Un matrimonio de ancianos sin identificar, en la localidad salmantina de Boada.
LA IGLESIA de Boada (Salamanca) sobresale por encima del resto de edificios de la localidad. Estira su cuello “como las viejas” para observar la vida a través de las paredes, que diría la Poncia en La casa de Bernarda Alba.
Ahí, erguida sobre el campo charro, apenas la rodean ya un centenar de casas bajas. Antaño fueron centenares, cuando en Boada vivían más de 1.000 personas. Hace un siglo, todas ellas decidieron rebelarse contra el Gobierno por quitarles sus tierras.
Era octubre de 1905 y los boadenses ya no tenían ni para comer ni para calentarse. A duras penas conseguían cocinar una berza por familia.
Tras la pérdida de Cuba y Filipinas, el Estado tenía grandes deudas que decidió reducir expropiando tierras de cultivo, entre ellas las de los habitantes de Boada.
De la venta de esas tierras, el erario público se quedaría una parte del dinero y daría otra a los boadenses. Pero el dinero nunca llegó al pueblo.
El médico de Boada, Carlos de Sena, ayudado por Emilio Regidor y Juan Rodríguez —secretarios del Ayuntamiento y del juzgado—, envió una carta al presidente de Argentina, Manuel Quintana.
En la misiva, le comunicaba la intención del pueblo entero de emigrar a su país para cultivar el extenso terreno virgen de La Pampa. A cambio le pedían que les pagase el viaje.
“Hasta el cura se iba a ir”, dice
Ramona Moro, de 84 años, vecina de Boada.
Ramona vive en una casa junto a su hermana Alicia, de 87 años. Los racimos de uva cuelgan del techo de la vivienda como las gotas del rocío. Es el final de la vendimia y el pueblo, con el frío, está más vacío que nunca.
Apenas son 200 habitantes, y algo tan simple como que acuda el fontanero supone varios días de espera. “La gente del rural no importa. Era así en 1905 y es así ahora”, afirma Jenara Moro, de 52 años.
Lo dice en referencia al trato recibido por el Gobierno durante la
pequeña rebelión perpetrada hace ahora 113 años.
Aquel atrevimiento fue considerado un “acto antipatriótico” por el periodista Ramiro de Maeztu, que en ese momento era corresponsal en Londres para La Correspondencia de España.
A sus manos llegó a principios de noviembre un ejemplar de La Prensa, un periódico bonaerense que se hacía eco de la carta y enviaba un mensaje de parte del presidente argentino: “Venid, hay tierras para todos”. “Eso que habéis pensado es indigno de pechos varoniles”, escribía Maeztu en su crónica.
“El patriotismo consiste en comer y dar
de comer a mis hijos”, le respondía un jornalero.
El caso de Boada marcó la agenda mediática y política. Miguel de Unamuno, por entonces rector de la Universidad de Salamanca, se acercó el 16 de diciembre para mediar entre el Gobierno central y el pueblo.
El filósofo logró que en el Congreso se acordase la devolución de la mayor parte de las tierras, que no fue ni mucho menos inmediata. “Aquello calmó los ánimos, pero no evitó que algunas familias emigrasen”, explica Jesús Cruz, vecino de la localidad salmantina.
Cuatro de los tíos de Ramona y Alicia emigraron a Ameghino, al sur de
Argentina.
“El viaje les costó 50 duros. Salieron en barco desde Vigo y tardaron un mes y pico en llegar. Al principio lo pasaron mal, pero acabaron haciendo su vida. Se casaron, tuvieron hijos y montaron una fábrica de jabón y aguas lavandinas.
La llamaron Angelita, en honor a mi madre, que fue la única hermana que se quedó en Boada”, cuenta Ramona.
Jenara recuerda que a principios de 1906 el Gobierno envió un baúl a
Boada.
En su interior había un obsequio: boinas rojas para todo el pueblo. “Era un premio de consolación.
Pero la gente era tan pobre que usaron la tela para hacer remiendos en la ropa.
Cuando los campesinos de otros pueblos veían a uno que llevaba un trozo rojo en el pantalón o en la camisa, decían: ‘Mira, ese es de Boada”.
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