Pablo
Iglesias se dirige al público durante la presentación de la candidatura
a la elecciones europeas Podemos. Iglesias es uno de los cinco
diputados electos de Podemos, junto a la profesora y activista gaditana
de la Marea Verde, Teresa Rodríguez; el exfiscal jefe anticorrupción,
Carlos Jiménez Villarejo; la licenciada en ciencias políticas que
actualmente trabaja como camarera, Lola Sánchez, y el investigador con
una discapacidad del 88%, Pablo Echenique.
Nunca antes una candidatura electoral tuvo que ser tan justificada.
Nunca un candidato tuvo que explicar tanto por qué se presentaba a las
elecciones, ni tuvo ningún nominado a candidato que convencer a sus
posibles electores de que se autoproclamaba candidato aunque en realidad
eran los electores quienes, aun sin saberlo, le proclamaban candidato.
Nunca un aspirante a representante tuvo tantas veces que decir que no
aspiraba a representar a quienes se negaban a ser representados aunque
en el fondo sí representaba lo que ellos proclamaban. Ni tuvo que decir
tantas veces que su propuesta era de unidad y participación. Ni hubo
candidato a las elecciones europeas que “desde abajo y desde la
izquierda” tuviera tanto apoyo desde arriba y desde la derecha, desde
los medios masivos y desde los medios alternativos.
El
“we can” español ha tambaleado de nuevo la convulsa vida
social volviendo a colocar en el terreno de la contabilidad política el
conflicto social. Este desenfoque, este tratar de embridar de nuevo al
15 M, es decir, tratar de encauzar el recalentamiento social que tan
peligroso resulta para la institucionalidad se intentó ya en los
primeros momentos del estallido social que significó el 15M.
Mayo del 2011 fue la peligrosa eclosión de la doble crisis que vive este país:
la económica y la del sistema político. La
primera, común al resto de Europa, no supone mayor peligro para el
poder que la implementación de un nuevo ciclo de acumulación corrigiendo
los desmanes –según las instancias económicas- del capital financiero,
el reto está en conseguir la aceptación social combinando la represión y
el control ideológico. Pero si el sistema político entra en crisis y si
resulta incapaz de controlar el conflicto, entonces, empiezan a sonar
las alarmas. Son esas mismas alarmas que empezaron a sonar a mediados de
los años 70 cuando el modelo económico español daba muestras de
agotamiento, la muerte del dictador y el conflicto social suponían un
cierto peligro para la continuidad del régimen capitalista. Peligro
cierto o mera posibilidad el capital no escatimó medidas preventivas.
Ahora, como entonces, el presente sólo puede leerse desde el pasado.
Dice Bensaïd “quien no tiene memoria ni de derrotas ni de victorias
pasadas tampoco tiene demasiado futuro. El puro “presente del grito” no
construye una política”
1 Como
entonces, este presente de continuos estallidos, de calmas tensas, de
búsquedas de referentes, no constituye en sí mismo una propuesta
política (de poder), ni es en sí mismo un proceso revolucionario, aunque
lleve en su seno gérmenes revolucionarios y apunte a crear las
condiciones subjetivas para la ruptura revolucionaria. Los gritos de
estos últimos años (Prestige, No a la guerra, 15M, Stop desahucios,
escraches, mareas verde, blanca, los mineros, las huelgas sectoriales,
Gamonal) expresan resistencias con una potencialidad revolucionaria que
no se está dando en ninguno de los países europeos, ni siquiera en los
del sur –Grecia, Portugal, Italia- afectados en igual o mayor grado por
el saqueo económico pero quizás menos marcados por la deslegitimación
del sistema político.
El 15M ha significado y significa la
convergencia de las potencialidades presentes, la posibilidad de
construcción de un sujeto político transformador, de ruptura con la
institucionalidad del régimen, de momento sólo una posibilidad.
A mediados de los años setenta España vivió una encrucijada parecida. Entonces se planteó el dilema:
ruptura o reforma. Del
lado de la ruptura, consciente o inconscientemente, los jornaleros, los
obreros explotados, los parados, los jóvenes sin futuro, la memoria de
las víctimas del franquismo, los fusilados de las cunetas, los
represaliados políticos… Del lado de la reforma, la clase política
emergente, los nostálgicos resignados, las clases medias amenazadas, los
obreros acomodados, los aspirantes a europeos, los intelectuales
miedosos… Del lado de la ruptura, la memoria. Del lado de la reforma, el
olvido.
Nuestra guerra civil fue un momento de excepcionalidad donde la
explotación, la miseria, el hambre, pero también la conciencia de otro
mundo posible construyeron el poder popular que se enfrentó al fascismo
–el de dentro y el de fuera. No se fracasó, se sufrió la primera derrota
del siglo XX, nuestra segunda derrota fue la Transición. A finales de
los años 70, el miedo del poder a una posibilidad revolucionaria decantó
el proceso hacia la reforma que llamaron la Transición española. Un
producto que posteriormente tendría un alto valor de exportación. Todos
los poderes, constituidos y constituyentes, se articularon en una
estrategia común para conjurar la ruptura.
También entonces el conflicto social se daba en todos los ámbitos, en
los centros de trabajo, en los barrios, en el campo, en la educación.
La institucionalidad política, lastrada por el aparato franquista, se
mostraba incapaz de reconducir el proceso. De ahí que, desde fuera y
desde dentro, hubiera que favorecer y alimentar una “tercera vía”:
un líder, una consigna vacía y un consenso.
