Lo peor que le puede ocurrir a un paranoico es que ponga el pie en el sardinel del edificio donde vive y se percate de que, en la acera de enfrente, hay un tipo, apostado en la farola, esperándolo. Sí, un tipo que lo vigila, que le sigue… pero de verdad. ¡Pobre hombre! Eso sí que es el fin: no hay escapatoria, porque, después de todo, ¿quién lo iba a creer?, ¿quién se lo iba a tomar en serio?, ¿a quién podría recurrir? Como no pasara por allí cerca Sam Spade, con un par de carajillos entre pecho y espalda, el halcón cola-malteado en el antebrazo izquierdo y un cigarrillo en los labios…
Pero no hace falta recurrir a
cartografías mentales tan procelosas. John Kennedy Toole se suicidó en
1969 (a los 32 años) porque pensaba que era un mal escritor (acumulaba
rechazos editoriales); su madre —el caso es conocidísimo— no paró hasta
encontrar una persona que supo valorar adecuadamente el original de la
única y gran novela de su hijo: La conjura de los necios (en realidad, Toole tiene otra, pero menos valiosa: La Biblia de neón),
y, por fin, en 1980 (ella ya contaba con 79 años) consiguió que se
publicase, gracias a la intercesión del novelista Walker Percy.
Un año
después, la novela (una sátira de su tiempo) consiguió el premio
Pulitzer. En ella leemos una frase de entrada, toda una declaración
moral, tanto en referencia al autor de la novela como al personaje
principal de la misma (el estrafalario, entrañable, anacrónico y lúcido
Ignatius J. Reilly), leemos —digo— una cita de Johnathan Swift que reza:
“Cuando en el mundo aparece un verdadero genio, puede identificársele
por este signo: todos los necios se conjuran contra él”. E incluso
—añadimos nosotros—, para evitar debilidades paranoicas, podríamos
afirmar que, en última instancia, ni siquiera hace falta que se produzca
la conjura, puesto que todos los necios actúan del mismo modo.
De a-cuerdo, no eres paranoico ni
tampoco escritor; pero llegas tarde (¡y te gusta ser puntual!) a una
fiesta de cumpleaños, te disculpas ante los presentes, tomas una copa y
explicas el motivo del retraso: “Un cretino que había aparcado mal su
vehículo y me impedía el paso. A punto he estado de llamar a la grúa.
¡Ah!, y cuando aparece el tipo, todavía pretendía llevar razón”.
Concluyes con la consabida cantinela: “El mundo está lleno de cretinos”.
Y todos asienten: unos, con la mirada; otros, con la cabeza.
Te llenan
la copa, te animan a seguir hablando y, por segundos, te creces, te
vienes arriba y exclamas: “Es que te dan ganas de decir: ¡A ver, los
cretinos, que salgan!”. Risotadas, palmadas de aprobación, aplausos, un
corro improvisado a tu alrededor… Y tú ya, en plan imperial, sueltas:
“Pues si no salen, los nombraré yo”. Más risas, gestos de complicidad,
ovación y entrega absoluta.
El ambiente está caldeado, la expectación es
máxima…, y tú, que has tenido un día fino y guapo, ya no puedes echar
marcha atrás. Sacas del bolsillo de la americana el móvil, consultas la
agenda y empiezas a recitar, con nombre y apellidos, todos los cretinos
que conoces… Bueno, aquél no alcanzó nunca la categoría de cumpleaños
feliz, pero sí la de cumpleaños memorable: marcó un hito en las
relaciones personales de aquel entrañable grupo. Y es que todos los necios (o cretinos) llevan el reloj sincronizado.
Según el Diccionario Enciclopédico Espasa
(el rotor del tiempo lo ha convertido ya en un clásico), necio (como
adjetivo) significa: “Ignorante y que no sabe lo que podía o debía
saber”. Y como sustantivo: “Imprudente o falto de razón; terco y
porfiado en lo que hace o dice”. Lo peor de lo peor: refocilarse en la
propia ignorancia; esa tozudez en no querer saber, esa cerrazón de no
querer escuchar…
Y es que cuando no hay dejadez, hay cabezonería.
¡Cuánta cerrilidad! El necio sólo cree en lo que quiere creer (cuestión
de empeño, y algo más). Alerta: corrige al sabio y lo harás más sabio; corrige al necio y lo harás tu enemigo.
No hace mucho, un amigo periodista, a
punto de jubilarse ya, me comentó, con pleno conocimiento de causa: “Al
cretino hay que recordarle, de vez en cuando, lo que es; porque la gente
olvida con demasiada facilidad”. Refrescar la memoria —pensé yo—: ¡qué
ejercicio tan saludable! Y es que al cretino le encantan la memez, el
chismorreo y la paparrucha.
Verdad es aquello que te pone los pelos
de punta; mentira, en cambio, es aquello que te permite dormir. Tú
eliges: mientras la verdad pende de una soga, la mentira pide palmas.
Por Luis Sánchez. Domingo, 23 de junio de 2019
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