La batalla decisiva no se libra en Kiev
Como es bien sabido el pasado 24 de febrero Vladimir Putin anunciaba el inicio de una “operación militar especial” que tenía como objetivo “la desmilitarización y desnazificación” de su país vecino Ucrania.
Como no podía ser de otro modo, en la era de la posverdad, un evento de semejante importancia ha activado una guerra aún más cruenta por el control del relato. Las propagandas occidentales antirrusas y la propaganda del Kremlin se han enzarzado en una guerra sucia de alta intensidad que contribuye a la confusión e incertidumbre generalizadas por parte de la ciudadanía.
Por suerte o por desgracia, la mayoría de nosotros los occidentales accedemos a una mirada muy parcial y sesgada desde plataformas que enmascaran consciente e inconscientemente las causas históricas de un conflicto de largo recorrido. Las tertulias copadas por los analistas más perezosos y mediocres concitan la atenta mirada de un público que no sabe si nos encontramos a las puertas de la Tercera Guerra Mundial, la vuelta a la Guerra Fría o si estamos simplemente presenciando los delirios de grandeza de un despiadado Zar moderno.
Sin atender lo más mínimo a la deontología del oficio periodístico, los medios de comunicación han creado un marco o frame tan fácilmente desmontable como efectivo. En este campo hay dos referentes. Por un lado, Teun van Dijk, lingüista que destaca por sus estudios en torno a la intersección entre discurso e ideología. En un artículo académico titulado “Política, ideología y discurso” (2005) el neerlandés sostenía lo siguiente: “Las situaciones políticas ‘no hacen’ simplemente que los actores políticos hablen de tal modo, necesitamos una interfaz cognoscitiva entre tal situación y la conversación o el texto, es decir, un modelo mental de la situación política.
Estos modelos mentales específicos se llaman contextos”. De ello se extrae, que a la hora de analizar debidamente los diferentes posicionamientos no es suficiente con detenernos en las palabras, sino que a la fuerza debemos comprender cuáles son las claves enterradas, larvadas, las estructuras del contexto de dichos discursos. La dimensión contextual nos ofrece una serie de matices que las palabras por sí mismas no pueden aportarnos.
Por otro lado, el investigador norteamericano George Lakoff -citadísimo y muy poco leído-, uno de los científicos sociales más relevantes en el estudio de la lingüística cognitiva sostiene en su obra clásica No pienses en un elefante (2004) que los marcos o frames son: “estructuras mentales que conforman nuestro modo de ver el mundo”. Estos marcos prevalecen sobre los hechos objetivos y añade Lakoff: “una vez que tu marco se acepta dentro del discurso, todo lo que dices es sencillamente sentido común”.
Por ende, contexto discursivo y marco son dos elementos indispensables a la hora de analizar correctamente una situación comunicacional de por sí compleja, caleidoscópica y confusa. ¿Qué sucede entonces cuando al encender la televisión ponemos cualquier canal al azar y vemos cómo todos los colaboradores, tertulianos, expertos y periodistas defienden a ultranza un relato cerrado y monolítico? Lo que sucede es que ese relato se ha impuesto sobre el resto con los que competía, ese marco ha adquirido el estatus de sentido común compartido.
Esto es exactamente lo que ha pasado con respecto al conflicto Rusia-Ucrania… Este conflicto pone de manifiesto que los medios de comunicación de masas mainstream -ese fetiche del cuarto poder- se convierten en unos poderosos instrumentos en la configuración de la mentalidad dominante en las sociedades contemporáneas. Y, tal y como la historia se empeña en demostrarnos, es en los momentos de crisis cuando los medios de comunicación tienden a ser mucho más influyentes.
¿Cuál es el relato dominante sobre la crisis actual en Europa del Este? A grandes rasgos sería algo así… Tras algunas negociaciones fallidas entre los dirigentes de la OTAN, la Unión Europea, Ucrania y Rusia, Putin, el presidente de la Federación Rusa comienza de la nada y contra todo pronóstico (salvando las advertencias de los servicios de inteligencia norteamericanos) una guerra contra su país vecino. Una acción unilateral del dirigente ruso estaría por tanto violando las normas de ius cogens del Derecho Internacional al agredir a un país soberano con intereses propios.
