Por Manlio Dinucci (Red Voltaire)
Barack
Obama fue designado "santo súbito", o sea “santo de inmediato”: en
cuanto entró en la Casa Blanca, en 2009, se le entregó a título
preventivo el Premio Nobel de la Paz por "sus extraordinarios esfuerzos
por fortalecer la diplomacia internacional y la cooperación entre los
pueblos". Eso fue mientras su administración ya preparaba en secreto, a
través de la secretaria de Estado Hillary Clinton, la guerra que 2 años
más tarde destruiría el Estado libio, guerra que se extendería después a
Siria e Irak mediante los grupos terroristas, instrumentos de la
estrategia de Estados Unidos y la OTAN.
Donald
Trump, por el contrario, ha sido demonizado de inmediato, incluso antes
de entrar en la Casa Blanca. Lo acusan de usurpar el puesto destinado a
Hillary Clinton, gracias a una operación maléfica ordenada por el
presidente ruso Vladimir Putin. Las “pruebas” vienen de la CIA,
incuestionablemente experta en materia de infiltraciones y golpes de
Estado. Basta con recordar sus operaciones destinadas a provocar guerras
contra Vietnam, Cambodia, Líbano, Somalia, Irak, Yugoslavia,
Afganistán, Libia y Siria; o sus golpes de Estado en Indonesia,
Salvador, Brasil, Chile, Argentina y Grecia. Y sus consecuencias:
millones de personas encarceladas, torturadas y asesinadas; millones de
personas desplazadas de sus tierras, convertidas en refugiados, víctimas
de una verdadera trata de esclavos. Y sobre todo las mujeres,
adolescentes y niñas sometidas a la esclavitud, violadas, obligadas a
ejercer la prostitución.
Habría que recordar todo eso a quienes, en Estados Unidos y en Europa, organizan el 21 de enero la Marcha de las Mujeres
para defender precisamente esa paridad de género conquistada en duras
luchas y constantemente cuestionada por posiciones sexistas, como las
que expresa Trump. Pero no es por esa razón que se apunta con el dedo a
Trump en una campaña sin precedente en el proceso de transmisión del
poder en la Casa Blanca. El hecho es que, en esta ocasión, los
perdedores se niegan a reconocer la legitimidad del presidente electo y
están implementando un impeachment preventivo. Donald Trump está siendo
presentado como una especie de Manchurian Candidate que, infiltrado en
la Casa Blanca, estaría bajo el control de Putin, enemigo de Estados
Unidos.
Los
estrategas neoconservadores, artífices de esta campaña, tratan de
impedir así un cambio de rumbo en la relación de Estados Unidos con
Rusia, que la administración Obama ha retrotraído a los tiempos de la
guerra fría. Trump es un «trader» que, aunque sigue basando la política
estadounidense en la fuerza militar, tiene intenciones de abrir una
negociación con Rusia, probablemente para debilitar la alianza entre
Moscú y Pekín.
En Europa,
quienes temen que se produzca una disminución de la tensión con Rusia
son ante todo los dirigentes de la OTAN, que han ganado importancia
gracias a la escalada militar de la nueva guerra fría, y los grupos que
detentan el poder en los países del este –principalmente en Ucrania, en
Polonia y en los países bálticos– que apuestan por la hostilidad
anti-rusa para obtener mayor respaldo militar y económico de parte de la
OTAN y la Unión Europea.
En ese
contexto, no es posible dejar de mencionar, en las manifestaciones del
21 de enero, las responsabilidades de quienes han transformado Europa en
la primera línea del enfrentamiento, incluso nuclear, con Rusia.
Tendríamos
que salir a la calle, ciertamente, pero no como súbditos estadounidenses
que rechazan a un presidente “malo” sino exigiendo uno “bueno”, para
liberarnos de lo que nos ata a Estados Unidos, país que –sin importar
quién sea su presidente– ejerce su influencia sobre Europa a través de
la OTAN. Tendríamos que manifestar, pero para salirnos de esa alianza
guerrerista, para exigir la retirada del armamento nuclear que Estados
Unidos tiene almacenado en nuestros países.
Tendríamos
que manifestar para tener derecho a opinar, como ciudadanas y
ciudadanos, sobre las opciones en materia de política exterior que,
indisolublemente ligadas a las opciones económicas y políticas internas,
determinan nuestras condiciones de vida y nuestro futuro.
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