Concentración Parlem, en Barcelona, el 7 de octubre.
Salí
de Catalunya hace ahora poco más de tres años. Salí por razones
económicas, porque allí ya no tenía trabajo, y me trasladé a Madrid,
donde ahora resido.
Llevaba viviendo en Barcelona desde septiembre de 1986, cuando me trasladé desde Zaragoza para estudiar Ciencias de la Información en la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB). En mis últimos meses allí, vi cómo el llamado Procés iba tomando cuerpo y fuerza, y dado que yo tenía algunos espacios de opinión en televisión y radio, opiné.
Creía –y en cierta medida sigo creyéndolo– que cualquier pueblo o grupo humano tiene derecho a plantearse la posibilidad de organizarse e independizarse de un Estado mayor, sobre todo si considera que las instituciones del mismo están corrompidas o no responden en absoluto con la idea de la mayoría de sus ciudadanos. Luego vuelvo con el asunto de “la mayoría”, pero sigo.
Sin embargo, pese a mi apoyo explícito en aquel tiempo a la CUP, hice público mi desconcierto por su adhesión a la entonces llamada Convergència i Unió (CiU). No podía entender que un movimiento que yo consideraba de clase se aliara con un partido muy conservador, con graves acusaciones, luego demostradas, de corrupción, pero sobre todo un partido cuyos recortes en lo público me parecían lo contrario al modelo de sociedad que, en teoría, proponía la CUP y, de alguna manera, ERC. La forma en cómo (CiU) apoyó la Reforma laboral del Gobierno de Rajoy, sumada a sus serios recortes en materia de Sanidad y Educación venían a darme la razón.
Considero condenada al fracaso toda sociedad que arranca a partir del pacto con una fuerza política o estado anterior cuyas actuaciones considera, a priori, indeseables. Y mi postura obtuvo no pocas críticas, lo recordarán Antonio Baños, Empar Moliner, Bernat Dedéu o el propio Ernest Maragall. Y aguanté no pocos insultos y alguna amenaza por parte de personajes entonces relevantes en Convergència de cuyo nombre no quiero acordarme. Dicho sea de paso, aguanto algunas muy parecidas también en Madrid.
En fin, que en enero de 2015 me trasladé a Madrid, desde donde he ido siguiendo el Procés catalán con mayor o menor interés según la época. Pero, ah, las instituciones españolas –Gobierno de España, partidos políticos, poder judicial, miembros Congreso y el Senado, medios de comunicación…– han seguido el Procés como yo. Exactamente igual que yo, pasito a pasito. Porque si algo ha tenido todo este asunto es que se ha ido anunciando a sí mismo de forma pormenorizada. De hecho, se hizo público un “full de ruta”, y la insistencia machacona de los medios en este particular y sus pormenores hace que no me quepa la menor duda de que lo conocían todas y cada una de las instituciones anteriormente citadas y cada uno de sus miembros.
¿Entonces? Entonces vino la acción del Gobierno del Partido Popular, que algunos llaman inacción y que no lo es en absoluto. Cuando una parte de la población te pide diálogo para plantear la posibilidad de celebrar un referéndum, cuando después te hace llegar las características de las actuaciones que llevará a cabo, etc. el no hacer nada significa en sí mismo una acción, y es una acción de una notable gravedad. ¿Por qué? Porque está diseñada para que se pudra toda una sociedad, para estirar su muelle hasta darlo de sí y dejarlo inservible, y para poder después trazar una estrategia de represión que suponga, como ha supuesto, la excusa para inventar un nuevo modelo de castigo y escarmiento que sienta precedente.
Aquí hemos llegado, al castigo y la represión, y aquí seguimos. El encarcelamiento de los primeros políticos y líderes sociales –Junqueras, Forn, Sànchez y Cuixart permanecen desde entonces encerrados– resultó un golpe para la sociedad catalana y obtuvo en la española un ligerísimo movimiento de protesta. Significativo es que ya nadie se acuerde de aquel Hablemos/Parlem que parecía tan sensato.
Como persona partidaria de la desobediencia civil, también sé que cada acción contra el orden establecido, llegada a un punto, tiene sus consecuencias, y a ellas me atengo. No me cabe duda de que los líderes independentistas sabían a qué se atenían cuando desafiaban al Estado español. Porque en contra del discurso que ahora pone a circular en PP, no es cierto que su movimiento fuera contra el Gobierno de España, sino contra el Estado en su conjunto, su estructura y su historia.
La ciudadanía tiene pocas armas para oponerse a las medidas institucionales que considera injustas: Además de la desobediencia antes citada, están la huelga, la manifestación y el boicot. Y mira si son “legales” que hasta el PP y la Iglesia católica las han practicado cuando lo han creído necesario.
Partimos de la base de que el castigo que puedan suponer, según opinión de la institución de turno, debe ser “proporcional”, y no me refiero en términos jurídicos sino de pacto social. Cuando no lo es, cuando los mecanismos punitivos del Estado se aplican no solo desproporcionadamente sino con clara voluntad de ruptura y castigo ejemplar, pasa lo siguiente: Que en este momento tenemos en España a 9 políticos encerrados en la cárcel, no por estar condenados, que no lo están, sino por la fantasía de considerarlos “violentos”.
Se ha sacado del baúl de las basuras el delito de “rebelión”, pero como dicho delito solo puede aplicarse en caso de que se lleve a cabo un “alzamiento” violento y público contra las estructuras del Estado, se ha inventado dicha violencia. Y como dicha violencia no existe y vivimos tiempos en los que todo permanece registrado, se ha inventado un símil: Que la actuación de los ahora encarcelados es equivalente a “un supuesto de toma de rehenes mediante disparos al aire” (Llarena dixit), o sea, al golpe de Estado de Tejero, lo cual de paso justificaría una intervención –una más– de la Corona.
Salí de Catalunya hace poco más de tres años, después de tres décadas de vida rica, riquísima. Mi relación con lo que ahora se llama “bloque independentista” no era buena. Tampoco exactamente mala. Actualmente, lo que opino sobre aquel entonces incipiente Procés no ha variado sustancialmente. Me interesan más los movimientos de clase que los identitarios, y además tengo buena memoria. Sumo a esto que no creo que lo que ha dado en llamarse “el bloque independentista” tuviera ni tenga una mayoría suficiente de apoyos entre la población –mayoría que ellos mismos situaban por encima del 50%–. Sí, no obstante, para exigir al Estado la celebración de una consulta al respecto, consulta que se les negó de manera nada inocente.
No creo que nadie pueda acusarme de no haber denunciado las políticas de los distintos gobiernos de CiU y su uso de las instituciones catalanas con fines partidistas y no siempre claros. Mis disgustos me ha costado. Tampoco de haber callado ante los excesos derivados de lo anterior.
Sin embargo, y dados los últimos atropellos por parte de las instituciones españolas, no puedo comprender en absoluto por qué ningún grupo social, colectivo, partido político o ente cultural ha salido a la calle a protestar en España. Considero que esta es una reflexión que queda pendiente, sobre todo en los sectores que sí han protestado contra otros atropellos a los derechos básicos, que no son muchos, pero son.
Cristina Fallarás
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