Introducción
Lenin decía
que cuánto más democrático era un país capitalista, más se encontraba su
parlamento sometido a los intereses de
la bolsa y de los banqueros. Frente a esa democracia de los banqueros, las elites y la oligarquía, Lenin creía en la
posibilidad de una democracia participativa, popular y que diera poder a las mayorías, una democracia, eso sí,
incompatible con el sistema capitalista y con sus instituciones democráticas,
que debían ser utilizadas únicamente como tribuna de denuncia del capitalismo y para difundir las ideas
revolucionarias entre los trabajadores. Las palabras de Lenin contribuyeron en su
momento a profundizar una dura guerra
ideológica sobre la naturaleza de la
democracia, que un siglo después se ha saldado con la derrota –aparente–
del revolucionario ruso y de su escuela
–considerada «dictatorial»–, dejando libre el camino para el reinado absoluto
de la ideología democratista que suele
ir acompañada de una abundante retórica ciudadanista.
Un siglo después de las reflexiones de Lenin la
legitimidad política viene determinada por la certificación de democrático,
hasta el punto de que, si antes los
golpes de Estado y las guerras eran contra el «peligro comunista», hoy se justifican para defender
la democracia y los derechos humanos fuera de occidente: así, las embestidas
fascistas recientes en Ucrania o en Venezuela pretenden legitimarse recurriendo a la retórica
democrática, al igual que antes se hizo
con la «primavera árabe», las «revoluciones de colores» y tantas otras.
Para los
pueblos agredidos por las bombas de los humanistas otánicos, el democratismo se
ha convertido por derecho propio en
la ideología de la conquista
imperialista del mundo y en coartada para justificar las guerras “humanitarias”: como denuncia sarcásticamente el
intelectual camerunés Jean Paul Pougala,
«si la democracia del sufragio universal fuera algo maravilloso, nadie duda de
que occidente preferiría conservarla e
incluso esconderla como un secreto militar, con el fin de utilizarla como
ventaja sobre los otros pueblos del
planeta» (1).
¿Existe la
democracia? ¿Qué es una democracia? ¿Y una dictadura? ¿Pueden coexistir la
democracia y el fascismo simultáneamente? La ideología democratista define a la
democracia como lo contrario de la
dictadura –de derechas o de izquierdas– así como del fascismo, y además afirma
que la democracia representa nada menos que «la voluntad de la ciudadanía» o
la «voluntad de la mayoría».
La
rudimentaria lógica de estas grandes definiciones se desvanece en el
momento en
que se analizan problemas concretos: si la democracia es la «voluntad de
la
mayoría», aquellos que atacan a los partidos de gobierno –que han sido
votados
por esas mismas mayorías ciudadanas– por
realizar determinadas políticas, atacan,
en realidad, la «voluntad de la mayoría» y por tanto están adoptando un
cariz antidemocrático y dictatorial. Si se observa el escenario
internacional, dos ejemplos recientes muestran lo inconsistente e irreal
de la definición
vulgar de la democracia.
En
el caso de
Venezuela, para los grandes medios de comunicación privados, para la
oligarquía
de este país y otros grupos opositores,
así como para Estados Unidos y muchos
gobiernos occidentales, el gobierno del presidente Nicolás Maduro es
una dictadura
–o un gobierno «autoritario»–, a pesar
de que dirige una corriente
política –el chavismo o socialismo bolivariano–
que ha vencido en 18 de las 19
convocatorias electorales de los últimos años, realizadas además con la
normativa democrática considerada correcta: la occidental,
pluripartidista y
liberal. Pero el chavismo implantó algunas
innovaciones que desagradaban a los puristas de la democracia: en
primer lugar, protegió las riquezas públicas
–especialmente el petróleo– de la voracidad de las multinacionales
occidentales; destinó una
gran cantidad de fondos públicos para
amplios programas sociales que beneficiaron a las masas
tradicionalmente excluidas; expropió algunas
propiedades privadas; estableció
estrechas relaciones de amistad
con «dictaduras»: Fidel Castro de Cuba, Lukashenko de Bielorrusia,
Gadafi de
Libia, Al Assad de Siria; trató de facilitar
el acceso a cuotas de poder a la gran masa de desposeídos y explotados
de Venezuela mediante la creación de organizaciones populares y les
garantizó su
apoyo a través del Estado y, finalmente,
cuando harta de perder todas las batallas
electorales la oposición perdió la paciencia y decidió emprender
acciones violentas para derribar al gobierno, éste empleó a las
organizaciones populares de defensa, al ejército y a las fuerzas
policiales leales –a la violencia, por
emplear la palabra correcta– para defender el sistema democrático del
pueblo
venezolano, reprimiendo a la oposición violenta. Por ello, a pesar
de todas las victorias electorales obtenidas, de forma inevitable, para
los grandes grupos mediáticos que crean la opinión pública mundial, la
democracia venezolana pasó a
considerarse como una sangrienta dictadura que no respeta los derechos
humanos
y que debe ser derribada urgentemente
para regresar a la democracia.
En
el caso de
Ucrania muchos han visto triunfar –como anteriormente hicieran con Libia
y otros ejemplos– la supuesta voluntad democrática radical de los
ciudadanos movilizados frente al poder
gubernamental que es descrito por los medios de comunicación como
antidemocrático y dictatorial, a pesar
de que la elección del presidente ucraniano derribado y de su gobierno
se había
realizado estrictamente según la normativa de la democracia occidental.
La
opción europea y otanista de la junta
golpista ucraniana viene a reafirmar la identidad entre democracia y
Unión Europea, que para muchos ciudadanos son simples sinónimos.