Por supuesto, la víctima de esta acción es un país menor -inerme- incapaz de hacer frente al embate ruso. Asimismo, al igual que Hitler hiciera con Polonia en el 39, Putin habría empleado la táctica militar de “guerra relámpago” (Blitzkrieg), es decir, una campaña rápida y efectiva que minimizaría los costes y el desgaste en cuanto a sus recursos económicos.
Esta agresión, además sería de carácter imperialista y se justificaría por la nostalgia de una potencia que sueña con volver a ser lo que en un pasado cercano fue: el imperio continental de la URSS.
Que esta agresión toma la forma particular de una invasión y que en relación con lo anterior esta invasión se justifica únicamente por el perfil psicológico de Vladimir Putin, un oscuro personaje y ex dirigente del KGB que gobierna con mano de hierro. En resumen, un loco y megalómano ultranacionalista con intenciones expansionistas.
Veamos una a una esta serie de premisas. En primer lugar, no.
Putin no inicia una guerra de la noche a la mañana porque se despierte con el pie izquierdo. Quienes venimos siguiendo la situación en Europa Oriental advertíamos de la creciente escalada de tensión desde que en 2008 Ucrania pergeñara el plan de acción de entrada en la OTAN. Cuestión que fue descartada inteligentemente por el presidente Yanukóvich quien vio que aquello podría reportarle a su país consecuencias irreversibles.
Es más, cuando los medios insisten en la idea de que Putin inicia una guerra es simplemente un insulto a la inteligencia pues el reconocimiento de las Repúblicas Populares de Donetsk y Lugansk son tan sólo la formalización de una guerra que estaba abierta desde abril de 2014: la Guerra del Donbáss. Es como ese primo tuyo que está saliendo con una chica desde hace años, toda la familia lo sabe y se acepta tácitamente, pero no se formaliza hasta que te llega la invitación a su boda (boda a la que por supuesto te da pereza ir).
Tanto es así que existe un documento oficial, el llamado Protocolo de Minsk que fija como punto fundamental el cese de las hostilidades entre ambas partes. De hecho, la entidad que debía velar por el cumplimiento de dicho tratado es la OSCE (Organization for Security and Co-opetation in Europe), organización por supuesto poco sospechosa de ser pro-Putin. Pues bien, para que nos hagamos una idea de la intensidad a la que había llegado el conflicto en vísperas del ataque, la OSCE reportó entre el 18 y el 20 de febrero un total de 2158 violaciones del ‘alto al fuego’ (de las cuales 1100 serían explosiones).
Por tanto, y sin entrar a valorar quién comienza la guerra en 2014, podemos constatar que Putin no inicia una nueva guerra, sino que, en todo caso, recrudece la existente. En esta línea, resulta algo grotesca la frase hecha que se ha popularizado recientemente entre la clase política y mediática: “la guerra de Putin” -dicen-… ¡No pienses en un elefante!
Aunque a la mayoría de los analistas les dé lo mismo que a lo largo de estos 8 años ese conflicto se haya cobrado más de 14.000 vidas y les preocupe muchísimo los -aún no se sabe cuántos- heridos del edificio bombardeado en la zona residencial de Kiev. Imagen, eso sí que se esmeran en repetir en bucle una y otra vez en todos los telediarios para reforzar esa primera pata del marco: desde los despachos del Kremlin se comienza una guerra ex novo.
En segundo lugar, parece llamativa la formalidad que se empeñan en defender los paletólogos de la Sexta y sucedáneos, a saber: que Ucrania es un país soberano con intereses autónomos. Baste ver las pretensiones de enfrentarse a la tercera potencia mundial por parte de Volodimir Zelensky el humorista venido a más, presidente de Ucrania… ¿A quién se le ocurre? Ningún país de la semiperiferia del sistema-mundo en su sano juicio osaría enfrentarse abiertamente contra Rusia si no contara o creyera contar con el apoyo incondicional de al menos otra superpotencia de calibre equiparable (en sus múltiples formas, sea EEUU, la OTAN o la Unión Europea…).
