Katalin Karikó, pionera de las vacunas de ARN, en el jardín de su casa en Filadelfia, el 22 de diciembre
La madre de la vacuna contra la covid: “En verano podremos, probablemente, volver a la vida normal”
La
bioquímica húngara Katalin Karikó pasó 40 años trabajando en la sombra y
desarrollando avances claves para las inyecciones de Moderna y BioNTech
Una mujer nacida en una pequeña ciudad húngara y que creció
feliz en una casa de adobe sin agua corriente ni electricidad es hoy una
de las científicas más influyentes del planeta. Sus descubrimientos han
sido fundamentales para hacer posibles las dos principales vacunas que
pueden sacarnos de esta pandemia.
“Yo
era una niña feliz. Mi padre era carnicero y me gustaba mirarle
trabajar, observar las vísceras, los corazones de los animales, quizás
de ahí me vino la vena científica”, cuenta Karikó a este diario desde su
casa en las afueras de Filadelfia, en EE UU.
Después de estudiar
Biología en Hungría, Karikó fue a EE UU para hacer el doctorado en 1985 y
jamás regresó. “Estuve a punto de ir a España con el grupo de Luis
Carrasco, que estaba interesado en mi trabajo, también a Francia, pero
la Hungría comunista ponía las cosas muy difíciles”, explica.
Ahora parece increíble pero, durante toda una década, la de los noventa,
nadie apoyó la idea de Karikó: hacer tratamientos y vacunas basadas en
la molécula del ARN, exactamente la misma que usan las de Moderna y BioNtech contra el coronavirus.
“Recibía una carta de rechazo tras otra de instituciones y compañías
farmacéuticas cuando les pedía dinero para desarrollar esta idea”,
explica esta bioquímica de 65 años nacida en Kisújszállás, a unos 100
kilómetros de Budapest.
Ella misma enseña en sus charlas una carta de la
farmacéutica Merck rechazando su petición de 10.000 dólares para
financiar su investigación.
Ahora Moderna y BioNTech han recibido
cientos de millones de euros de fondos públicos para desarrollar en
tiempo récord sus vacunas de ARN mensajero, la misma idea que Karikó y
otro pequeño grupo de científicos intentó impulsar hace 30 años sin
éxito.
La idea era buena, pero no estaba de moda. Querían usar una
molécula frágil y efímera para curar enfermedades o evitar infecciones
de forma permanente. El ARN es una molécula sin la que no podría existir la vida en la Tierra.
Es el mensajero encargado de entrar en el núcleo de nuestras células,
leer la información que contiene nuestro libro de instrucciones
genético, el ADN, y salir con la receta para producir todas las
proteínas que necesitamos para movernos, ver, respirar, reproducirnos,
vivir.
Karikó quería usar las células del propio enfermo
para que fabricasen la proteína que les curaría inyectándoles un pequeño
mensaje de ARN. “Todo el mundo lo entiende ahora, pero no entonces”,
lamenta la científica.
En aquellos años lo que triunfaba era la terapia génica,
basada en cambiar el ADN de forma permanente para corregir
enfermedades. Esa visión comenzó a relativizarse cuando se demostró que
modificar el ADN puede generar mutaciones letales y cuando algunos
pacientes murieron en ensayos clínicos.
Otros pocos científicos que tuvieron la idea de desarrollar
vacunas de ARN se estrellaron con el mismo muro que Karikó. “Todo el
mundo pensaba que era una locura, que no funcionaría”, recuerda Pierre Meulien, jefe de la Iniciativa de Medicinas Innovadoras
financiada por la UE.
“En 1993 nuestro equipo del Instituto Nacional de
Salud de Francia desarrolló un método para llevar ARN mensajero como
terapia. Lo conseguimos, pero no pudimos llegar a la fase industrial
porque en parte faltaba financiación”, recuerda.
“Nuestro
equipo fue el primero en desarrollar una vacuna de ARN y también el
primero en conseguir una ayuda de los institutos nacionales de salud
para conseguir financiación de empresas y probarla en humanos”, recuerda
David Curiel, de la Escuela de Medicina de la Universidad de Washington
en San Luis. “Pero la empresa interesada, Ambion, nos dijo que la
vacuna no tenía futuro”, añade.
Las vacunas de ARN
generaban dudas. “La nuestra solo tenía efectos en algunos animales y en
otros no”, recuerda Frédéric Martinon, coinvestigador del proyecto
francés. “Gracias al trabajo de Katalin ahora sabemos por qué”, añade. Las vacunas de ARN planteaban
dos problemas aparentemente irresolubles.
Por un lado, no conseguían
producir suficiente proteína. Por otro, el ARN mensajero podía generar
una potente inflamación causada por el sistema inmune, que pensaba que
el ARN introducido era de un virus. ¿Cómo podía ser que una molécula
unas 50 veces más abundante en nuestro cuerpo que el propio ADN generase
rechazo?
A principios de la década de 2000, Karikó
seguía acumulando rechazos, ya como investigadora de la Universidad de
Pensilvania.
Un día fue a la fotocopiadora y se encontró con Drew
Weissman, un científico recién llegado que venía del equipo de Anthony Fauci,
una eminencia en VIH y que en la actualidad dirige el instituto público
que ha desarrollado la vacuna junto a Moderna. Weissman quería la
vacuna contra el virus del sida y acogió a Karikó en su laboratorio para
que lo intentase con ARN mensajero.
En 2005 descubrieron
que modificando una sola letra en la secuencia genética del ARN podía
lograrse que no generase inflamación. “Ese cambio de uridina a
pseudouridina permitía que no se generase una respuesta inmune exagerada
y además facilitaba la producción de proteína en grandes cantidades.