Aunque
muchas
veces tenga intenciones muy diferentes, la izquierda reformista europea
también
está situada en las coordenadas ideológicas del democratismo.
Considerando
anacrónico y superado al pensamiento de Lenin
y de Marx, o al menos el que plantea la necesidad de sustituir el
capitalismo por el socialismo –a pesar de la buena voluntad de muchos de
sus
militantes–, no entra en las pretensiones de esta izquierda encontrar
una
salida al sistema capitalista e imperialista, sino simplemente
respuestas a la
crisis económica, defendiendo políticas que, quiméricamente, permitan
volver a los «buenos tiempos» del capitalismo
y a la recuperación del corporativismo social plasmado en un Estado del
bienestar
que la crisis inexorablemente está disolviendo. Cargando las tintas con
juicios morales sobre lo injusto e inhumano de las políticas de
austeridad y los recortes sociales, la izquierda reformista prioriza su
actuación en las
instituciones del sistema desde
donde se esfuerza en encontrar soluciones técnicas a la crisis económica
mientras impulsa su acción política con llamamientos a una nueva ética
capitalista –redistributiva–, apelaciones a la justicia social y quejas
contra
la corrupción que dañan el funcionamiento democrático del sistema. Toda
su ideología
gira alrededor del democratismo: desde lo
que se ha dado en llamar «democracia económica» como alternativa a las
«políticas
de derechas» hasta las propuestas de perfeccionamiento de las formas e
instituciones del sistema,
sin modificar su esencia, para «profundizar» o «regenerar» la
democracia. Estas serían las curas de urgencia
que se proponen como remedio a la crisis capitalista y en beneficio de
lo que esta izquierda etiqueta como «ciudadanía» –ya no está de moda
hablar de clase obrera y de capitalistas–,
etiqueta que tanto podría aplicarse a un desempleado de larga duración
como a
la élite selecta de ejecutivos de las empresas que cotizan en
la bolsa.
¿Estos
primeros auxilios democratistas son eficientes? Es muy dudoso: lo que se
conoce
como sistema democrático internacional
esconde, en realidad, un funcionamiento propio de la mafia donde Estados
Unidos
ejerce de padrino, de “capo” indiscutible del crimen organizado. La
democracia occidental es la tapadera ideológica del capitalismo
corporativo de las grandes multinacionales, de los poderes financieros
desorbitados y de los organismos clandestinos
de los Estados que conforman un
imperialismo agresivo, bestial y salvaje, desprovisto de cualquier
moralidad más que la de saquear a los pueblos y mantener bajo control a
los
trabajadores. Esta amalgama de las finanzas, el poder militar, poder
policíaco,
poder mediático y poder ideológico, hegemonizado por Estados Unidos y su
corte
de aliados que se pelean por las migajas
del botín, no duda en exterminar a pueblos enteros al tiempo que dicta a
través
de sus grupos de presión clandestinos las políticas de los gobiernos así
como
las preferencias de los votantes en cada convocatoria electoral mediante
el
inmenso poder de sus medios de desinformación y sus intelectuales
orgánicos.
Tan sólo se permite la alternancia de partidos, es decir, de gestores
con
matices diferentes, y se tolera la existencia de ciertos derechos
mientras no
entren en conflicto con los intereses de
los verdaderos poderes. ¿Es posible en estas circunstancias «profundizar
la
democracia» o en pensar en «otra» democracia?
En el discurso
dominante de las izquierdas mayoritarias así como de muchos movimientos
sociales –aceptando que en gran parte
está cargado de buenas intenciones–, ya no se habla de luchar por las
conquistas democráticas concretas como una palanca que impulse la salida del sistema y el avance
hacia el socialismo: por el contrario, entre la izquierda reformista y
democratista se sigue promocionando la
idea de que existe una democracia abstracta y absoluta, una democracia
políticamente neutra –desechando la “anticuada” descripción de la democracia
capitalista como una institución ideada para perpetuar el dominio de la
oligarquía–, una democracia dentro
del sistema que permitirá hacer «políticas favorables a las mayorías». La izquierda reformista y algunos
movimientos sociales interpretan que las instituciones democráticas representan
el interés general de la «ciudadanía» pero están «secuestradas» por los grandes
poderes económicos privados –los
«mercados»–, y por ello el
poder financiero es denunciado
como responsable de
todos los males sociales y de
las políticas neoliberales y de austeridad: no se critica al sistema y en su lugar se ataca a sus
«manzanas podridas»: el banquero avaricioso, especulador o corrupto que somete a los
gobiernos a su voluntad debido a supuestas «insuficiencias democráticas». La figura
del tiburón de las finanzas emerge como un espectro
atemorizador que personifica todos los
males de la sociedad, a pesar de que esta
izquierda recibe puntualmente suculentos créditos bancarios para esas megafiestas democráticas que representan
las sucesivas campañas electorales.
Desde algunos movimientos sociales se defiende
la idea, además, de que el 1% de la
población –básicamente los banqueros– ha
«secuestrado» la democracia al 99% restante, los «ciudadanos». Según este
razonamiento, las crisis capitalistas se podrían evitar si no fuera por
individuos inmorales que se aprovechan de la «ciudadanía»: encarcelando a algunos
banqueros y controlando al poder financiero, el capitalismo volverá a humanizarse y se acabará la crisis,
iniciando una nueva fase de consumo.
En realidad, el
democratismo de la izquierda reformista y de algunos movimientos
sociales es un aspecto particular del discurso político y mediático general,
sobresaturado de retórica democrática. Es un discurso que no permite percibir
con claridad una realidad definida por la transformación de la democracia en
neofascismo.
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