Marcelo Colussi*.─ Latinoamérica y la zona del Caribe constituyen
la reserva “natural” de la geopolítica expansionista de la clase
dominante de Estados Unidos. Desde la tristemente célebre Doctrina
Monroe, formulada en 1823 (“América para los americanos”…, del Norte),
la voracidad del capitalismo estadounidense ha hecho de esta región del
planeta su obligado patio trasero.
En todos los países de esta gran zona geográfica, desde el momento mismo del nacimiento de las aristocracias criollas, el proyecto de nación fue siempre muy débil. Estas oligarquías y “sus” países no nacieron -distintamente a las potencias europeas, o al propio Estados Unidos en tierra americana- al calor de un genuino proyecto de nación sostenible, con vida propia, con vocación expansionista; por el contrario, volcadas desde su génesis a la producción agroexportadora primaria para mercados externos (materias primas con muy poco o ningún valor agregado), su historia está marcada por la dependencia, incluso por el malinchismo. Oligarquías con complejo de inferioridad, buscando siempre por fuera de sus países los puntos de referencia, racistas y discriminadoras con respecto a los pueblos originarios -de los que, claro está, nunca dejaron de valerse para su acumulación como clase explotadora-, toda su historia como segmento social, y por tanto la de los países donde ejercieron su poder, va de la mano de potencias externas (España o Portugal primero, luego Gran Bretaña, y desde la doctrina Monroe en adelante, de Estados Unidos).
No queda ninguna duda que, en muy buena medida, el atraso comparativo y el clima de represión que han vivido los países de América Latina y del Caribe a lo largo del siglo XX y en lo que va del presente, tiene como causa la política imperial de Washington. Ello podría llevar a pensar, quizá con algo de ingenuidad, en la “perfidia” de ese país. Sería, en tal caso, el imperio más sanguinario de la historia, con mayores ansias de dominación, perverso por antonomasia.
Pero esa visión es corta, parcial, incorrecta en términos de análisis político-social. La situación concreta de Latinoamérica y su sujeción a los dictados de la Casa Blanca deben entenderse en la lógica del sistema imperante: el capitalismo, y en la dinámica propia que el mismo conlleva.
El capitalismo, desde sus albores, mostró una tendencia irrefrenable: su expansión como sistema y la concentración del capital. La necesidad de mercados, nuevos y cada vez más variados y extendidos, le es intrínseca. “La tarea específica de la sociedad burguesa es el establecimiento del mercado mundial (…) y de la producción basada en ese mercado. Como el mundo es redondo, esto parece tener ya pleno sentido”, anunciaba Marx en 1858. Con el grito de “¡tierra!” proferido por Rodrigo de Triana desde el palo mayor de la Santa María la madrugada del 12 de octubre de 1492, se inicia la expansión del capitalismo y la verdadera globalización. Ahí la Tierra efectivamente se hace redonda, y los capitales comienzan a esparcirse planetariamente en búsqueda de 1) mercados (para realizar la plusvalía), y 2) de materias primas para la producción de nuevas mercancías, inventando interminablemente nuevas necesidades.
Todos los continentes se interconectan comercialmente desde aquel momento, y tres siglos después ya están totalmente definidas las tendencias: Estados Unidos aparece como la potencia emergente, con una dinámica de crecimiento que supera al capitalismo europeo. Sus ansias expansionistas se hacen insaciables ya a mediados del siglo XIX (aparece la Doctrina Monroe), y los países latinoamericanos terminan siendo su retaguardia.
Entrado el siglo XXI, la situación se mantiene igual. Según expresara con total naturalidad Colin Powell en el 2002, entonces Secretario de Estado de la Administración Bush cuando la potencia del norte intentaba poner en marcha un proyecto de libre comercio panamericano, el ALCA -Área de Libre Comercio de las Américas-: “Nuestro objetivo con el ALCA es garantizar para las empresas estadounidenses el control de un territorio que va del Ártico hasta la Antártida y el libre acceso, sin ningún obstáculo o dificultad, a nuestros productos, servicios, tecnología y capital en todo el hemisferio”. Dicho en otros términos: un continente cautivo para la geoestrategia de dominación de Washington basada en el saqueo institucionalizado de materias primas, recursos naturales, mano de obra barata y precarizada e imposición de sus propias mercaderías en una zona de reinado del dólar. Por supuesto que la dependencia se asegura también con la injerencia en las políticas internas de cada país, y en último término, en las armas (léase: sus bases militares que hoy atenazan todo el subcontinente, desde Centroamérica a la Patagonia, en un número desconocido pero no inferior a 70).