El régimen se travestiría, el miedo de los intelectuales –siempre con
un pie en el estribo- los convertiría en bisagras de la reforma, las
promesas europeistas alimentarían las esperanzas de bienestar, y la
democratización del consumo sedaría los cuerpos y las mentes. Así se
fraguó, desde el poder
el centro de la UCD, luego
el cambio del PSOE, después la
democracia de todos los partidos.
En la coyuntura actual, tomando cierta distancia respecto de la
retórica mediática. La propuesta de la plataforma Podemos, no se
diferencia gran cosa de la propuesta
normalizadoraque significó
la Transición española. La diferencia más significativa es que las
elecciones se han convertido en el instrumento normalizador, en el cauce
adecuado para restaurar el
orden, igualmente adecuado para una
derecha sin legitimidad suficiente y para una izquierda aún asustada por
la guerra civil. Ilustración de esta situación es la valoración tan
positiva de la policía, según el barómetro del CIS (Centro de
Investigaciones Sociológicas), justo cuando aumenta la represión.
Desde el 2011 cuando el 15M visibiliza el resquebrajamiento de la
legitimidad del sistema político (“lo llaman democracia y no lo es”, “no
nos representan”) el régimen baraja distintas opciones de continuidad:
a)
la restauración autoritaria (aumento de la represión y el
control social, silenciamiento de las protestas, estabilización del
sistema económico, amedrentamiento de las clases medias, reforzamiento
de la ultraderecha), b)
un gran pacto de salvación nacional (acuerdos entre la clase política para garantizar la estabilidad económica) c)
canalización y normalización de la protesta.
Los dos primeros escenarios no están teniendo ni los apoyos ni la
fuerza suficiente, el primero encuentra rechazo en Europa, demasiado
riesgo para la economía, el segundo carece de base social, el tercero
está por testarse, todo dependerá del acierto en la elección de los
personajes a promover, de la potencia de las consignas y de la
fabricación del consenso necesario. Objetivamente, el “we can” español
se inscribe en este tercer escenario. Evidentemente, nada de lo que aquí
planteo es el resultado de ninguna conspiración, se trata sólo del
resultado no intencional de acciones que sí son intencionales. Es la
propia coyuntura la que favorece, la que genera la oportunidad, para el
lanzamiento de una figura mediática que viabilice una opción
consensuada. Se trata de una coyuntura distinta a la del 2009 cuando
Izquierda Anticapitalista, escindida de Izquierda Unida (IU) no contaba
con ninguna figura capaz de arrastrar el voto de la izquierda social que
perdía IU; ahora parece haberla encontrado.
Medios de comunicación, liderazgo e institucionalización son
las tres patas que tratan de estabilizar la “democracia” española, o lo
que es igual, de legitimar el golpe autoritario que necesita la
economía. Si el conflicto social no hace viable la relegitimación de los
partidos políticos la opción más razonable –desde la perspectiva del
poder- será la relegitimación del sistema por la vía electoral. Frente a
la acumulación de poder que representa Gamonal, frente a la
reapropiación de lo político o frente al conflicto transformador, la vía
electoral de Podemos sería la opción más viable para la continuidad del
régimen.
Un proceso revolucionario es una potencialidad que aspira a
convertirse en probabilidad. En el camino se entreveran momentos de
calma con estallidos sociales y ambos tributan al proceso de acumulación
de poder. Pero también en estos momentos las fuerzas conservadoras
hacen su trabajo. Desde el punto de vista del análisis político este me
parece que es el momento que vivimos.
Mi abuela que era campesina, religiosa y de Valladolid decía que “de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno”.
El fetiche del poder o la confusión entre opción electoral y opción de poder
En la encrucijada política y en la coyuntura que vive el Estado
Español la opción electoral no es una opción real de poder, me refiero a
una alternativa de poder popular. Sin embargo, desde las movilizaciones
masivas del 15M no ha habido momento ni grupo político (de izquierdas o
de derechas) que no haya tratado de encarrilar la protesta hacia la vía
institucional, especialmente en las citas electorales. Por eso, aun a
riesgo de sobredimensionar el más reciente intento de la plataforma
Podemos, merece la pena abordar la reflexión sobre el carácter
fetichista del proceso electoral en la coyuntura actual así como las
lógicas que hacen de él el mejor instrumento de disciplinamiento social.
Cualquiera de las opciones políticas que hoy se disputan los votos
asume que elegir un candidato de la amplia -o reducida, según se mire-,
oferta de partidos, implica una opción de poder. Identifican así
democracia con votación, tal y como el propio sistema lleva sosteniendo
desde la generalización del voto, desde que se constató que gracias al
manejo de la opinión pública la gente siempre acabaría votando lo
correcto de modo que las elites no correrían ningún peligro de ser
desplazadas por las clases populares. Asumen también que es la vía
aceptable para cambiar las cosas. El campo de la política queda así
reducido al ámbito institucional.
De la misma forma que ocurrió en
nuestra
primera transición –sostengo que estamos viviendo una
segunda transición-
se trata de despojar a lo social de su componente político por la vía
de la institucionalización del conflicto, o lo que viene a ser igual,
neutralizándolo al colocarlo dentro de los márgenes de lo aceptable.
Todas las opciones políticas actuales parten de la aceptación de las
reglas de juego, las mismas que hacen inviable que este sistema
representativo se transforme en una democracia. Incluso aquellos que
sostienen ser anticapitalistas aceptan la forma política del
capitalismo.
Sin duda el discurso admite la paradoja de negar que estemos en una
democracia al tiempo que se sanciona esta democracia aceptando los
cauces institucionales, admite contracciones tales como presentarse a
unas elecciones compitiendo por la captación de votos al tiempo que se
dice que se presentan porque estas elecciones europeas no significan
nada, se está en contra del liderazgo al tiempo que se potencia al líder
mediático, se afirma querer dar voz a los sin voz al tiempo que se les
trata de incapaces y de no saber lo que quieren. Porque en el fondo,
parecen decir, las masas quieren que se gestione políticamente su
protesta.