Y es que conviene recordar que en geopolítica la soberanía energética es un factor determinante en la configuración de intereses del tablero mundial. En otras palabras, a Estados Unidos y sus socios argelinos, cataríes, noruegos, etc no les interesa lo más mínimo que prospere el proyecto del Nord Stream 2, un gasoducto que abastecería de gas ruso a toda Europa abaratando muchísimo los costes.
Tanto es así que, en cuanto estalló el conflicto, la primera medida que tomó EEUU fue imponer durísimas sanciones a la empresa constructora de dicho gasoducto. El portavoz del Departamento de Estado norteamericano Ned Price se jactaba de ello: “Nuestros aliados alemanes tomaron la decisión de suspender definitivamente el gasoducto Nord Stream 2, que ha supuesto una inversión de 11.000 millones de dólares por parte de la Federación Rusa.
Y como acaban de ver, el presidente Biden ha autorizado también sanciones a Nord Stream 2 AG y a sus titulares”. Resulta, entonces, cándida y tramposa la falsa dicotomía que se plantea en los platós de televisión: no se trata de los intereses autónomos y neutrales de Ucrania (formalmente soberana) versus los intereses imperialistas de Putin, sino del interés por parte de EEUU y la OTAN en torpedear ese proyecto (cuyo resultado acaba siendo la burda instrumentalización de Ucrania, empujándola a la guerra, país que se presenta como soberano y no como subordinado a los intereses de potencias que se encuentran a miles de kilómetros de ella).
En tercer lugar, esto no va de David contra Goliath. El sensacionalismo amarillista (que aguarda agazapado esperando sacar tajada de cualquier conflicto) junto con la buena y emotivista propaganda ucraniana es otro de los elementos básicos del marco dominante con respecto a la crisis. Pareciera que por el mero hecho de que Ucrania es un país mucho menos influyente que la todopoderosa Rusia tenga la razón moral en este conflicto. No importa quién esté detrás ni qué apoyos recabe, simplemente tiene la razón de antemano.
Además, ni siquiera Ucrania es una entidad política y cultural tan unitaria y homogénea como pretenden que creamos. De hecho, la guerra del Donbáss a la que aludíamos anteriormente estalla precisamente por el hecho de que hay una comunidad enorme de ucranianos rusófonos que no se siente parte de la excluyente política de “ucranización”: ni están integrados ni se pretende que lo estén.
No obstante, ¿Cuántas imágenes vemos a lo largo del día de la represión de las autoridades rusas contra los manifestantes que se oponen al ataque? Y, sobre todo, a lo largo de estos años, ¿cuántos medios han alzado la voz en contra de la persecución que padecen las minorías étnico-lingüísticas en la Ucrania del Este? Sencillamente, se omite esta información… Y es que esta lógica resistencial, esta cultura de la víctima ad hoc está instalada en lo más profundo de nuestro ser colectivo.
Las imágenes de Zelensky con sus soldados emulan -forzadamente- la icónica y heroica imagen de Salvador Allende durante los bombardeos de 1973 con el fusil al hombro, precipitándose hacia su inexorable destino, entregando su vida por el pueblo chileno… Solemos apoyar al débil contra el fuerte, al pardillo contra el matón. El historiador Alejandro Rodríguez de la Peña en su último libro sondea las razones de este fenómeno en la historia de la humanidad.
En su opinión, esta actitud hipócrita y farisea se deriva de una inversión del legado cristiano. Suele referirse a la frase de Chesterton: “ideas cristianas que se han vuelto locas”. De tal modo que la “compasión” propiamente cristiana se ha ido deteriorando hasta ser no más que una fachada. Nos solidarizamos con Ucrania como lo haríamos en el fútbol con el Alcoyano.
