septiembre 17, 2011
El concurso de murgas del Carnaval de Santa Cruz de Tenerife es una tradición, un festejo histórico y arraigado, que produce simpatizantes, admiradores, fanáticos… e indiferentes. Quizás sus letras, eminentemente inspiradas en asuntos de actualidad local, no provoquen más allá de las Islas Canarias la gracia y simpatía que en la capital chicharrera significa pasión por esa etapa de las carnestolendas.
Algo similar sucede con las populares chirigotas gaditanas, en busca de la rima precisa y punzante que produzca diversión a la vez que introduce, con resbaladizo dulce juglar, unas cuantas reflexiones a ritmo de colorido cornetín.
Frente a estas representaciones centenarias se encontrarán auténticos devotos, tibios admiradores y distanciados insensibles a esa inocente expresión de la diversión humana. Lo que resultaría difícil encontrarse es un enemigo de la gracia inofensiva ajena, una turba de fieros opositores al disfraz multicolor y las carcajadas a mandíbula batiente. Tal vez una beligerante tomatina soleada pueda producir repelus alimenticio a cándidos hambrientos que ven, frente a su plato vacío, una injusticia en el destino de los víveres, que el racionamiento pasado les impida aplaudir el multitudinario paréntesis alegre vestido de rojo solanáceo; de igual manera, el común sentido de la conservación vital, de la integridad física, rechaza desde la prudente lejanía anastenarias y cucañas que mezclan reto y separan devoción.
Simpatizantes, admiradores, fervorosos y comprometidos a un lado; del otro, desinteresados varios, desvinculados de la representación en cuestión.
Nunca activistas defensores de la tristeza y el silencio social se vislumbran en el catálogo de actitudes reactivas frente a la diversión entre humanos. La alegría puede rodearse de grisácea envidia, pero la civilización desecha y expulsa el repudio a la inofensiva algarabía, a los paréntesis lúdicos multitudinarios.
Por civilizada desgracia, aún sobreviven décenas de reductos cromañoides a la sombra de Los Pirineos, localidades cimentadas en un brutalismo cerebral recto y descolorido.
De entre todas las plazas que mancillan colectivamente su condición humana con fervor idiotizante, Tordesillas emerge y lidera el ranking de terrorífica Capital Deshumanizada. En estos comienzos de septiembre, sus moradores amantes de lo sanguinolento sitúan a un infeliz hervíboro, maldecido evolutivamente por una presencia de negrura feroz, de imponente astado bravo, con el objeto de darle desigual caza al remolino de acoso y derribo ecuestre y bípedo.
Alzados con prehistóricas lanzas, punta de idem de su desarrollo tecnológico, acorralan al animal aterrorizado para perforarlo sin piedad, en busca de un golpe mortífero que alce al más cobarde de los torturadores al muy digno título local de rey de los torturadores cobardes. La notable resistencia física es otro de los injustos desatinos históricos del astado en su encuentro con la bestia bípeda ibérica, que remata su algarabía de rojo hemoglobina acuchillando, golpeando, mutilando y aplastando, vivo y sin colear, al abandonado toro entre las fauces caníbales de esos repugnantes que comparten espacio y tiempo con nosotros.
Cuentan los irresponsables aventureros que osan adentrarse por esas tierras bárbaras que los desalmados infantes corretean por sus medievales calles armados con lanzas plásticas, cultivando solemnemente su responsabilidad futura en el mantenimiento de la caverna a oscuras que supone Tordesillas. La localidad vallisoletana mantiene una dilatada experiencia en asuntos que tengan como protagonista la despiada crueldad antropomórfica: en los títulos de crédito del siglo XV fue sede del tratado del mismo nombre, protagonizado por los monarcas castellano-aragoneses y portugués.
Dando los primeros pasos en la evolucionada cultura del cinismo político, acordaron, papa de Roma al acecho, repartirse a grandes rasgos el mundo, línea recta mediante, con el fin de no pelear más de la cuenta por tierras futuras y evitar derramientos de sangre ibérica y lusitana innecesarios. Fue esa rúbrica la primera condena a muerte imperial y católica de millones de indígenas americanos y esclavos africanos, oculta la tortura avariciosa bajo el codicioso manto de la evangelización. Sometimiento, violación y genocidio refinaron sus puntas afiladas desde la cavernícola Tordesillas.
Más allá de sus herméticas fronteras se ha desparramado, afortunadamente en pos de su supresión, lamentablemente en la herida que provoca presenciar la asquerosidad lúdica que enciende sus pasiones, la realidad de un foso oscuro en medio de la civilización.
Su primaria manta plástica, atávica herramienta para ocultar la bajeza humana que preside esta putrefacta actividad carnicera, se ha disuelto y ha dejado al descubierto enseñamiento y masacre enfervorizada.
Rujen sus huestes caballeras en busca de levantar nuevas murallas que protejan su elaborada ignorancia, pero ya es tarde, nada pueden frente a los artilugios electrónicos que dejan constancia aterradoramente visual de la podrida realidad tordesillana. Fuera de su aldea donde, el fuego y la sangre protagonizan el culmen de su evolución social, aún mantienen belicosos embajadores, algunos de ellos acaparadores de múltiples cartas credenciales, que dicen en privado lo que justifican o sortean en público. No hay excusas históricas ni perdones futuros.
