La moción de censura me pilla lejos,
aunque, probablemente, esto sea problema mío. No teman, no voy a emplear
ese argumento populista tan del gusto de los tertulianos de derechas de
aludir a lo tedioso de las formas parlamentarias cuando lo que se dice
en el hemiciclo no interesa a los oídos satisfechos con lo que hay.
Seguí la sesión de ayer de forma fragmentada, más pendiente de mi
incertidumbre que de la de todos, que al final es lo que ha impulsado
esta reprobación al partido del Gobierno que, como su
presidente, dormita a ratos y a ratos monta bronca, calla cínico o
responde con ironía de farmacéutico redicho al chico que le sirve los
cafés.
Irene Montero, de la que no soy admirador, sorprendió con una gran intervención donde fue capaz de mantener por dos horas una dureza fría sin caer en la astracanada,
bajando a tierra los conflictos del país, esto es, poniéndoles caras y
contextos.
La respuesta, que ya se da tanto en redes sociales y medios
como en sede parlamentaria, fue la de un Rajoy que solo pasaba por allí o que veía todo como una exageración radical, mientras que sus diputados y periodistas —en una confusión que empieza a resultar dolorosa—
aludieron a la relación sentimental de Montero en un gesto que, además
de machista, está ya manido y carece por completo de interés.
A menudo
nuestras formas de criticar definen nuestro universo ideológico, en este
caso se diría uno muy reducido, como de portero cotilla que mira de
arriba a abajo a la nueva vecina que no se pliega a las expectativas.
Iglesias sacó su lado pedagógico y
tranquilo, en un intento de quitarse el manto de extremista, que es eso
que los señores que escriben editoriales te echan por encima cuando
sacas los pies de su tiesto. Le vino bien porque así se desprende de cierta bravuconería que
le sale al saberse por encima, y probablemente estarlo, de gran parte
de la bancada popular. Pero también le hizo perder algo de ese brillo
arrogante que hay que sacar cuando los torpes con pasta te miran por
encima del hombro confundiendo capacidades con posición.
Es el eterno problema, posiblemente
irresoluble, de quien necesita limpiar un campo de malas hierbas pero no
puede permitirse incendiar el bosque. De Rajoy, de nuevo, habría que
destacar más las alabanzas recibidas por hacer su trabajo que su trabajo
en sí. Parece, para los cronistas de lo inevitable, que el paso del plasma y la madriguera a la tribuna
es de por sí digno de mención para dar figura de estadista a alguien
que, siendo inteligente, ha jugado a hacerse el tonto con gran maestría.
A mí, sin embargo, que no soy muy
aficionado a la dialéctica como juego, sobre todo si ésta es refranero
más lugar común, me hizo levantar la vista una frase del presidente.
“Ficción de miseria”, dijo Rajoy, refiriéndose al bloque de cuestiones
laborales y sociales que Iglesias le planteó desglosando los problemas
cotidianos a los que los ciudadanos, concretamente esos que venden su
fuerza de trabajo, se enfrentan cuando carecen de él o están sumidos en
la precariedad. Y me hizo levantar la cabeza, de la forma en que un
perro se gira brusco al ver a una paloma, porque reconocí, más que una
excusa, una falta de respeto.
Entiendo que haya quien no confíe en
Iglesias y Montero, entiendo que ser de derechas puede ir más acorde con
una tradición personal de conservadurismo incompatible con lo que se
percibe como un cambio brusco, entiendo hasta el mal gusto de ser un
número en las cifras de los que se han quedado atrás y seguir empecinado
en el voto a los de la gaviota por las más variopintas razones.
Lo que no entiendo, ni admito, ni soporto,
es que alguien al que suponemos sobradamente informado sobre la
situación del país hable de ficciones de miseria. Porque lo peor de los
discursos de Iglesias y Montero no fue si ellos lo harían mejor —y perdonen la estupidez esa de gobernar para todos—
o si disponen de soluciones eficaces para hacer frente a los enormes
problemas que relataban, sino que, simplemente, todos esos problemas
eran tan ciertos como el paso de los días.
Las cifras económicas, que se pretenden
infalibles e imparciales, no suelen ser más que un arte para adaptar lo
que ocurre a los intereses de quien maneja el estudio. Así, cuando Rajoy maneja sus cifrasconstruye
ficciones de lujo y esplendor, que quizá sean ciertas para esa parte
pequeñísima de la población que decide sobre nuestras vidas entre copas y
miradas al escote de las azafatas en los palcos de los grandes
estadios, que quizá sea inaprensible para esos exitosos y adaptados
periodistas que comparten también miradas, copas y palco, pero que
resultan hirientes para quien sabe lo que es manejarse cada mes con
cifras en la cuenta del banco que nunca sobrepasan los tres dígitos y
que acaban al final del mes, a menudo, en dos o ninguno.
Lo que jode, y perdonen la expresión, no
es si Montero es novia de Iglesias, si su intervención fue tediosa para
el repentino gusto retórico de los analistas, si esta moción de censura
es apropiada para la estabilidad del país. Lo que jode es vivir,
efectivamente, en una inestabilidad constante, dando
tumbos como una peonza, incapaces de saber dónde nos caeremos muertos no
dentro de 30 años sino tan sólo de 30 días. Lo que jode es escuchar
hablar con soltura de la escasez a tu gente, a esa que no se puede
permitir el lloro porque las lágrimas no cotizan ni suman días para el
siguiente paro.
Lo que jode es ver la alegría por la aspiración conseguida al mileurismo
y que te entreguen un papel de menú del día y repares en que el precio,
unos 20 euros, corresponde a la ficción de seguridad con la que la
clase media pasa sus sobremesas mientras que a ti te toca manta y
bocadillo en el césped porque hasta en eso hay clases. Lo que jode es
ver los anuncios de créditos rápidos protagonizados por señoras
andaluzas con acentazo que están en esa edad donde, en vez de disfrutar
de su jubilación, tienen que andar haciendo piruetas para echar una mano
a hijos y nietos.
Lo que jode es conocer a gente que
mientras que se prepara una oposición se saca unas perras con esta
chamarilería posmoderna de hazme una rebajita, guapi. Lo que jode es ver
a alguien a quien quieres comerse kilómetros y dolores y encima que te
lo cuente con una media sonrisa. Y eso que ni se nos ha ocurrido citar a
los que se quedan sin casa, a los que tienen que ir a la beneficencia o
a los que tapizan con sus cuerpos entre cartones el centro de las
grandes ciudades.
El ahora qué, la Balsa de la Medusa cotidiana, joden,
sobre todo, porque ya nos hemos acostumbrado a ellas, más que por abnegación porque no nos queda otra —mientras que sigamos siendo disciplinados aprendices del consenso—. Jode porque no son ficciones de miseria, jode porque son pedazos de realidad.
Daniel Bernabé | La Marea | 14/06/2017
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