Cuando un forofo ve un partido en el que no juega su equipo se decanta por aquel que le genera más simpatía: en un 95% de las veces lo hará con el equipo pequeño que juega contra el grande… La camiseta técnica militar (verde caqui) del presidente ucraniano en todas y cada uno de sus discursos y arengas a la nación, el encuadre en televisión con la bandera de fondo, los video-selfie patrullando la capital, el tono épico y su chorro de voz grave e inquebrantable…
Cada detalle forma parte del marco mediático: Zelensky es el héroe que se enfrenta al villano. Este ejemplo nos demuestra que los gabinetes de comunicación no descansan ni durante la guerra. En cuarto lugar, presentar la ofensiva rusa como una guerra relámpago no tiene sentido. Para poder hacer ejercicios acrobáticos con el lenguaje y la Historia, y más concretamente para establecer una analogía funesta entre Adolf Hitler y Vladimir Putin, se nos ha vendido que desde el primer momento la intención del dirigente ruso era culminar su “invasión” cuanto antes.
De ahí que desde la madrugada del primer ataque se hiciera un extraño hincapié en cómo la ofensiva había “suprimido”, “inhabilitado”, “desactivado”, “neutralizado” (escojan el verbo que prefieran) las defensas antiaéreas ucranianas. También desde el primer día que comenzara la contienda oímos hablar de un “inminente ataque” sobre la capital, Kiev, que nunca acaba de llegar…
Continuamente, escuchamos cómo “se ha ralentizado” el avance de las tropas rusas en Mariupol, Járkov, Sumy o tal o cual óblast. ¿Por qué? ¿Es que acaso la resistencia presentada por los ucranianos está siendo mucho mayor de la esperada? ¿Es que acaso Rusia no cuenta con el poderío militar suficiente como para aniquilar a Ucrania de un plumazo?
La estrategia de los medios de comunicación es muy sencilla: jugar con las expectativas. Si vendo desde el primer día que Rusia prepara un ataque inminente y decisivo sobre la capital y, además, que este es el plan urdido por Putin, todo el tiempo que se prolongue (de forma natural) el desarrollo del conflicto será tiempo que se le arranca a la imagen de poderío militar de la ex Unión Soviética.
La realidad es que Rusia debe ir con mucho cuidado para implicar al menor número posible de civiles, de ahí que los bombardeos estén tasados y el avance sea cauteloso: cuesta creer que haya gente tan ingenua como para no ver que un ejército como el ruso puede mediante apoyo aéreo, morteros, empleo de drones y misiles de alta precisión precipitar la caída de Kiev.
Tendríamos que esperar a la 7ª jornada del conflicto para que Moscú anunciara su bombardeo a la capital, y cito: “Urgimos a los ciudadanos ucranianos involucrados en las provocaciones nacionalistas contra Rusia y también a los residentes de Kiev que viven cerca de estaciones eléctricas que abandonen sus casas”. En este sentido los ataques se están perpetrando con un bisturí, son selectivos y rehúyen las innecesarias bajas civiles.
Y ello, a diferencia del objetivo de la guerra relámpago se hace a expensas de una mayor exposición de las tropas y desgaste económico. Es como si el presidente ruso tuviera que hacer la guerra a contrarreloj para satisfacer a los afanados periodistas. Así, cualquier escenario en que Putin no logre la rendición de Ucrania en el primer día es una derrota catastrófica equiparable al bochornoso papel de EEUU en Vietnam.
En quinto lugar, ¿se trata realmente de una agresión imperialista? No. Hablamos del corazón mismo de la geopolítica. Quienes defienden esta afirmación parecen haber olvidado las enseñanzas de la Guerra Fría. Estados Unidos organizó activamente y sin despeinarse prácticamente todas las contrarrevoluciones en América Latina, de la mano de la CIA, por miedo a que zonas geográficas cercanas cayeran bajo la zona de influencia de la Unión Soviética.
Como caso paradigmático, claro, tenemos la llamada Crisis de los Misiles de Cuba en 1962. Porque no hay país en el mundo que se precie que considere aceptable que su vecino le apunte con misiles de largo alcance. ¿Se imaginan que Rusia o China instalaran bases militares en la Isla de Guam, en la Península del Yucatán, en México o en Canadá?