Lo que establecen los llamados “tratados de libre comercio” impuestos por la Casa Blanca, firmados en forma bilateral por Washington y distintos países de la región, no deja lugar a dudas de quién manda y quién fija las reglas de juego: 1) Servicios: todos los servicios públicos deben abrirse a la inversión privada, 2) Inversiones: los gobiernos se comprometen a otorgar garantías absolutas para la inversión extranjera, 3) Compras del sector público: las compras del Estado se abren a las empresas transnacionales, 4) Acceso a mercados: los gobiernos se comprometen a reducir, llegando a eliminar, los aranceles de protección a la producción nacional, 5) Agricultura: libre importación y eliminación de subsidios a la producción agrícola, 6) Derechos de propiedad intelectual: privatización y monopolio del conocimiento y las tecnologías, 7) Subsidios: compromiso de los gobiernos a la eliminación progresiva de barreras proteccionistas en cualquier ámbito, 8) Política de competencia: desmantelamiento de los monopolios nacionales, 9) Solución de controversias: derecho de las transnacionales de enjuiciar a los países en tribunales internacionales privados.
¿Por qué sucede esto? No por una maldad inmanente de los halcones que gobiernan desde Washington; es el sistema socio-económico imperante el que lleva a este estado de cosas. El capitalismo actual, absolutamente globalizado y dominador completo de la escena política internacional en estos momentos, tiene en Estados Unidos su principal exponente. Los megacapitales que manejan el mundo siguen siendo, en fundamental medida, estadounidenses, hablan en inglés y se rigen por el dólar. Ese capitalismo desenfrenado necesita en forma creciente materias primas y energía. La mundialización del “american way of live” lleva a un consumo interminable de recursos. Poder asegurarse esos recursos y las fuentes energéticas, otorga la posibilidad de manejar la Humanidad. Henry Kissinger lo dijo sin ambages en 1973: “Controla los alimentos y controlarás a la gente, controla el petróleo y controlarás las naciones, controla el dinero y controlarás el mundo”. Esa es la consigna con la que la clase dominante de Estados Unidos maneja las cosas. Si algo falla en ese cometido: ahí están sus poderosas fuerzas armadas siempre listas para intervenir.
Latinoamérica entra en esa lógica de dominación global, ante todo, como proveedora de materias y primas y fuentes energéticas. El 25% de todos esos recursos que consume Estados Unidos provienen del subcontinente latinoamericano. Es imprescindible saber que de las distintas reservas planetarias, el 35% de la potencia hidroenergética, el 27% del carbón, el 24% del petróleo, el 8 % del gas y el 5% del uranio se encuentran en esta región. A lo que debe agregarse el 40% de la biodiversidad mundial y el 25% de cubierta boscosa de todo el orbe, así como importantes yacimientos de minerales estratégicos (bauxita, coltán, niobio, torio), además del hierro, fundamentales para las tecnologías de punta (incluida la militar), impulsadas en gran medida por el capitalismo estadounidense. Esa búsqueda insaciable de minerales metálicos y no metálicos, imprescindibles para los nuevos procesos productivos, ha traído como consecuencia una masiva entrada de explotaciones extractivas en toda la región, con capitales de Estados Unidos básicamente, a veces enmascarados en empresas canadienses, presuntamente más respetuosas en los cuidados medioambientales, pero siempre en la lógica de acumulación por desposesión (aniquilando biosfera, pueblos originarios y culturas ancestrales).
Debe agregarse que en esta nueva fiebre conquistadora -como en pasadas épocas coloniales- vuelve a cobrar gran importancia el oro, no tanto por su utilidad práctica en la industria, sino como posible reemplazo del dólar, dada la tendencia a la baja en el concierto internacional que presenta la moneda estadounidense. Para desgracia de sus habitantes, Latinoamérica es un enorme reservorio de este metal precioso. La actual avalancha extractivista ha disparado sus precios al alza, y su explotación intensiva no repara en daños a la ecología. Por supuesto, el único beneficiado en todo esto es el gran capital estadounidense.
