Tan solo desde 2016, docenas de personas –tuiteros, raperos...– han
sido condenadas en la Audiencia Nacional por delitos similares a los de
Alfredo y Julen. ETA ha renunciado para siempre a la lucha armada y
entregado su arsenal, pero las penas de cárcel por enaltecimiento
llueven ahora más que cuando había atentados y bombas.
Uno es de la opinión que todos los jueces de lo penal, esos que
tienen en sus manos poder togado para enviar a prisión a la gente por
años y décadas, con carácter previo a la toma de posesión de su cargo
debieran de hacer obligatoriamente un año de prácticas como internos en
una cárcel al uso, incluido un trimestre en régimen de aislamiento y
supresión de visitas.
Y los fiscales otro tanto, que también son
protagonistas en esta historia.
La tierra tira. A pesar de llevar ya más de cuarenta años viviendo en
Iruñea, el paisaje de mi pueblo, Amurrio –Araba–, es uno de los más
nítidos que conservo en mi disco duro neuronal. Hacia Burgos, en primera
fila, los montes Babio y Burubio abriendo camino por Mendaika hacia
Sierra Salvada-Gorobel, con sus majestuosos picachos: Tologorri,
Ungino...
En otra dirección, hacia Gasteiz, Altube y Gorbea. Sin
embargo, estos últimos meses, los recuerdos de mi pueblo han venido
ligados a las caras de dos jóvenes paisanos: Alfredo y Julen. Los dos
juzgados en la Audiencia Nacional. Los dos condenados a un año de cárcel
por eso que llaman «enaltecimiento del terrorismo».
Los montes que
rodean Amurrio enmarcan ahora un valle que traga saliva y rabia por
estas condenas gratuitas. Miles de personas se han manifestado
últimamente por sus calles en solidaridad con Alfredo y Julen,
denunciando tanta ignominia.
A Alfredo (37 años) se le condena por haber sacado en el txupinazo de
las fiestas del pueblo de 2005 un muñeco de cartón que representaba a
un preso de la localidad. Pretendía así denunciar la política de
dispersión que padecen los presos y presas de ETA y sus familiares.
Nada
de esto le hubiera pasado a Alfredo si las fotografías hubieran sido de
Franco, José Antonio Primo de Rivera, Mola... o de los golpistas y
dirigentes falangistas, tradicionalistas y requetés alaveses del
criminal golpe de estado del 1936: Camilo Alonso Vega, José Luis Oriol,
Luis Rabanera…, pues eso no es enaltecimiento terrorista.
El caso de Julen (24 años) es igual de esperpéntico. Pintó con
rotulador el anagrama de ETA en la pared de una casa. A ello se unía el
contar con un peligroso antecedente: había participado en la ocupación
del gaztetxe, en Amurrio, siendo multado por ello.
A sus señorías, no
les tembló el pulso: un año de cárcel que ya está cumpliendo. Al igual
que en el caso de Alfredo, si hubiera pintado el yugo y las flechas
falangistas no le habría pasado nada. Lo mismo que si hubiera tomado
parte en esos grupos fascistas que han provocado incidentes violentos
durante estos últimos meses en Madrid, Barcelona o Valladolid gritando
«¡Puigdemont al paredón!» entre otras lindezas.
Lo de la Justicia española es de juzgado de guardia. El Tribunal
Constitucional, cuya sesuda lentitud es proverbial, se ha convertido en
un mero telepizza a domicilio al servicio del Gobierno del PP a quien,
en poco más de veinticuatro horas, le suspende o anula cuantos acuerdos o
leyes sean dictadas por el Parlament o su Mesa y no sean de su agrado.
¿Y qué decir de la Audiencia Nacional o el Tribunal Supremo, que en
plazos similares te confecciona una cuatro estaciones aderezada de
delitos de sedición, rebelión y odios identitarios al gusto del
consumidor?
Tan solo desde 2016, docenas de personas –tuiteros,
raperos...– han sido condenadas en la Audiencia Nacional por delitos
similares a los de Alfredo y Julen. ETA ha renunciado para siempre a la
lucha armada y entregado su arsenal, pero las penas de cárcel por
enaltecimiento llueven ahora más que cuando había atentados y bombas. La
autocensura se extiende por las redes. Normal. A la mínima te la
juegas.
El caso de los chavales de Altsasu supera todo lo imaginable. Ni
siquiera en la mente del más retorcido de los fiscales y el más sádico
de los magistrados que pasaron por el Tribunal de Orden Público
franquista –¡y ya los hubo retorcidos y sádicos!– se hubiera podido
incubar la idea de procesar a siete chavales por una trifulca con un
guardia civil, solicitando para ellos penas de 12,5, 50 y 62 años de
cárcel, en total, 374,5 años.
El defender e impulsar el «Alde
hemendik!-¡Que se vayan!», nunca hasta ahora procesado ni penado, es
considerado hoy delito de lesa majestad. Justicia cangrejera.
En el "Cuadro de Indicadores de la Justicia" realizado en 2015 por la
Unión Europea, se señalaba que la española, además de poco eficiente y
de escasa calidad, era una de las menos independientes. Tan solo la
superaba en servidumbres varias Bulgaria y Eslovaquia. La tendencia,
además, ha ido de mal a peor.
De tener una valoración de 4 sobre 10 en
2012, había pasado a un 3,2 en 2015. El reinado gubernamental del PP
durante esos años ha tenido que ver mucho, sin duda alguna, con esa
acelerada degradación judicial.
Pero todo eso ha quedado ya muy atrás. Cuando se incorporen en el
futuro a esa valoración europea las actuaciones telepizza judiciales del
proceso catalán; el inquisitorial procesamiento de los chavales de
Altsasu hecho a la medida de las más altas instancias beneméritas y del
PP; las condenas del Tribunal de Derechos Humanos Europeo al Estado
español por no investigar las denuncias por torturas (4.100 casos
acreditados en la Comunidad Autónoma Vasca entre 1960 y 2013), y el
reconocimiento de los «tratos degradantes e inhumanos» a los que fueron
sometidos Portu y Sarasola durante cinco días de incomunicación (¿han
tomado nota Uds., señorías del Tribunal Supremo?: «tratos degradantes e
inhumanos»: ahogamientos, asfixia, palizas brutales…), la nota que
finalmente se pondrá al Estado español será ya próxima a cero.
Hablaremos ya de justicia basura.
«¡Le dicen democracia y no lo es!», se gritaba en las plazas aquel
mayo florido. Pues la Justicia ni te cuento. Dos son los pesados lastres
que hacen que esta sagrada institución sea una de las peor valoradas
por la ciudadanía.
La primera tiene que ver con que allá en la
Transición, al igual que sucedió con la Monarquía, el Ejército, la
Policía y la Guardia Civil, la Judicatura cómplice y ejecutora de la
maquinaria legal franquista pasó inmaculada, en bloque, sin depuración
alguna a las nuevas instituciones «democráticas», imprimiendo a estas
algo más que carácter.
La segunda, la descarada dependencia de la
Justicia con respecto a sus padrinos gubernamentales y al reparto de
poder entre los grandes partidos. Con tales lastres, esperar justicia de
las más altas magistraturas es como pedir peras a un olmo.
Escrito por
Sabino Cuadra Lasarte