasta
que la temperatura de la Tierra suba apenas un par de
grados.
Al igual que aquel fatídico 6 de agosto los pobres desgraciados
de Hiroshima vieron cómo el hongo letal se levantaba sobre sus cabezas,
abrasándolos en un gigantesco crematorio y sin comprender nada,
probablemente hoy no seamos conscientes de que estamos viviendo con
nuestros propios ojos el final de los tiempos.
Arrinconados por una pandemia que no sabemos cuándo acabará, nadie
está a salvo en ninguna parte.
El concepto seguridad ha perdido todo su
significado y el mundo controlable se ha reducido a las cuatro paredes
de nuestro pequeño hogar.
Nuevas epidemias y enfermedades, crisis
económicas ruinosas, hambre, revueltas sociales, fascismo emergente,
negacionismos, fanatismos, colapso energético, terrorismo a gran escala…
La lista de gigantescos cataclismos que nos espera es larga y sin duda
en el primer puesto se encuentra el inevitable cambio climático, que se
ha acelerado exponencialmente y amenaza con convertir el planeta, en
menos de un siglo, en una bola seca, muerta y ardiente sin un solo
rastro de vida en su superficie.
El calentamiento global es un hecho y
probablemente ha matado ya a más personas que las que perdieron la vida
en los dramáticos bombardeos del Japón.
Sufrimos un
genocidio silencioso (el provocado por un 1 por ciento de las élites que
controlan el 99 por ciento de la riqueza del planeta) y jamás sabremos a
ciencia cierta cuánta gente va a morir a causa del coronavirus.
Estos días se cumplen setenta y cinco años del lanzamiento de las bombas atómicas sobre
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