Una formidable industria médica como la estadounidense,
dominada al extremo por la ganancia capitalista, se ha mostrado incapaz
de enfrentar al coronavirus. Por más que Trump haya supeditado
criminalmente la gestión de la crisis al éxito empresarial, a sus
payasadas y a su afán reeleccionista, un sistema basado en el lucro y
atravesado por una profunda crisis multidimensional, no podía conseguir
mucho más.
El hecho es que Estados Unidos se ha visto superado en su desempeño
frente al ataque del patógeno por el de países pobres y subdesarrollados
como Argentina, Venezuela y México. No se diga Cuba, cuyo
complejo científico y biomédico, con el apoyo de Raúl y Díaz-Canel, está
consiguiendo valiosos hallazgos terapéuticos en el combate al covid-19,
y, al final de la jornada, quedarán seguramente confirmados por sus
positivos resultados.
El férreo bloqueo de Estados Unidos no se
lo ha podido impedir, como tampoco el rápido despliegue de 20 brigadas
médicas para batir al virus desde el Caribe, pasando por África, hasta
el mismo corazón de Europa occidental.
A diferencia de sus homólogos neoliberales, los presidentes Alberto
Fernández y López Obrador han puesto en primer lugar el respeto a sus
comunidades científicas y a la vida en la estrategia ante la enfermedad e
impreso un sello social a la protección de los más necesitados.
De la
misma manera, Venezuela donde el más despiadado cerco económico, la
amenaza de acciones militares yanquis y los bajos precios del petróleo
no han conseguido doblar al gobierno del presidente Maduro, que adoptó
temprano una estrategia integral para proteger del patógeno a la
población.
La pandemia, magna tragedia planetaria, ha tenido en cambio la virtud de mostrar al total desnudo la incompatibilidad del neoliberalismo con la preservación de la vida y el carácter intrínsecamente genocida de este modelo.
Cuando Estados Unidos, no obstante su colosal avance científico y en
medicina, encabeza tanto el conteo mundial de contagiados con casi 900 000 como el de fallecidos, con 45 150,
queda claro que la ciencia, lejos de favorecer al ser humano, puede
llegar a convertirse en su enemigo si no va acompañada del alto sentido
humanista que le ha de ser intrínseco y no pasa de ser un instrumento al
servicio exclusivo de las elites explotadoras del trabajo y
depredadoras de la naturaleza.
¿Cómo es posible que médicos y enfermeros no hayan dispuesto
ni siquiera de los equipos de protección personal indispensables para
preservar su vida y la de los pacientes en la potencia del norte, que
gasta anualmente 618 mil setecientos millones de dólares en publicidad y
8 mil billones de dólares en armamentos y guerras?
¿Que esos
equipos hayan conformado, estimulado por una Casa Blanca de mercaderes,
un lucrativo mercado negro especulativo, lejos del alcance de las
instituciones de salud? He leído el conmovedor relato del director de
un hospital que para disponer de estos materiales tuvo que viajar lejos
por ellos, haciendo pasar los camiones por trasportadores de alimentos
para poder escapar al hostigamiento de las agencias federales.
De no haber sido por cuantiosos suministros chinos, México,
Venezuela, Argentina y Cuba no habrían dispuesto a tiempo de estos
útiles indispensables para salvar la vida de médicos y pacientes. La
Habana, por cierto, perdió un alijo de ventiladores debido a la compra
de dos entidades proveedoras por una empresa estadounidense, que invocó
el bloqueo para no entregarle el contrato pactado.
Ante el avance del virus, China y Rusia han mantenido un saludable
espíritu de cooperación internacional en el marco de los principios de
la ONU y de la Organización Mundial de la Salud, muy distante de las
actitudes egoístas de Estados Unidos con respecto al mundo y de Alemania
y Holanda en relación a los miembros mediterráneos de la Unión
Europea(UE).
Sería un milagro que la UE sobreviviera al doble embate de
la pandemia y la magna depresión económica que se avecina con decenas de
millones de desempleados.
De la misma manera que asombra el liderazgo internacional que ha
perdido Washington, una tendencia observada desde principios de siglo,
pero extraordinariamente acelerada por Trump y su pandilla de blancos
multimillonarios, sionistas tipo Jared Kushner y cristianos sionistas
del talante del secretario de Estado Pompeo.
Ninguna epidemia es motor de cambio social, aunque dada la enorme
magnitud de esta y la gigantesca crisis económica que la acompaña, sí
puede servir de oportunidad para que las fuerzas populares y
progresistas consigan avanzar resueltamente lo que no habían imaginado
ni en sus sueños más optimistas.
Pero en Washington es la ultraderecha trumpista la que hace aprobar ya
en las cámaras planes que si acaso entregan migajas a los más
necesitados y le sirven con cuchara gorda a los adinerados amiguetes. Ya
Trump ha dicho que salvará a la maligna industria del petróleo de
esquisto.
Angel Guerra Cabrera
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