Si alguna virtud tienen los procesos electorales es la de sacar a la
luz el abanico extenso de contradicciones de los discursos políticos. En
estos momentos es muy difícil distinguir entre posibilismo y
oportunismo, entre los deseos y los intereses. Pero la campaña del
“spanish we can” ilustra como ninguna lo que da de sí la retórica
ilustrada, o la versión nacional de los reality show americanos. Por lo
demás, las estratagemas retóricas no harán sino desarmar el conflicto
social sin apenas arañar el fetiche del sistema.
Como instrumento de disciplinamiento las elecciones han devenido en
fetiche, es decir, objeto al que se le asignan propiedades mágicas.
Carlos Marx acuñó el concepto de fetichismo para referirse a la
mercancía en tanto que producto manufacturado que oculta las relaciones
de trabajo bajo las cuales fue producido. Los procesos electorales en el
contexto actual no significan poner en manos de la gente opciones de
poder y sin embargo se nos presentan como si lo fueran. Por otro lado,
las reglas que rigen estos procesos permanecen ocultas mientras que, el
voto, aparece como proceso neutro, mero procedimientos para seleccionar a
los candidatos según las preferencias de la gente. Pero, como decía
Badiou reflexionando sobre las elecciones presidenciales francesas de
2002, “En realidad, existe una distinción fundamental entre “ser
candidato” y estar en un lugar que indica la posibilidad de un poder”.
El acceso a esa clase de lugar se decide de otro modo y según criterios
distintos a los de la candidatura
2 ”.
El hecho de que algunas opciones electorales que se auto proclaman
transformadoras, puedan llegar a disputar alguna plaza en la arena
política sólo significa que se ajustan al principio de la homogeneidad,
es decir, “que se sabe a ciencia cierta que no harán nada esencialmente
diferente de lo que hicieron quienes los precedieron”
3 .
La alternancia en las instituciones de los que se consideran “enemigos
políticos” favorece la labor disciplinante del voto ya que la
alternancia implica que la opción que ha conseguido alcanzar el lugar de
relevo no ha tomado ninguna medida para hacer que su ascenso fuera
imposible. Sin duda, el discurso es otra cuestión. Como decíamos
anteriormente los discursos pueden seguir siendo radicales e incluso de
ruptura. Lo importante es elaborar un producto político homologado en la
práctica.
En octubre del 2011, antes de las elecciones nacionales, escribí una
reflexión titulada “Todos tienen prisa por institucionalizar al
movimiento 15M”
4 ,
en ese momento analizaba el dato curioso de que tanto intelectuales de
izquierda, partidos como el PSOE o el PP e incluso algunos grupos del
15M hicieran constantes llamados a que la protesta de las calles se
canalizara, bien convirtiéndose en una opción política, bien apoyando a
alguna opción ya constituida o transformándose en grupo de presión al
estilo lobby americano. A día de hoy ninguna de estas vías ha cuajado
por lo que, desde las instancias de poder, la inestabilidad política se
sigue considerando un riesgo para la estabilidad económica, es decir,
para la continuidad, sin sobresaltos, del enriquecimiento de las elites.
Los resultados electorales de noviembre del 2011 fueron un balón de
oxígeno para el régimen y para sus dispositivos políticos pues, aceptada
la mecánica electoral, se relegitimaba el sistema aunque fuera de forma
precaria y se garantizaba la continuidad de los cambios tales como el
golpe de mano que significó la aprobación de la reforma del artículo 135
de la Constitución.
En nuestra primera transición la consigna electoral del
cambio, el liderazgo
made in USA-UE de
Felipe González, el disciplinamiento del PC y la aceptación de la
monarquía y de las reglas de la nueva institucionalidad, hicieron viable
la nueva fase liberal. No era falso que se estuviera por el cambio: se
desmanteló el sistema productivo con la famosa
reconversión industrial,
se liberalizó, se privatizó, se inició la desregulación del mercado de
trabajo, se construyeron las bases de la burbuja inmobiliaria, etc. Algo
del régimen cambió, algo del mismo continuó, y lo sustantivo, la
continuidad de la acumulación de las elites y la explotación, se
mantuvieron.
En la coyuntura actual, con o sin el disciplinamiento electoral, las
cosas van a seguir cambiando, se va a seguir recortando el gasto
público, aumentará la precariedad laboral y los trabajos miseria, se
deteriorarán más aún si cabe todos los servicios públicos, aumentará la
represión de la protesta, su criminalización y su silenciamiento
mediático…Todos estos cambios son necesarios para terminar de implantar
la nueva fase de acumulación económica. La
doctrina del shock se
aplica en nuestro país adaptada a la complejidad autóctona y a nuestra
ubicación en el sur de Europa. Sin embargo, para ser implementada
necesita poner de nuevo
en valor al maltrecho sistema político.
Recuperar el consenso respecto de la institucionalidad, es decir, volver
a apuntalar el sistema fisurado. En este sentido,
las elecciones hoy siguen siendo el instrumento más eficaz de legitimación del sistema político y de disciplinamiento social: dentro del sistema todo, fuera del sistema nada.
De forma muy intuitiva la población española que se movilizó
masivamente siguiendo la consigna “no nos representan” expresaba la
distancia entre opción electoral y opción de poder. En una “no
democracia” ninguna opción electoral representa al pueblo. Que las
elecciones posteriores no reflejaran, a través de la abstención, el
rechazo masivo al sistema representativo no puede interpretarse, como
parecen suponer nuevas formaciones políticas, como la inexistencia de la
“opción electoral adecuada”. Caben otras interpretaciones. Una de ellas
pasa por poner en relación el presente con la historia de nuestro
sistema político. Es decir, el valor simbólico que el voto tiene para
las generaciones que han vivido la dictadura franquista y también para
aquellas que han sido socializadas en la estandarización europeista.