La deuda externa de toda la región hipoteca eternamente el desarrollo de los países, y sólo algunos grandes grupos locales -en general unidos a capitales transnacionales- crecen; por el contrario, las grandes mayorías populares, urbanas y rurales, decrecen continuamente en su nivel de vida. Lo que no cesa es la transferencia de recursos hacia Estados Unidos, ya sea como pago por servicio de deuda externa o como remisión de utilidades a las casas matrices de las empresas que operan en la región.
Definitivamente, entonces, la gran potencia del norte necesita de Latinoamérica. La noción de “patio trasero” es patéticamente verídica: de aquí extrae cuantiosos recursos en la actualidad, es su reserva estratégica (Venezuela, por ejemplo, almacena en su subsuelo 300.000 millones de barriles de petróleo, suficientes para 341 años de producción al ritmo actual, o el Acuífero Guaraní, en la triple frontera argentino-brasileño-paraguaya incluyendo también a Uruguay, es una reserva de agua dulce fabulosa -en la actualidad, solo en Brasil alrededor de 500 ciudades se surten de él-), le posibilita mano de obra barata para su producción transferida desde su territorio (maquilas, ensambladoras, call centers) y, pese a la actual política anti-migratoria de la Administración Trump, sigue proporcionándole recurso humano casi regalado para la industria, el agro y servicios a través de los interminables ejércitos de indocumentados que siguen llegando a su geografía. Sin contar con el mercado cautivo que tiene para los productos que continúa elaborando en su propio país, y que obliga a consumir en Latinoamérica (piénsese en Hollywood, por ejemplo: el 85% de las películas que se ven en nuestros países provienen de Estados Unidos; o la dependencia científico-técnica en que se encuentra la región, virtual esclava institucionalizada de las “marcas registradas” de infinidad de mercaderías que llegan del norte).
Todos estos intereses -vitales sin dudas para el mantenimiento de sus privilegios- la clase dirigente estadounidense se cuida muy bien de no perderlos. Para ello está su política exterior latinoamericana, consistente básicamente en el papel que juegan sus gobiernos, no importando si son demócratas o republicanos: la historia ya se muestra escrita desde siempre. Desde la época de Simón Bolívar, quien en 1829 dijera que “Los Estados Unidos parecen destinados por la providencia para plagar la América de miseria en nombre de la libertad”, a nuestros días, la tendencia se mantienen similar. Para graficarlo, se podría apelar a una humorada muy pertinente: “En Estados Unidos no hay golpes de Estado porque no hay embajada americana”. Tal como lo expresa el Documento Santa Fe IV, titulado “Latinoamérica hoy”, del año 2000: “El poder del país [Estados Unidos] se basó ante todo en este hemisferio [Latinoamérica], a veces llamado Fortaleza América”. En otros términos: la región es vital para el proyecto hegemónico de Washington.
Dicho de otro modo: los intereses de los grandes capitales estadounidenses necesitan de los países latinoamericanos y caribeños. Para ello controlan la región al milímetro. La controlan con diversos medios: con la manipulación injerencista en la política local, con la dependencia tecnológica, con la impagable deuda externa, con la sujeción comercial. Y cuando todo ello no alcanza, con las armas.
Tanto el Documento Santa Fe IV -clave ideológica de los actuales halcones ligados al complejo militar-industrial, que son quienes realmente fijan la política exterior- como el “Documento Estratégico para el año 2020 del Ejército de los Estados Unidos” o el informe “Tendencias Globales 2015” del Consejo Nacional de Inteligencia, organismo técnico de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), presentan las hipótesis de conflicto social desde una óptica de conflicto militar. La reducción de la pobreza y el combate contra la marginación recogidas en la ambiciosa (y quizá incumplible en los marcos del capitalismo) agenda de los “Objetivos de Desarrollo Sostenible 2015-2030”, de Naciones Unidas, es algo que no entra en los planes geoestratégicos del imperio. Al que proteste o intente ir contra sus intereses hegemónicos: ¡mano dura! No hay otra respuesta.
Para eso están las alrededor de 70 bases militares con alta tecnología resguardando toda Latinoamérica y el Caribe. En realidad, dada la secretividad con que se mueve esta información, no hay seguridad del número exacto de instalaciones militares estadounidenses en la región, pero es sabido que están y no dejan de crecer, lo que se complementa con la Cuarta Flota Naval, destinada a accionar en toda América Central y del Sur. Lo cierto es que su alto poder de fuego, su rapidísima posibilidad de movilidad y sus acciones de inteligencia a través de las más sofisticadas tecnologías de monitoreo y espionaje, permiten a Washington un control total de la zona.