El Toro de la Vega es el callo doloroso en la construcción humana de esta nación; no es un tatuaje, sino un melanoma. Aquí no hay fiesta, aquí hay crueldad repugnante.
Algo similar sucede con las populares chirigotas gaditanas, en busca de la rima precisa y punzante que produzca diversión a la vez que introduce, con resbaladizo dulce juglar, unas cuantas reflexiones a ritmo de colorido cornetín.
Frente a estas representaciones centenarias se encontrarán auténticos devotos, tibios admiradores y distanciados insensibles a esa inocente expresión de la diversión humana. Lo que resultaría difícil encontrarse es un enemigo de la gracia inofensiva ajena, una turba de fieros opositores al disfraz multicolor y las carcajadas a mandíbula batiente. Tal vez una beligerante tomatina soleada pueda producir repelus alimenticio a cándidos hambrientos que ven, frente a su plato vacío, una injusticia en el destino de los víveres, que el racionamiento pasado les impida aplaudir el multitudinario paréntesis alegre vestido de rojo solanáceo; de igual manera, el común sentido de la conservación vital, de la integridad física, rechaza desde la prudente lejanía anastenarias y cucañas que mezclan reto y separan devoción.
Simpatizantes, admiradores, fervorosos y comprometidos a un lado; del otro, desinteresados varios, desvinculados de la representación en cuestión.
Nunca activistas defensores de la tristeza y el silencio social se vislumbran en el catálogo de actitudes reactivas frente a la diversión entre humanos. La alegría puede rodearse de grisácea envidia, pero la civilización desecha y expulsa el repudio a la inofensiva algarabía, a los paréntesis lúdicos multitudinarios.
Por civilizada desgracia, aún sobreviven décenas de reductos cromañoides a la sombra de Los Pirineos, localidades cimentadas en un brutalismo cerebral recto y descolorido.
De entre todas las plazas que mancillan colectivamente su condición humana con fervor idiotizante, Tordesillas emerge y lidera el ranking de terrorífica Capital Deshumanizada. En estos comienzos de septiembre, sus moradores amantes de lo sanguinolento sitúan a un infeliz hervíboro, maldecido evolutivamente por una presencia de negrura feroz, de imponente astado bravo, con el objeto de darle desigual caza al remolino de acoso y derribo ecuestre y bípedo.
Alzados con prehistóricas lanzas, punta de idem de su desarrollo tecnológico, acorralan al animal aterrorizado para perforarlo sin piedad, en busca de un golpe mortífero que alce al más cobarde de los torturadores al muy digno título local de rey de los torturadores cobardes. La notable resistencia física es otro de los injustos desatinos históricos del astado en su encuentro con la bestia bípeda ibérica, que remata su algarabía de rojo hemoglobina acuchillando, golpeando, mutilando y aplastando, vivo y sin colear, al abandonado toro entre las fauces caníbales de esos repugnantes que comparten espacio y tiempo con nosotros.
Cuentan los irresponsables aventureros que osan adentrarse por esas tierras bárbaras que los desalmados infantes corretean por sus medievales calles armados con lanzas plásticas, cultivando solemnemente su responsabilidad futura en el mantenimiento de la caverna a oscuras que supone Tordesillas. La localidad vallisoletana mantiene una dilatada experiencia en asuntos que tengan como protagonista la despiada crueldad antropomórfica: en los títulos de crédito del siglo XV fue sede del tratado del mismo nombre, protagonizado por los monarcas castellano-aragoneses y portugués.
Dando los primeros pasos en la evolucionada cultura del cinismo político, acordaron, papa de Roma al acecho, repartirse a grandes rasgos el mundo, línea recta mediante, con el fin de no pelear más de la cuenta por tierras futuras y evitar derramientos de sangre ibérica y lusitana innecesarios. Fue esa rúbrica la primera condena a muerte imperial y católica de millones de indígenas americanos y esclavos africanos, oculta la tortura avariciosa bajo el codicioso manto de la evangelización. Sometimiento, violación y genocidio refinaron sus puntas afiladas desde la cavernícola Tordesillas.
Más allá de sus herméticas fronteras se ha desparramado, afortunadamente en pos de su supresión, lamentablemente en la herida que provoca presenciar la asquerosidad lúdica que enciende sus pasiones, la realidad de un foso oscuro en medio de la civilización.
Su primaria manta plástica, atávica herramienta para ocultar la bajeza humana que preside esta putrefacta actividad carnicera, se ha disuelto y ha dejado al descubierto enseñamiento y masacre enfervorizada.
Rujen sus huestes caballeras en busca de levantar nuevas murallas que protejan su elaborada ignorancia, pero ya es tarde, nada pueden frente a los artilugios electrónicos que dejan constancia aterradoramente visual de la podrida realidad tordesillana. Fuera de su aldea donde, el fuego y la sangre protagonizan el culmen de su evolución social, aún mantienen belicosos embajadores, algunos de ellos acaparadores de múltiples cartas credenciales, que dicen en privado lo que justifican o sortean en público. No hay excusas históricas ni perdones futuros.
El Toro de la Vega es el callo doloroso en la construcción humana de esta nación; no es un tatuaje, sino un melanoma. Aquí no hay fiesta, aquí hay crueldad repugnante.
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