Otra interpretación sobre la aceptación generalizada del instrumento
electoral la encontramos en la cultura política que ha generó la primera
transición. Una forma de identificar lo político única y exclusivamente
con lo institucional. La atomización y el encauzamiento de la sociedad
civil a través del asociacionismo; y el rechazo al conflicto
(identificado siempre con violencia) Quien se mueva no sale en la foto,
diría Alfonso Guerra, pero la realidad es que quien se moviera
aparecería en las fotos de comisaría. En esta segunda transición el
poder de las elites circula entre la búsqueda del consenso, sumando
adeptos al espectáculo electoral, y la represión y la violencia para los
indisciplinados.
Los nuevos partidos surgidos al rebufo del 15M como el partido X, o
formaciones como Equo, o la plataforma Podemos, hacen una lectura
interesada e instrumental de las esperanzas y deseos que, a modo de
fetiche, se depositan en el proceso electoral. En el mejor de los casos
juegan al “como si” del voto, hagamos como si fuera otra cosa distinta a
la que es, como si fuera algo más que un instrumento del sistema, en el
peor de los casos, asumen las elecciones como el mejor camino de
promoción corporativa, alcanzar una cuota de poder para su grupo a
cambio de la pacificación social.
De ahí que, para la plataforma
Podemos, todas las energías se dirijan a captar votos vengan de donde
vengan. De la izquierda transformadora, de sectores reaccionarios,
cuasi-fascistas, de progresistas, de clases medias, de intelectuales, de
gente común y corriente. Un vistazo a la propuesta electoral y a los
siete puntos que, según su líder mediático, definen quién está con él y
quien no, no dejan lugar a dudas. Como en su día el PSOE o como el
slogan de la
Coca-Cola, el producto ha de ser para todos, para la
gente común; solo así se puede aspirar a ganar. Se rebajan las
demandas, se vacía el discurso, se eluden temas escabrosos, se recogen
las consignas más impactantes y con más seguidores en twitter, y se
convierte en enemigo al resto de las fuerzas políticas a las que se
disputa cuota de mercado.
En la coyuntura actual remozar el sistema político sólo se puede
hacer con nuevas caras más mediáticas, con nuevos mensajes más
postmodernos y con el reciclado de propuestas novedosas procedentes de
la protesta social (autogestión, participación, horizontalidad…).
La institución electoral está sacralizada porque lo está el sistema
representativo al que llamamos democracia. La fe electoral se alimenta
de la impotencia, el miedo al vacío, la desesperanza o la falta de ánimo
para cambiar las cosas. Pero esta sacralización es en parte responsable
del estrangulamiento de las alternativas de poder popular que
únicamente se hacen visibles a través de situaciones de conflicto como
las movilizaciones contra los desahucios, los escarches, la toma de
supermercados por el SAT (Sindicato Andaluz de Trabajadores) o la
rebelión vecinal de Gamonal.
El miedo, la vergüenza, el aislamiento, son lo que nos conduce a la
mistificación del voto, a reproducir la lógica del fetiche que no tendrá
más resultado que ahogar en la impotencia las esperanzas democráticas
de este país. Pero no podemos olvidar que todavía, en la memoria
colectiva que se transmite de generación en generación, perdura la
utopía posible de una democracia, y los conflictos, los presentes y los
que están por llegar son sólo síntomas que tratan de convertir en
probable lo que de momento sólo es una posibilidad: la democracia.
De instituciones, de votaciones y de líderes
En la coyuntura actual la institucionalización es el camino para la
desactivación del conflicto, las votaciones el método para la
legitimación del sistema y al liderazgo político se accede por
aclamación mediática.
El surgimiento de una nueva opción electoral como Podemos que
aprovecha la oportunidad abierta por la doble crisis económica y
política no es nuevo, opciones como Ciutadans, UPyD, IA, Equo, Partido
X
5 …
salieron al paso del inicio de la deslegitimación institucional y de la
desafección política. Lo novedoso es el nivel de deslegitimación
alcanzado por la clase política en los últimos años que hace improbable
una
regeneración del sistema apoyándose en rostros ya marcados. De ahí que,
una
Segunda transición que conjure la ruptura necesita neutralizar, de
nuevo, los elementos más radicales, canalizar y desactivar el conflicto
por la vía del voto para que la política siga siendo el espacio donde se
negocian intereses pero no donde se disputa el poder. Insistimos en
que en la coyuntura actual la opción electoral no es una vía de acceso
al poder, no es el lugar donde se disputa.
El filósofo alemán Hegel entendía que las principales tareas del
Estado en la nueva sociedad burguesa eran: ideológicas y políticas. Pero
del siglo XVII a la actualidad, el Estado, como la economía
capitalista, han sufrido un proceso de naturalización y objetivación.
Percibimos al Estado burgués como El Estado –desprendido de su
concreción histórica y de clase-, a la política como una técnica, y a la
economía capitalista como la economía en sentido genérico (la forma de
resolver las necesidades de la vida en comunidad). De la misma forma que
la economía ha perdido el adjetivo “política” -para hacernos creer que
detrás no existe ningún tipo de relación de poder sino el devenir
objetivo y natural de las fuerzas abstractas del mercado-, la política,
se ha despolitizado, es decir, desideologizado.