¿Por qué tanto control? Las excusas del combate al narcotráfico o al terrorismo internacional quedan cortas. La instalación más grande y poderosa se está construyendo en Honduras, muy cerca de las reservas petrolíferas de Venezuela. ¿Coincidencia? En el Chaco paraguayo se localiza la base Mariscal Estigarribia, pudiendo albergar 20.000 soldados, cerca del Acuífero Guaraní y de las reservas de gas de Bolivia. ¿También coincidencia? Cuando luego de décadas de inactividad se reactivó la Cuarta Flota Naval, el entonces presidente brasileño Lula da Silva se preguntó: “Ahora que hemos descubierto petróleo a 300 kilómetros de nuestras costas, nos gustaría que Estados Unidos por favor nos explique lo que está en la lógica de esta flota en una región tan pacífica como esta”.
Está claro que Latinoamérica es un territorio ocupado por la geopolítica hemisférica de la Casa Blanca. Y no hay, precisamente, fortuitas “coincidencias” entre su intervencionismo (político o militar) y los intereses que defiende. Hay, para decirlo con exactitud, una calculada agenda de dominación. “Con esos objetivos”, tal como asevera el epígrafe: el de mantener la supremacía mundial como potencia para asegurar un capitalismo consumista y depredador, “mataremos una cantidad considerable de gente”. El despliegue de fuerzas militares en nuestros países no lo permite dudar.
Pero no está todo perdido. Si bien Estados Unidos parece una potencia invencible, no lo es. La historia nos lo demuestra. Aunque su control sobre nuestros territorios se muestra omnímodo, siempre quedan resquicios. La historia de la Humanidad, en definitiva, es una larga, interminable lucha entre opresores y oprimidos. Y la historia ¡no está terminada!, como triunfalmente cantara el sistema hace unos años atrás, tras la caída del Muro de Berlín. Si tanto se arma el imperio para controlar, es porque sabe que en algún momento la olla de presión puede explotar. Por eso, para no quedarnos con el amargo sabor que no hay salida ante tanta dominación, recordemos a Neruda: “Podrán cortar todas las flores, pero no detendrán la primavera”.
* Nacido en Argentina. Estudió piscología y filosofía. Vivió en varios países latinoamericanos. También es investigador social y escritor. Desde hace varios años radica en Guatemala.
Fuente: HispanTv
En todos los países de esta gran zona geográfica, desde el momento mismo del nacimiento de las aristocracias criollas, el proyecto de nación fue siempre muy débil. Estas oligarquías y “sus” países no nacieron -distintamente a las potencias europeas, o al propio Estados Unidos en tierra americana- al calor de un genuino proyecto de nación sostenible, con vida propia, con vocación expansionista; por el contrario, volcadas desde su génesis a la producción agroexportadora primaria para mercados externos (materias primas con muy poco o ningún valor agregado), su historia está marcada por la dependencia, incluso por el malinchismo. Oligarquías con complejo de inferioridad, buscando siempre por fuera de sus países los puntos de referencia, racistas y discriminadoras con respecto a los pueblos originarios -de los que, claro está, nunca dejaron de valerse para su acumulación como clase explotadora-, toda su historia como segmento social, y por tanto la de los países donde ejercieron su poder, va de la mano de potencias externas (España o Portugal primero, luego Gran Bretaña, y desde la doctrina Monroe en adelante, de Estados Unidos).
No queda ninguna duda que, en muy buena medida, el atraso comparativo y el clima de represión que han vivido los países de América Latina y del Caribe a lo largo del siglo XX y en lo que va del presente, tiene como causa la política imperial de Washington. Ello podría llevar a pensar, quizá con algo de ingenuidad, en la “perfidia” de ese país. Sería, en tal caso, el imperio más sanguinario de la historia, con mayores ansias de dominación, perverso por antonomasia.
Pero esa visión es corta, parcial, incorrecta en términos de análisis político-social. La situación concreta de Latinoamérica y su sujeción a los dictados de la Casa Blanca deben entenderse en la lógica del sistema imperante: el capitalismo, y en la dinámica propia que el mismo conlleva.
