martes, 17 de junio de 2014

Explotación del hombre por el hombre: reflejos de la Gran Depresión


Por LUIS MATÍAS LÓPEZ 
 
 
La Gran Depresión posterior al hundimiento de la Bolsa en 1929 ha ilustrado desde entonces la historia moderna de la explotación del hombre por el hombre, y se ha convertido en filón literario y cinematográfico, laboratorio de análisis social y económico, parte de la explicación del estallido de catástrofes como la Segunda Guerra Mundial, y referente obligado a la hora de estudiar las consecuencias de la crisis mundial que estalló en 2008, así como de las fórmulas para superarla.



Hacía muchas décadas, por ejemplo, que no se citaba ni se releía tanto Las uvas de la ira, del Nobel John Steinbeck, la más conocida de las novelas que reflejaron los avatares de las víctimas más vulnerables de aquel cataclismo (en ese caso, los granjeros expulsados de sus granjas tras las grandes tormentas de polvo), elevadas a la categoría de iconos por mitos pioneros de la canción protesta como Woody Guthrie.



De forma paralela, se rescatan obras que, sin estar ambientadas en los años treinta, reflejan que sigue sin erradicarse la explotación de la mano de obra que marcó esa época atroz. Una muestra clara de esta tendencia es la reciente publicación en España de Por cuatro duros. Como (no) apañárselas en Estados Unidos (editado por Capitán Swing), de Barbara Ehrenreich . Se trata de una incursión a finales del siglo XX –en plena burbuja de prosperidad – en el submundo del trabajo precarios y mal pagado, único disponibles para la población no cualificada. La conclusión -que un empleo o garantiza siempre una vida digna- sigue siendo válida 15 años después,  no solo en el paraíso americano, sino mucho más lejos, como en España.



Otro ejemplo es Historias desde la cadena de montaje, de Ben Hamper (también en Capitán Swing), publicada en 1998 en EE UU, prologada por Michael Moore y que, con un estilo irónico y desenfadado, no trata exactamente de explotación laboral y de retribuciones de hambre, sino de la castrante alienación que provoca el duro y rutinario trabajo de las cadenas de montaje por las que Henry Ford ha pasado a la historia. En este caso, el escenario es una fábrica de camionetas y autobuses de General Motors.



He citado ya dos libros de Capitán Swing, y no serán los únicos, porque esta modesta editorial está empeñada en ilustrar los males del capitalismo con el rescate de obras emblemáticas y con frecuencia relegadas al olvido.



Así ocurre con Los filántropos en harapos, de Robert Tressell, un clásico de la literatura obrera publicado por vez primera hace justamente 100 años. Los benefactores a los que alude el título son los obreros, explotados con jornadas agotadoras y salarios de miseria, que financian en el fondo con su sudor a empresarios explotadores y políticos corruptos. Este mismo concepto permeaba también Por cuatro duros, donde Ehrenreich afirmaba  que los trabajadores no cualificados “son los grandes filántropos de lasociedad norteamericana (…), pasan privaciones para que la inflación se mantenga baja y el precio de las acciones alto (…), [y se convierten en] benefactores y donantes anónimos”.



Volviendo a los siniestros años treinta del pasado siglo, citaré todavía un ensayo histórico, una novela y un largo reportaje periodístico. El primero, publicado en 2006 por la Universidad de Valladolid, es obra del profesor José Ramón Díez Espinosa y se titula: El desempleo de masas en la Gran Depresión. Palabras, imágenes y sonidos. Lástima que esta obra que debería ser un referente de obligada consulta haya quedado recluida al ámbito de las publicaciones académicas, porque, incluso por su estilo, resulta perfectamente accesible para el gran público. Ya desde su presentación, se resalta que “el desempleo representa sobre todo inseguridad material, hambre y frío, degradación personal y exclusión social, resignación o violencia”, y supone “un viaje perturbador desde el pesimismo al fatalismo”. Más actual no podría resultar esta caracterización.



La obra, ilustrada con impactantes fotografías de época, no se limita a la situación en Estados Unidos en aquella época, sino que se proyecta más allá, y especialmente hacia Europa. Además, y con la rotundidad que le permite apoyarse en las técnicas de la investigación histórica, con la recopilación de datos incontestables, llega desde lo general a lo particular e inmediato. Tanto como para buscar respuesta a “las preguntas de cada día, como ¿qué comer? o ¿dónde dormir?”, e incluir un extenso capítulo dedicado a los trastornos psicológicos que provoca el trauma de estar sin trabajo y sin perspectiva de conseguirlo.