Esto quiere decir que
la política se nos presenta como una técnica (gestión
y administración de recursos), como una actividad que realizan los
especialistas, los políticos, como un ámbito en el que la participación
de los ciudadanos consiste en elegir a los gestores correctos y, en caso
de no estar satisfechos con su actuación la posibilidad de cambiarlos
cada cierto tiempo. Poco más o menos como actuaríamos en el mercado
eligiendo un producto u otro en función de su presentación. En la
política moderna no se pone en juego el poder, sólo su apariencia
pública.
La política despolitizada nos dibuja pues un tablero en el que no hay
contradicciones irresolubles, por ejemplo entre el Capital y el
trabajo, sino meras negociaciones de intereses, en el que los políticos
elegidos según la fuerza del número de votos obtenidos estarán en mejor o
peor condición, se nos dice, para negociar los intereses de sus
representados. El conflicto de clases, la explotación, no puede
trasladarse a la política porque en el mismo momento en que una opción
de poder real, popular, tuviera alguna posibilidad de convertirse en
hegemónica, sería criminalizada y sacada fuera del tablero de juego.
Así,
mover ficha en un tablero trucado y con las fichas marcadas sólo podrá
acrecentar el desánimo y la impotencia, a la vez que estigmatizará
cualquier reivindicación o conflicto que se de fuera de los cauces
establecidos.
La única vía posible para repolitizar la política, es decir, para que
el parlamento vuelva a ser el lugar en donde se disputa el poder es la
acumulación de poder por parte de las clases populares, acumulación
capaz de cambiar el tablero, las fichas y las reglas.
Hacer cada vez más visible el conflicto y lo que tiene de universal
el conflicto particular y concreto debería ser hoy la tarea fundamental
de cualquier liderazgo político que aspirara a transformar este país.
Esta es la vía abierta por el 15M cuando ocupa las plazas y las calles,
es también el camino que abre el SAT (Sindicato andaluz de trabajadores)
cuando ocupa tierras, es la vía de la PAH (Plataforma de afectados por
la Hipoteca) cuando para desahucios, son los mineros cuando marchan a
Madrid haciendo confluir múltiples mareas, son los maestros, los
trabajadores de la salud, los trabajadores de la limpieza, son los
vecinos de Alcázar de San Juan contra la privatización del agua, son las
más de 36.000 manifestaciones y concentraciones en el 2012
6 . Es la lucha de los vecinos de
Gamonal en vez de la opción electoral de
Podemos .
Sin embargo, frente al conflicto capaz de variar la correlación de
fuerzas el propio sistema despliega el capital simbólico acumulado
durante la transición: los órganos de representación y las elecciones
como única relación posible entre lo político y lo social. Los miedos,
las amenazas y el conservadurismo generalizado hicieron el resto. En
este país no caben las revoluciones sino las transiciones.
Se nos convence de que no habrá nunca victorias totales, de que
frente a la violencia de las calles está la paz de las instituciones, de
que no hay logros posibles que no sean convenientemente pastoreados, de
que es esta democracia o el caos, el orden institucional o el fantasma
de la guerra civil, se nos dice.
La política despolitizada se construye sobre el dogma de la política
como técnica no sólo de gestión sino de pacificación del conflicto
social por la vía de la institucionalidad.
De las tertulias que
simulan el enfrentamiento, al parlamento, de los intereses
irreconciliables, a la negociación razonable, del pueblo, a la
ciudadanía y de las mareas, al candidato. Estos son los recorridos que
traza la reproducción del sistema. Las votaciones, no significará
variación alguna en las relaciones de poder y explotación; y cualquier
opción que tomemos de cara a las citas electorales será una opción
incoherente, en el fondo, una trampa postmoderna en la que partiendo de
nuestros deseos de transformación, de la defensa de nuestros intereses y
de la crítica al sistema nos convertiremos en cómplices necesarios de
su reproducción.
¡Orden, orden, formen una plataforma electoral!
La democracia no es un término que pueda descontextualizarse. Como
cualquier concepto, como las elecciones, es una construcción histórica
que ha devenido ideología legitimadora de los sistemas políticos
modernos. Apelar a la democracia griega del siglo V a.c. o traducir
literalmente el término como poder del pueblo es un recurso retórico
útil para que los profesores de ciencias políticas ilusionemos a
nuestros alumnos con una esperanza hueca que no tardan en arrojar a la
papelera cuando ponen un pie en la calle. Las revoluciones modernas, la
británica, la francesa y la norteamericana, no fueron revoluciones
democráticas, aunque llevaran en su regazo algunos elementos
revolucionarios, aunque algunos de sus pensadores tradujeran estos
elementos a concepciones ideológicas revolucionarias.
La ilustración parió pensadores revolucionarios -el mismo Carlos Marx
es hijo de la ilustración-, y sembró semillas transformadoras, pero
sobre todo fueron momentos en los que se construyó el sistema político
moderno, el Estado burgués (o Estado de Derecho), que necesitaba el modo
de producción que comenzaba a convertirse en hegemónico: el
Capitalismo. Los liberales anglosajones, que siempre han sido más claros
y han tenido menos prejuicios, estuvieron en contra de la democracia
pues tuvieron claro que era incompatible con el libre mercado. Pero
igualmente tuvieron claro que utilizar el término democracia para
designar a los sistemas representativos era la mejor forma de
legitimarlos ante el pueblo aunque se corrieran algunos riesgos. Porque
si todos somos iguales ¿qué es lo que otorga a unos el derecho a mandar
sobre otros? ¿Cómo se justifica la obediencia? El derecho a elegir, el
derecho al voto, es el mecanismo que legitima a unos para gobernar sobre
otros, si nosotros los hemos elegido libremente hemos de obedecerlos.