Sabía que funcionaría”, dice Karikó.
Su trabajo volvió a
ser ignorado durante años. Los dos científicos patentaron sus técnicas
para crear ARN modificado, pero la Universidad de Pensilvania decidió
cedérselas a la empresa Cellscript. “Querían dinero rápido y las
vendieron por 300.000 dólares”, explica Karikó.
En 2010, un grupo de investigadores de EE UU fundó una
empresa que compró los derechos sobre las patentes de Karikó y Weissman.
Su nombre era un acrónimo de “ARN modificado”: Moderna.
En pocos años, sin apenas publicar estudios científicos, recibieron
cientos de millones de dólares de capital privado, incluidos 420
millones de dólares de Astrazeneca.
La compañía prometía poder tratar
enfermedades infecciosas con ARN mensajero. Casi al mismo tiempo, otra
pequeña empresa alemana fundada por dos científicos de origen turco,
BioNTech, adquirió varias de las patentes sobre ARN modificado de Karikó
y Weissman para desarrollar vacunas contra el cáncer.
En 2013, tras
casi 40 años de trabajo prácticamente anónimo, Karikó fue fichada por BioNTech, de la que hoy es vicepresidenta.
“Sentí
que era el momento de cambiar y pensé que podía aceptar el puesto para
asegurarme de que las cosas iban en la dirección correcta”, dice Karikó.
Las vacunas de Moderna y BioNTech, desarrollada junto a Pfizer, han
demostrado una eficacia de al menos el 94%.
Hace apenas
unos días, Karikó y Weissman se juntaron de nuevo para recibir la
primera dosis de la vacuna de BioNTech. “No me causa ningún miedo”, dice
la científica. “Si no fuera ilegal ya me habría inyectado en el
laboratorio, pero a mí siempre me ha gustado seguir las normas”,
explica. “La vacuna protege apenas 10 días después de la primera dosis,
cuando la protección es del 88,9%. Con la segunda dosis aumenta al 95%.
Hay algo muy importante. Hemos sacado sangre a los vacunados en los
ensayos clínicos y hemos creado réplicas de todas las variantes del
coronavirus que hay por el mundo. La sangre de estos pacientes, que
contiene anticuerpos, ha sido capaz de neutralizar 20 variantes mutadas del virus”, resalta.
“Estas
vacunas nos van a sacar de esta pandemia. En verano probablemente
podremos volver a la playa, a la vida normal. Y con más de 3.000 muertos
diarios en EE UU no me cabe duda de que la gente se va a vacunar.
Especialmente los mayores”, opina.
Karikó entiende que haya personas que tengas dudas sobre
estos fármacos “porque nunca se había aprobado una vacuna basada en ARN.
Pero los prototipos llevan usándose más de 10 años, por ejemplo contra
el cáncer, en ensayos clínicos, y han resultado seguras. El ARN
mensajero que usamos tiene la misma composición que el que fabricas tú
mismo, en tus propias células.
Es algo completamente natural y se hace a
partir de nucleótidos de plantas. No hay nada extra desconocido y no se
usan células de ningún animal, ni bacterias, nada”, destaca.
Hace unas semanas, Derrick Rossi, uno de los fundadores de Moderna, dijo a la revista STAT
que Karikó y Weissman deberían recibir el Nobel de Química. Kenneth
Chien, biólogo cardiovascular del Instituto Karolinska en Suecia y
también cofundador de Moderna, coincide: “Todas las empresas de ARN
mensajero, incluida Moderna, existen gracias al trabajo original de
Karikó y Weissman.
Merecen la parte del león porque sin sus
descubrimientos las vacunas de ARN no estarían tan avanzadas como para
poder enfrentar esta pandemia”, resalta.
Pero en una
historia tan asombrosa como la de esta vacuna no podían ser todo luces.
Karikó tiene sus adversarios que discuten la importancia de su trabajo.
“Kati no es la pionera, sería ridículo considerarla como tal”, espeta
Hans-Georg Rammensee, inmunólogo de la Universidad de Tubinga. Este
científico explica que su equipo demostró en 2000 que una inyección de
ARN sin modificar generaba una respuesta inmune positiva en ratones.
“Buscábamos una vacuna contra el cáncer”, señala.
Ese mismo año
Rammensee cofundó una empresa para desarrollar la vacuna, “pero el
proyecto tardó mucho en despegar porque no había financiación”, explica.
Esa empresa se llama Curevac y en la actualidad es la tercera competidora en la carrera
de vacunas de ARN mensajero contra la covid. La UE ha apalabrado 225
millones de dosis con Curevac, si finalmente demuestra eficacia.
Esta
empresa no usa ARN modificado y Rammensee cree que ni ese ni ninguno de
los otros avances de Karikó han sido determinantes. Aún así reconoce lo
inevitable. “Sin nuestro estudio de 2000 no se habrían fundado ni
Moderna ni Biontech, pero ellos han sido más rápidos en el desarrollo”.
Karikó
declina los reconocimientos con una mezcla de humildad y orgullo. “En
los últimos 40 años no he tenido ni una recompensa a mi trabajo, ni
siquiera una palmadita en la espalda. No lo necesito. Sé lo que hago. Sé
que esto era importante. Y soy demasiado vieja para cambiar. Esto no se
me ha subido a la cabeza.
No uso joyas y tengo el mismo coche viejo de
siempre”, comenta. Cuando era una joven científica aún en su Hungría
natal su madre le decía que algún día ganaría el Nobel. “Yo le
contestaba, ¡pero si ni siquiera puedo conseguir una beca, ni siquiera
tengo un puesto fijo en la universidad!”.