El capitalismo, desde sus albores, mostró una tendencia irrefrenable: su expansión como sistema y la concentración del capital. La necesidad de mercados, nuevos y cada vez más variados y extendidos, le es intrínseca. “La tarea específica de la sociedad burguesa es el establecimiento del mercado mundial (…) y de la producción basada en ese mercado. Como el mundo es redondo, esto parece tener ya pleno sentido”, anunciaba Marx en 1858. Con el grito de “¡tierra!” proferido por Rodrigo de Triana desde el palo mayor de la Santa María la madrugada del 12 de octubre de 1492, se inicia la expansión del capitalismo y la verdadera globalización. Ahí la Tierra efectivamente se hace redonda, y los capitales comienzan a esparcirse planetariamente en búsqueda de 1) mercados (para realizar la plusvalía), y 2) de materias primas para la producción de nuevas mercancías, inventando interminablemente nuevas necesidades.
Todos los continentes se interconectan comercialmente desde aquel momento, y tres siglos después ya están totalmente definidas las tendencias: Estados Unidos aparece como la potencia emergente, con una dinámica de crecimiento que supera al capitalismo europeo. Sus ansias expansionistas se hacen insaciables ya a mediados del siglo XIX (aparece la Doctrina Monroe), y los países latinoamericanos terminan siendo su retaguardia.
Entrado el siglo XXI, la situación se mantiene igual. Según expresara con total naturalidad Colin Powell en el 2002, entonces Secretario de Estado de la Administración Bush cuando la potencia del norte intentaba poner en marcha un proyecto de libre comercio panamericano, el ALCA -Área de Libre Comercio de las Américas-: “Nuestro objetivo con el ALCA es garantizar para las empresas estadounidenses el control de un territorio que va del Ártico hasta la Antártida y el libre acceso, sin ningún obstáculo o dificultad, a nuestros productos, servicios, tecnología y capital en todo el hemisferio”. Dicho en otros términos: un continente cautivo para la geoestrategia de dominación de Washington basada en el saqueo institucionalizado de materias primas, recursos naturales, mano de obra barata y precarizada e imposición de sus propias mercaderías en una zona de reinado del dólar. Por supuesto que la dependencia se asegura también con la injerencia en las políticas internas de cada país, y en último término, en las armas (léase: sus bases militares que hoy atenazan todo el subcontinente, desde Centroamérica a la Patagonia, en un número desconocido pero no inferior a 70).
Lo que establecen los llamados “tratados de libre comercio” impuestos por la Casa Blanca, firmados en forma bilateral por Washington y distintos países de la región, no deja lugar a dudas de quién manda y quién fija las reglas de juego: 1) Servicios: todos los servicios públicos deben abrirse a la inversión privada, 2) Inversiones: los gobiernos se comprometen a otorgar garantías absolutas para la inversión extranjera, 3) Compras del sector público: las compras del Estado se abren a las empresas transnacionales, 4) Acceso a mercados: los gobiernos se comprometen a reducir, llegando a eliminar, los aranceles de protección a la producción nacional, 5) Agricultura: libre importación y eliminación de subsidios a la producción agrícola, 6) Derechos de propiedad intelectual: privatización y monopolio del conocimiento y las tecnologías, 7) Subsidios: compromiso de los gobiernos a la eliminación progresiva de barreras proteccionistas en cualquier ámbito, 8) Política de competencia: desmantelamiento de los monopolios nacionales, 9) Solución de controversias: derecho de las transnacionales de enjuiciar a los países en tribunales internacionales privados.
¿Por qué sucede esto? No por una maldad inmanente de los halcones que gobiernan desde Washington; es el sistema socio-económico imperante el que lleva a este estado de cosas. El capitalismo actual, absolutamente globalizado y dominador completo de la escena política internacional en estos momentos, tiene en Estados Unidos su principal exponente. Los megacapitales que manejan el mundo siguen siendo, en fundamental medida, estadounidenses, hablan en inglés y se rigen por el dólar. Ese capitalismo desenfrenado necesita en forma creciente materias primas y energía. La mundialización del “american way of live” lleva a un consumo interminable de recursos. Poder asegurarse esos recursos y las fuentes energéticas, otorga la posibilidad de manejar la Humanidad. Henry Kissinger lo dijo sin ambages en 1973: “Controla los alimentos y controlarás a la gente, controla el petróleo y controlarás las naciones, controla el dinero y controlarás el mundo”. Esa es la consigna con la que la clase dominante de Estados Unidos maneja las cosas. Si algo falla en ese cometido: ahí están sus poderosas fuerzas armadas siempre listas para intervenir.