El Estado y las votaciones dejan de ser instrumentos de las elites
cuando hay en marcha un proceso de construcción de soberanía popular.
Esta situación ha sido posible en algunos países latinoamericanos,
Venezuela, Ecuador y Bolivia; y su influencia y estrategia integradora
han arrastrado a otros gobiernos del área. Pero interpretar que estos
procesos democráticos han sido posibles gracias a la conformación de
mayorías electorales es una visión miope si no interesada que invierte
la relación causa-efecto. La traslación mimética de estos procesos a una
realidad tan distinta como la española sólo es posible desde la
simplificación más burda y manipuladora, y su intencionalidad no es otra
que la de generar el efecto propaganda. Ningún proceso de
transformación social es el resultado azaroso y casual de la historia,
lo cual no quiere decir que no haya cierta dosis de casualidad; el azar
se da sobre lo ya construido y puede actuar a favor o en contra de la
transformación.
Orden, dirección y estabilidad son las características de la
institucionalización burguesa. Son las garantías que exige el Banco
Central Europeo. Son los rasgos sustantivos que garantizan la
reproducción del capitalismo en su fase actual, la que David Harvey
llama
acumulación por desposesión. Dicha acumulación, dada la
trayectoria de nuestro sistema político sólo puede realizarse con una
combinación adecuada de consenso y represión. De ahí que junto con las
constantes propuestas de regeneración del sistema político se ponga en
marcha la llamada “ley mordaza” o la reforma de la ley penal. De ahí que
ante las crecientes mareas de movilización social se promuevan opciones
electorales.
Sin embargo, las instituciones actuales, desde la jefatura del Estado
(la monarquía), la judicatura pasando por el parlamento y los cuerpos
de seguridad del Estado, no son reformables. Como decíamos en la parte
segunda de este análisis la Transición española no enlaza con la
institucionalidad previa a la guerra civil, no rescata la legitimidad
democrática de la Segunda república sino que reformula la
institucionalidad franquista. En un primer momento el régimen se
trasviste pero se le ve demasiado el rabo al diablo. En la primera
Transición los nuevos rostros del PSOE y la campaña electoral a la
americana
7 diseñada
como una campaña publicitaria por Julio Feo hicieron la labor
disciplinadota que el antiguo régimen era incapaz de cumplir.
Pero nos
encontramos en un momento mucho más crítico que a principios de los años
ochenta, en estos momentos hay opciones ya quemadas. La degradación del
sistema político (la corrupción) que, según los informes alemanes es el
mayor factor de desestabilización de nuestro país deja sólo dos
opciones abiertas, una de ellas la franquista de los años sesenta: los
tecnócratas a la política, la otra, una versión postmoderna del
“cambio”: nuevas caras y promesas de honestidad.
Institucionalización y legalización van de la mano. La
institucionalización ordena, estabiliza, reparte funciones, asigna
tareas. Es un proceso de racionalización cuya función principal en las
sociedades modernas es desactivar el conflicto canalizándolo si se trata
de opciones negociables o sacándolo fuera (criminalizándolo) si no se
puede institucionalizar. Desde el estallido del 15M ninguna de las
movilizaciones sociales han buscado una “gestión institucional” de ahí
las resistencias al proceso de institucionalización, de ahí el riesgo
posible (aunque todavía no probable) de ruptura con el orden actual.
En este proceso de aumento constante de la conflictividad social
muchos intelectuales, académicos y políticos han sido desplazados de los
espacios de conflicto, o simplemente no estaban allí. La movilización
social los ha reducido a meros acompañantes de los procesos, ni
interlocutores, ni guías, ni expertos ni líderes. Muchos se han
sentido defraudados, algunos han repudiado al vulgo ignorante, los menos
han tomado el testigo del compromiso, y alguno que otro ha creído ver
su oportunidad de salir del segundo plano para desempeñar un papel
protagonista. ¿Por qué esperar a que haya una sociedad revolucionaria?
¿Y si nunca se da?
¡Votad, votad, malditos!
Cuando no existe un poder popular acumulado, las elecciones son el
instrumento que legaliza y legitima el poder de las elites, son un fiel
reflejo de las relaciones mercantiles, si no fuera así no habría
elecciones. Los sistemas representativos modernos ponen en el mercado
del voto las opciones posibles y la única libertad de los ciudadanos es
elegir entre ellas. Si las instituciones, las que resultan de la
hegemonía capitalista, se nos venden como productos neutros, como
cascarones vacíos a la espera de ser ocupados por los sujetos adecuados,
el procedimiento homologado para tal función es el electoral.
El voto es el primer instrumento de delegación de soberanía de
nuestros sistemas. Es el ejercicio político al que queda reducida la
participación social. Es además un acto individual, resultado de la
concepción de la política también como un sumatorio de voluntades
individuales. Una vez ejercido, el ciudadano puede volver a casa
tranquilo, ha transferido la responsabilidad de la toma de decisiones
políticas, ha depositado en el otro su voluntad para que ese otro haga
lo que pueda, lo que le dejen o lo que quiera.
Cuando no existen mayorías sociales –estar en una misma situación de
explotación no supone ser una mayoría social ya que para ello se
necesita una misma conciencia de identidad de clase-, el voto es el
constructor de las mayorías políticas postmodernas, desideologizadas, es
decir, el gusto, la simpatía, la presentación del candidato, no la
ideología, ni la práctica política, son los referentes de la elección.
Igual que ocurre en el mercado para otras mercancías, la concurrencia
de los ciudadanos no es una concurrencia libre, está relacionada con su
capacidad de compra, en el caso de las elecciones, de su cultura
política, de su implicación en organizaciones, de su mayor o menor
exposición a la influencia mediática. Como en el mercado, no existe una
competencia real ni entre las distintas opciones ni entre los líderes
correspondientes. El sistema es básicamente homogéneo. Las reglas
electorales homogenizan el sistema.
