La Unión Europea ha tenido
siempre una fantástica capacidad para vivir a espaldas de la realidad
casi desde su fundación. Cuando franceses y alemanes aún se miraban con
recelo, sus respectivos gobiernos montaron la base de lo que luego sería
la Comunidad Económica Europea. Cuando el continente aún no sabía cómo
habría que digerir el fin de la URSS y de su constelación de aliados,
los líderes apostaron por una unión monetaria que no incluía algunos
requisitos fundamentales fiscales y financieros. Cuando la crisis golpeó
a Europa y se imponía una respuesta pública que impulsara la demanda,
los gobiernos del norte de la UE impusieron el inicio de la era de la
austeridad.
En unos casos, los
dirigentes de la Unión decidieron ir un paso por delante de los
acontecimientos. No se puede negar que en algunos momentos parecía que
el truco funcionaba. En su respuesta a la actual crisis, no ha sido el
caso, en especial en relación a Grecia. Ningún análisis económico
convencional puede aceptar que es sostenible una deuda del 175% del PIB
con un Gobierno que no tiene la capacidad de devaluar su moneda en un
contexto económico además de deflación.
Pero ha dado igual porque,
como si se tratara de un culto religioso que no admite herejías ni
interpretaciones heterodoxas del libro sagrado, no se consideraba
aceptable ninguna alternativa. La construcción del euro había tenido
errores de diseño obvios, reconocidos por algunos de sus arquitectos. No
importó. Había que seguir adelante. La austeridad corría el riesgo de
matar al paciente. Daba igual. Había que seguir el curso. Las élites
europeas lo sabían mucho mejor que sus ciudadanos a los que sólo les
quedaba el derecho de callar y sufrir.
La victoria de Syriza es la
primera insurrección popular contra ese discurso único que ha tenido
éxito. Como dice la portada del lunes del Financial Times, es “un
desafío al establishment del euro”. Ha habido contestación contra ese
sistema de poder en muchos países y desde posiciones ideológicas muy
diferentes. Ha habido gobiernos como el francés que han amagado con
resistir, aunque luego se han rendido. Pero ahora tenemos a un Gobierno,
con silla en el Consejo Europeo, que no acepta las cartas que se han
repartido hasta ahora en la mesa. Y ahí es donde se juega el duelo
imprescindible, no en los parlamentos nacionales, donde sólo se puede
aparentemente seguir las órdenes que llegan del norte.
La partida empieza en
realidad ahora. No todas las cartas favorecen a Alexis Tsipras e incluso
algunas tienen mala pinta. El líder de Syriza ha dado por muerta a la
Troika, una especie de gobierno de coalición para vigilar a los países
rescatados que no aparece en ningún tratado de la UE, pero mientras las
finanzas del país estén en un estado catastrófico él necesita negociar,
buscar aliados dentro y fuera del país y ser lo bastante amenazante como
para que los demás socios estén como mínimo preocupados por el futuro.
El miedo no ha cambiado de bando (horrible eslogan que hace creer a
muchos que la batalla ya está ganada), pero al menos ahora está más
repartido.
Hemos rescatado a los
bancos, pero no a la gente. Ese es un mensaje que se ha escuchado en las
calles de toda Europa. El establishment no ha movido un músculo. En un
país, se ha lanzado el desafío que faltaba. Muchos griegos han decidido
no resignarse. ¿Habrá gente suficiente en otros países para continuar
ese camino?
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