Latinoamérica entra en esa lógica de dominación global, ante todo, como proveedora de materias y primas y fuentes energéticas. El 25% de todos esos recursos que consume Estados Unidos provienen del subcontinente latinoamericano. Es imprescindible saber que de las distintas reservas planetarias, el 35% de la potencia hidroenergética, el 27% del carbón, el 24% del petróleo, el 8 % del gas y el 5% del uranio se encuentran en esta región. A lo que debe agregarse el 40% de la biodiversidad mundial y el 25% de cubierta boscosa de todo el orbe, así como importantes yacimientos de minerales estratégicos (bauxita, coltán, niobio, torio), además del hierro, fundamentales para las tecnologías de punta (incluida la militar), impulsadas en gran medida por el capitalismo estadounidense. Esa búsqueda insaciable de minerales metálicos y no metálicos, imprescindibles para los nuevos procesos productivos, ha traído como consecuencia una masiva entrada de explotaciones extractivas en toda la región, con capitales de Estados Unidos básicamente, a veces enmascarados en empresas canadienses, presuntamente más respetuosas en los cuidados medioambientales, pero siempre en la lógica de acumulación por desposesión (aniquilando biosfera, pueblos originarios y culturas ancestrales).
Debe agregarse que en esta nueva fiebre conquistadora -como en pasadas épocas coloniales- vuelve a cobrar gran importancia el oro, no tanto por su utilidad práctica en la industria, sino como posible reemplazo del dólar, dada la tendencia a la baja en el concierto internacional que presenta la moneda estadounidense. Para desgracia de sus habitantes, Latinoamérica es un enorme reservorio de este metal precioso. La actual avalancha extractivista ha disparado sus precios al alza, y su explotación intensiva no repara en daños a la ecología. Por supuesto, el único beneficiado en todo esto es el gran capital estadounidense.
La deuda externa de toda la región hipoteca eternamente el desarrollo de los países, y sólo algunos grandes grupos locales -en general unidos a capitales transnacionales- crecen; por el contrario, las grandes mayorías populares, urbanas y rurales, decrecen continuamente en su nivel de vida. Lo que no cesa es la transferencia de recursos hacia Estados Unidos, ya sea como pago por servicio de deuda externa o como remisión de utilidades a las casas matrices de las empresas que operan en la región.
Definitivamente, entonces, la gran potencia del norte necesita de Latinoamérica. La noción de “patio trasero” es patéticamente verídica: de aquí extrae cuantiosos recursos en la actualidad, es su reserva estratégica (Venezuela, por ejemplo, almacena en su subsuelo 300.000 millones de barriles de petróleo, suficientes para 341 años de producción al ritmo actual, o el Acuífero Guaraní, en la triple frontera argentino-brasileño-paraguaya incluyendo también a Uruguay, es una reserva de agua dulce fabulosa -en la actualidad, solo en Brasil alrededor de 500 ciudades se surten de él-), le posibilita mano de obra barata para su producción transferida desde su territorio (maquilas, ensambladoras, call centers) y, pese a la actual política anti-migratoria de la Administración Trump, sigue proporcionándole recurso humano casi regalado para la industria, el agro y servicios a través de los interminables ejércitos de indocumentados que siguen llegando a su geografía. Sin contar con el mercado cautivo que tiene para los productos que continúa elaborando en su propio país, y que obliga a consumir en Latinoamérica (piénsese en Hollywood, por ejemplo: el 85% de las películas que se ven en nuestros países provienen de Estados Unidos; o la dependencia científico-técnica en que se encuentra la región, virtual esclava institucionalizada de las “marcas registradas” de infinidad de mercaderías que llegan del norte).
Todos estos intereses -vitales sin dudas para el mantenimiento de sus privilegios- la clase dirigente estadounidense se cuida muy bien de no perderlos. Para ello está su política exterior latinoamericana, consistente básicamente en el papel que juegan sus gobiernos, no importando si son demócratas o republicanos: la historia ya se muestra escrita desde siempre. Desde la época de Simón Bolívar, quien en 1829 dijera que “Los Estados Unidos parecen destinados por la providencia para plagar la América de miseria en nombre de la libertad”, a nuestros días, la tendencia se mantienen similar. Para graficarlo, se podría apelar a una humorada muy pertinente: “En Estados Unidos no hay golpes de Estado porque no hay embajada americana”. Tal como lo expresa el Documento Santa Fe IV, titulado “Latinoamérica hoy”, del año 2000: “El poder del país [Estados Unidos] se basó ante todo en este hemisferio [Latinoamérica], a veces llamado Fortaleza América”. En otros términos: la región es vital para el proyecto hegemónico de Washington.
