Mientras
Europa se americaniza, Estados Unidos se europeíza. Mientras que en
Europa el debate se centra en la competitividad, la desigualdad salta al
centro del debate político en EE UU. Allí hay una intensa movilización
para elevar el salario mínimo federal, actualmente situado en unos
míseros 7,25 dólares (6,51 euros) la hora.
La
ciudad de Los Ángeles ha abierto el camino, decidiendo elevar el
salario mínimo obligatorio de 9 a 15 dólares la hora basándose en un
sencillo razonamiento: si dos adultos trabajando a tiempo completo a
cambio del salario mínimo no pueden llevar una vida decente y criar a
sus hijos proporcionándoles vivienda, salud y educación, entonces el
salario mínimo se convierte en un subsidio encubierto a las empresas, pues
el Estado tiene que intervenir masivamente con costosas políticas
sociales para sacar de la pobreza no sólo a los que no trabajan, sino a
los que también lo hacen. No hablamos sólo de EE UU: en cuatro países de
la UE (uno de ellos es España) hace falta trabajar más de setenta horas
cobrando el salario mínimo para salir del umbral de la pobreza.
Unos bajos salarios, se nos suele decir, implican una alta competitividad y, por tanto, mayor crecimiento, mientras que unos salarios altos son un obstáculo para el buen funcionamiento de la economía. Pero
entonces, ¿qué explica que McDonald’s y Burger King puedan vender
hamburguesas en Dinamarca pagando 21 dólares la hora mientras que en
Nueva York sus empleados cobran sólo 9?
La desigualdad nos debe preocupar por muchas razones.
En el plano personal es injusta, pues trunca las vidas de las personas, que ni pueden realizarse en sus aspiraciones ni cumplir con la ambición de legar una vida decente a sus hijos.
En el político, las diferencias extremas de renta son incompatibles
con la democracia: por mucho que el voto tenga un efecto igualador en el
acceso al sistema político, los más ricos siempre tendrán más capacidad
que los más pobres de lograr que ese sistema funcione a su favor.
Y en el económico, la desigualdad es ineficiente, pues supone tener
que destinar ingentes recursos a paliar la pobreza en lugar de a
fomentar la educación y la innovación.
Si la desigualdad es injusta, amenaza a la democracia y daña a la economía, ¿por qué hablamos tan poco de ella?
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