Quinto Tulio Cicerón daba unos consejos a su hermano mayor en su
campaña para el consulado: “Una candidatura a un cargo público debe
centrarse en el logro de dos objetivos: obtener la adhesión de los
amigos y el favor popular”.
8 Como
vemos, ya en el año 64 antes de nuestra era, los intelectuales
señalaban las pautas necesarias para lograr ser elegidos. Ambas pautas
implican que las campañas electorales recauden apoyos de personas
relevantes, que los contenidos de los mensajes sean lo más genérico
posibles para no crear conflicto entre los posibles votantes y que se
centren en los temas de mayor preocupación popular.
Todos los programas de acción de las opciones electorales actuales se
centran en movilizar a la gente para que vote no en movilizarla para
resolver sus problemas, para oponerse a la coacción o para tomar el
poder. De este modo el compromiso que se pide es el compromiso de saber
elegir a la persona correcta. Estas opciones aceptan el chantaje al que
los sistemas representativos someten a la gente: ¿Y si no votamos qué
hacemos? Se apoyan aquí para sacar votos. Oportunidad y oportunismo no
solo tienen la misma raíz en la coyuntura actual son clones.
El desgaste de la representación política va unido al descrédito de
los programas electorales. Al igual que las etiquetas de los productos
en el mercado por más que leamos su composición y sus beneficios nunca
podemos estar seguros de no haber sido víctimas del engaño de la
propaganda. Ante esta situación las nuevas ofertas electorales proponen
que sea el propio votante quien elabore el programa, de la misma forma
que Ikea nos ofrece redecorar nuestra vida por poco dinero, aquí se
oferta un programa a la carta. Que sean los ciudadanos quienes indiquen
sus demandas a través de la participación (electrónica preferentemente),
después los expertos valorarán y confeccionarán el programa, a gusto de
todos.
Para una opción electoral lo fundamental es “no quedarse fuera de
juego”, dejarse de pretensiones revolucionarias si de lo que se trata es
de ganar. En la coyuntura actual todo diseño ganador debe dirigirse a
la gente “normal”, a la gente corriente, como en aquel anuncio de la
Coca- Cola :
“Para los gordos, para los flacos, para los altos,
para los bajos, para los que ríen, para los miopes, para los que lloran,
para los optimistas, para los pesimistas, para los que lo tienen todo,
para los que no tienen nada… para los educados, para los que sufren…
para los que participan, para los que suman, para los que no se callan.
Para nosotros. Para todos.”
Nada mejor que la publicidad de esta empresa, apunto mandar a la
calle a cientos de sus trabajadores, para expresar la distancia entre el
discurso y la práctica cotidiana. Desde el momento en que el triunfo de
las opciones políticas descansa en la suma de votos, el marketing
político –confundido constantemente con la comunicación política- es
quien tiene la última palabra.
Por eso, los medios de comunicación como en cualquier campaña para
cualquier otro producto se ponen a disposición de la simplificación de
los mensajes, la única forma de que llegue a un público generalizado.
Cualquier opción que pretenda ser mayoritaria tendrá que enarbolar el
“sentido común” como bandera. Tendrá que elevar el “sentido común” a
categoría política para tener opciones de ganar. El sentido común del
comprador que se deja llevar por su intuición ante el bombardeo
constante de mensajes, teniendo siempre la banal esperanza de que esta
vez sí, no se dejará engañar.
Así, expresiones como “participación
ciudadana” “empoderamiento” “apostar por la decencia” “la patria”, etc.
suplirán los contenidos de un programa político que necesariamente
tendría que ser excluyente.
Dado que no hay conciencia de clase, dado que no hay un “potente
movimiento de masas”, ni hay “partido que catalice el malestar social”,
es decir, si hay una izquierda sin unidad e impotente y el malestar
social no tiene claro a donde va,
ergo, démosle una salida electoral. Si la izquierda no es una alternativa real de gobierno, dicen nuestros filósofos, apoyemos a
Podemos.
Como opción electoral no queda claro si estas nuevas formaciones son o
no de izquierdas, o si simplemente son una alternativa de gobierno
aunque no sea de izquierdas, o si nada de esto tiene la menor
importancia.
Pablo Iglesias o Belén Esteban
En una entrevista a Julio Feo, ex secretario de la Presidencia y
coordinador de varias campañas de Felipe González, en enero de 2011 se
le preguntaba por las características que debía tener hoy un buen líder a
lo que Feo contestó: Los mismos que ayer y que mañana: carisma,
sentido común, claridad de ideas, honestidad, un programa y una
ideología claros, y ganas de trabajar
9 .
Nadie mejor que este publicista formado en una empresa estadounidense y
con el aval de los éxitos cosechados para el PSOE para orientar la
construcción de una opción política con posibilidades de ganar. Lo
interesante es la atemporalidad de su consejo y que fuera formulado en
plena crisis del sistema político, pocos meses antes de que estallara el
15M.