La novela a la que me refería, ha sido ya glosada aquí. La escribió Woody Guthrie en 1947 y se perdió su rastro durante más de 60 años, hasta ser publicada en 2013 gracias al historiador Douglas  Brinkley y el actor Johnny Depp. Una casa de tierra (Anagrama) describe la dura lucha por la vida de un matrimonio de aparceros en los años treinta, en las tierras más áridas del norte de Texas. El símbolo de esa lucha sin esperanza es el intento de sustituir su vieja y destartalada cabaña de madera por una sólida construcción de adobe, que identifican como su victoria sobre una naturaleza implacable y la esperanza de escapar de la explotación de los terratenientes.



Acabaré con otro libro editado también por Capitán Swing: Algonodoneros. Tres familias de arrendatarios, de James Agee, con espléndidas fotografías de la época de Walter Evans. Se trata de un largo reportaje periodístico, realizado en 1936 por encargo de la revista Fortune, que no llegó a publicarse, y al que se considera el germen de una de las obras mayores de su autor: Elogiemos ahora a hombres famosos. El manuscrito se perdió durante décadas y, rescatado por una hija de Agee, fue publicado en Estados Estados Unidos en 2012.



Como se señala en el prólogo de Adam Haslett, que considera que Age era capaz de “convertir en épico lo cotidiano”, se trataba de texto para ser predicado y contenía un mensaje perturbador: “Una civilización que por la razón que sea pone la vida en desventaja, o cuya existencia radica en poner vidas humanas en desventaja, no merece llamarse así ni seguir existiendo”.



Y quienes están dispuestos a sacar ventaja de ello son “seres humanos solo por definición, y tienen mucho más en común con el chinche, la tenia, el cáncer y los carroñeros del hondo mar”.


Algodoneros retrata sin florituras, con una sequedad casi documental doblemente efectiva porque su mensaje es imposible de rebatir, la dura lucha por la supervivencia de tres familias de arrendatarios de tierras dedicadas al cultivo de algodón en la Alabama de la Gran Depresión. Agee no buscó casos dramáticos, personajes de los que abusaban terratenientes sin escrúpulos, tragedias personales capaces de perturbar las malas conciencias, sino prototipos que reflejasen la realidad en su justo punto.



Aun así, fue demasiado para que Fortune lo recogiera en sus páginas. La existencia de las tres familias, endeudadas con frecuencia y siempre al límite, se centra en cuestiones básicas que dan título a los diferentes capítulos: Dinero, Cobijo, Comida, Ropa, Trabajo, Temporada de recolección, Educación, Salud y dos apéndices, Sobre los negros y Terratenientes, que casi resultaban obligados. En el primer caso, porque un tercio de los arrendatarios eran negros y, a los problemas comunes de su condición, se unían los derivados de la discriminación y el recelo– cuando no el odio- de la población blanca, incluso de quienes compartían su destino de víctimas. Este hecho diferencial, que habría podido alterar la esencia y el objetivo de su trabajo periodístico de campo, le llevó a no incluir en su investigación a una familia negra. Sin embargo, no podía dejar de señalar los elementos que situaban injustamente a esta minoría racial en una escala todavía inferior a la de los arrendatarios blancos.



En cuanto a los terratenientes, considera Agee que eran “la piedra angular de la estructura social y económica del Sur rural, un problema de una sutileza y complejidad casi inconcebibles”. Su objetivo era desacreditar viejas y engañosas etiquetas, como la del latifundista con látigo negro y pistola, o el aún más peregrinos de Caballero del Sur. Valga una frase para despejar cualquier duda: “El terrateniente no piensa en sus arrendatarios, sean blancos o negros, exactamente como pensaría en un ser humano o en sus mulos. Sólo piensa en ellos en tanto arrendatarios, y así los trata, y así exige que se comporten y que se relacionen”.



Sostiene Haslett que aquel reportaje maldito constituía “un ataque sin ambages contra un sistema de clases retrógrado, un ataque firmemente fundado en las vivencias particulares de quienes se encuentran en el escalón más bajo del sistema”. Aún más, que es un espejo en el que mirarse desde el presente, “cuando la mejora de la eficiencia y el aumento de la productividad laboral que tanto celebran los economistas se han convertido en mecanismo de trasferencia desde las clases pobre y media [los nuevos filántropos] a los dueños del capital”. Y cuando el sistema crediticio “ha establecido una impersonal variante financiero-capitalista de la trampa del endeudamiento que Agee describió” hace 78 años.





 

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