Dicho de otro modo: los intereses de los grandes capitales estadounidenses necesitan de los países latinoamericanos y caribeños. Para ello controlan la región al milímetro. La controlan con diversos medios: con la manipulación injerencista en la política local, con la dependencia tecnológica, con la impagable deuda externa, con la sujeción comercial. Y cuando todo ello no alcanza, con las armas.
Tanto el Documento Santa Fe IV -clave ideológica de los actuales halcones ligados al complejo militar-industrial, que son quienes realmente fijan la política exterior- como el “Documento Estratégico para el año 2020 del Ejército de los Estados Unidos” o el informe “Tendencias Globales 2015” del Consejo Nacional de Inteligencia, organismo técnico de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), presentan las hipótesis de conflicto social desde una óptica de conflicto militar. La reducción de la pobreza y el combate contra la marginación recogidas en la ambiciosa (y quizá incumplible en los marcos del capitalismo) agenda de los “Objetivos de Desarrollo Sostenible 2015-2030”, de Naciones Unidas, es algo que no entra en los planes geoestratégicos del imperio. Al que proteste o intente ir contra sus intereses hegemónicos: ¡mano dura! No hay otra respuesta.
Para eso están las alrededor de 70 bases militares con alta tecnología resguardando toda Latinoamérica y el Caribe. En realidad, dada la secretividad con que se mueve esta información, no hay seguridad del número exacto de instalaciones militares estadounidenses en la región, pero es sabido que están y no dejan de crecer, lo que se complementa con la Cuarta Flota Naval, destinada a accionar en toda América Central y del Sur. Lo cierto es que su alto poder de fuego, su rapidísima posibilidad de movilidad y sus acciones de inteligencia a través de las más sofisticadas tecnologías de monitoreo y espionaje, permiten a Washington un control total de la zona.
¿Por qué tanto control? Las excusas del combate al narcotráfico o al terrorismo internacional quedan cortas. La instalación más grande y poderosa se está construyendo en Honduras, muy cerca de las reservas petrolíferas de Venezuela. ¿Coincidencia? En el Chaco paraguayo se localiza la base Mariscal Estigarribia, pudiendo albergar 20.000 soldados, cerca del Acuífero Guaraní y de las reservas de gas de Bolivia. ¿También coincidencia? Cuando luego de décadas de inactividad se reactivó la Cuarta Flota Naval, el entonces presidente brasileño Lula da Silva se preguntó: “Ahora que hemos descubierto petróleo a 300 kilómetros de nuestras costas, nos gustaría que Estados Unidos por favor nos explique lo que está en la lógica de esta flota en una región tan pacífica como esta”.
Está claro que Latinoamérica es un territorio ocupado por la geopolítica hemisférica de la Casa Blanca. Y no hay, precisamente, fortuitas “coincidencias” entre su intervencionismo (político o militar) y los intereses que defiende. Hay, para decirlo con exactitud, una calculada agenda de dominación. “Con esos objetivos”, tal como asevera el epígrafe: el de mantener la supremacía mundial como potencia para asegurar un capitalismo consumista y depredador, “mataremos una cantidad considerable de gente”. El despliegue de fuerzas militares en nuestros países no lo permite dudar.
Pero no está todo perdido. Si bien Estados Unidos parece una potencia invencible, no lo es. La historia nos lo demuestra. Aunque su control sobre nuestros territorios se muestra omnímodo, siempre quedan resquicios. La historia de la Humanidad, en definitiva, es una larga, interminable lucha entre opresores y oprimidos. Y la historia ¡no está terminada!, como triunfalmente cantara el sistema hace unos años atrás, tras la caída del Muro de Berlín. Si tanto se arma el imperio para controlar, es porque sabe que en algún momento la olla de presión puede explotar. Por eso, para no quedarnos con el amargo sabor que no hay salida ante tanta dominación, recordemos a Neruda: “Podrán cortar todas las flores, pero no detendrán la primavera”.
* Nacido en Argentina. Estudió piscología y filosofía. Vivió en varios países latinoamericanos. También es investigador social y escritor. Desde hace varios años radica en Guatemala.
Fuente: HispanTv
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