Suponemos que en realidad Julio Feo nos señala los rasgos que debe
presentar la imagen de cualquier candidato con opciones. Todos ellos
están en sintonía con lo que muchos siglos antes Tulio Cicerón señalaba
como recursos que un político debía manejar para movilizar a sus
electores: “… hay tres cosas en concreto que conducen a los hombres a
mostrar una buena disposición y a dar su apoyo en unas elecciones, a
saber, los beneficios, las expectativas y la simpatía sincera, es
preciso estudiar atentamente de qué manera puede uno servirse de estos
recursos”
10
No cabe duda de que la nueva opción electoral maneja todos estos
recursos, especialmente las expectativas y la simpatía del posible
candidato. Pero existe un handicap importante, si el público al que se
dirige es “normal”, el “para todos” de la
Coca-Cola, para
convertirse en representante de los deseos de la gente, de sus demandas,
de su hartazgo, de su indignación, entonces, la formación intelectual
del candidato puede ser un lastre, una pequeña marca en el currículo. La
sinceridad y la honestidad de la propuesta pueden verse menguadas por
el excesivo carácter intelectual del candidato.
En realidad si se tratara de coherencia, el votante de la nueva
formación tendría que elegir como candidata a Belén Esteban. La
narrativa del fenómeno Belén Esteban, como en las telenovelas, muestra a
un personaje de extracción popular, con poca cultura, pero honesta, en
la que la representación pública del personaje coincide íntegramente con
la realidad del mismo. Un personaje capaz de mantener a millones de
espectadores pendientes de su historia posicionándose a favor o en
contra y que es elegida como “Princesa del pueblo” por aclamación
popular.
El vaciamiento de la política y el voto como legitimación del
sistema se corresponden con una época post-moderna donde conviven en un
mismo nivel distintas formas de entender el mundo sin que se anulen
entre si, la incoherencia forma parte de los relatos políticos
post-modernos. A los discursos políticos sólo se les exige
coherencia en la apariencia, en la puesta en escena. Así la selección de
los candidatos sólo tiene dos vías posibles: la negociación de
intereses al interior de los partidos políticos, o por aclamación
popular. Tan escasamente participativas la una como la otra ya que en el
segundo caso dicha aclamación no es posible sin la concurrencia de los
medios de comunicación.
Por otro lado, las elites ilustradas han dejado de ser valoradas
positivamente dada su incapacidad y falta de compromiso con las clases
populares. La oferta y la demanda cuestiona el mérito como rasgo
distintivo de la clase política por eso Belén Esteban tendría más
posibilidades que Pablo Iglesias aunque este último si de verdad quiere
convertirse en un candidato popular tendrá que rebajar cada vez más su
discurso y su puesta en escena aproximándose a la narrativa de los
“famosillos” con los que la gente “normal y corriente” se siente más
identificada.
Dice la investigadora María Lamuedra que los shows de tele-realidad y
las historias de famosillos son formatos actuales, post-modernos, de la
hibridación social. Que esta hibridación ofrece un mayor poder
interpretativo a los espectadores que se pueden identificar o criticar,
decodificar las historias en un orden moral maniqueo u optar por una
reflexión más profunda sobre los cambios culturales. Estos formatos, nos
dice, son una mutación del melodrama y cumplen una función social
integradora de la burguesía y las clases populares.
Podríamos aplicar este análisis a las tertulias políticas considerándolas una mutación de los antiguos debates.
En ellas, no está en juego ningún argumento, ninguna reflexión, sólo la
simulación del conflicto social a través de la representación
discursiva banal. Los participantes pueden, gracias a su vacío de
significantes, conectar con distintas sensibilidades, unas más
progresistas otras más reaccionarias.
En un sistema político que se legitima apoyándose en la suma de
agregados de voluntades individuales, los medios de comunicación masiva
son realmente los encargados de posibilitar estos arreglos. Son una
pieza clave en la selección de los candidatos. No puede ser casualidad
que sólo determinadas opciones encuentren la oportunidad de salir en los
medios masivos. En este sentido, tampoco es casualidad el diferente
tratamiento dado a Gamonal y a Pablo Iglesias. Los medios no sólo
construyen héroes y villanos, construyen opciones y líderes políticos,
todo ello sobre las movedizas arenas de las emociones.
Cambiar este país de arriba abajo no será el resultado de las buenas
intenciones de ningún grupo de ilustrados, tampoco las elecciones son la
pócima mágica que una vez bebida nos hará más fuertes, como a Obelix,
para derrotar a los enemigos del pueblo.
Notas:
1 Daniel Bensaïd (2013)
La política como arte estratégico, Viento Sur, Madrid, pág. 29
2 Alain Badiou,
Circunstancias, Ed. Libros el zorzal, Buenos Aires, 2005, p. 20
3 Ibidem
4 http://www.rebelion.org/noticia.php?id=136952
5 Ciutadans
surgió en el 2006, UPyD (Unión Progreso y Democracia) en el 2007, IA
(Izquierda Anticapitalista) en el 2009 escindiéndose de Izquierda Unida,
Equo (partido Ecologista y ecosocialista) en el 2011, Red ciudadana
partido X en el 2013
6 http://www.europapress.es/nacional/noticia-primer-ano-gobierno-rajoy-mas-36000-manifestaciones-concentraciones-20130112120312.html
7 Julio
Feo, secretario de la Presidencia entre 1982 y 1987, diseñó la campaña
“Por el cambio” que dio el triunfo electoral a Felipe González, y
trabajaba como publicista para una compañía estadounidense en esa época.
En el 2004 reconoció que el gobierno de González, en 1983, contrató a
una empresa americana la operación «venta de imagen» para que preparara
la visita del presidente socialista a Washington.
8 Quinto Tulio Cicerón, Breviario de la campaña electoral, Cuadernos del Acantilado, Barcelona 2003, p. 39
9 http://www.lahuelladigital.com/julio-feo-ex-secretario-general-de-la-presidencia-la-crispacion-funciona-y-la-derecha-intenta-que-siga-funcionando/
10 ibidem, p. 45
Ángeles Diez es Doctora en CC. Políticas y Sociología, profesora de la Universidad Complutense de Madrid.