Según el Base Structure Report (BSE) de 2018, un informe anual que publica el Departamento de Defensa de los EEUU (y está al alcance de todo el mundo), existen: “585.000 instalaciones militares norteamericanas (edificios, estructuras y estructuras lineales), ubicadas en 4.775 lugares en todo el mundo, cubriendo aproximadamente 26.9 millones de acres”, lo equivalente a algo más de 27 millones de campos de fútbol.
Por alguna extraña razón hemos aceptado esa superioridad moral estadounidense bajo la cual, cualquier amenaza a su seguridad -por remota que esta sea- se convierte potencialmente en un conflicto internacional. Quizá sea el rodillo cultural que ha supuesto la industria de Hollywood. O quizá sea el derivado de que las instituciones supranacionales que conocemos fueran creadas a partir de los Consensos de Washington como piezas indispensables para la política exterior de EEUU.
Estados Unidos es el cowboy, el dueño del rancho que tiene un patio trasero intocable y un destino manifiesto que legitiman cualquiera de sus incursiones -por injustificadas que sean-. En un reciente y durísimo discurso, Putin se lamentaba: “Todo lo que hacían nuestros llamados socios EEUU en los años anteriores, supuestamente, era por garantizar sus intereses y su seguridad. A miles de kilómetros de su territorio nacional, hicieron las cosas más duras sin ninguna autorización del Consejo de Seguridad de la ONU.
Yugoslavia fue bombardeada, ¿con qué pretexto? ¿Con autorización del Consejo de Seguridad? ¿Dónde está Yugoslavia y dónde está Estados Unidos? Destruyeron el país. Sí, había un conflicto interno, tenían sus propios problemas, pero ¿quién les dio el derecho a atacar una capital europea? Nadie. Simplemente lo decidieron y los aliados les siguieron y les adularon. Ahí está el derecho internacional. ¿Con qué pretexto EEUU entró en Irak?
Desarrollo de armas de destrucción masiva en ese país. Entraron y destruyeron el país y crearon un semillero de terrorismo internacional. Y luego resultó que estaban equivocados. Dijeron: ‘Nuestra inteligencia nos ha fallado’. ¡Vaya! Destruyeron el país porque la inteligencia les fallo -se ríe-. Y listo. Esa fue toda la explicación. Resulta que ahí no hubo ninguna arma de destrucción masiva, nadie la preparaba. Al contrario, cuando hubo fueron destruidas, como debe ser. ¿Y cómo entraron en Siria? ¿Con autorización del Consejo de Seguridad? EEUU hace lo que quiere”.
Ucrania en concurso con la OTAN lleva tensando la cuerda amenazando la integridad y seguridad de Rusia durante meses. Seamos francos, Estados Unidos jamás hubiera permitido algo remotamente parecido e incluso, podríamos aventurarnos a especular con que su respuesta habría sido mucho más dura. Tal y como declarara -a raíz de lo acontecido- el ministro de Asuntos Exteriores de China Wang Yi: “las preocupaciones de seguridad de Rusia deben tenerse en cuenta y recibir una solución”.
No es nostalgia, sino memoria. En febrero de 1990, tres meses después de la caída del Muro de Berlín, el secretario de Estado norteamericano James Baker, prometió -aunque de palabra- a Mijaíl Gorbachov no acercar el espacio de influencia de la OTAN al Kremlin, cito textualmente: “con la seguridad de que la jurisdicción de la OTAN no avanzaría ni un centímetro más hacia el este desde sus fronteras de aquel momento”. No obstante, aquel episodio quedó en agua de borrajas cuando entraron en la OTAN los países del antiguo Pacto de Varsovia.
Si bien es cierto que el trauma de la desintegración de la URSS supuso para Putin “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”, no es menos cierto que Estados Unidos se comporta desde la consabida Doctrina Monroe de 1823 como un actor internacional al que -por designio divino- se le ha encomendado -con ayuda de sus socios menores- la tarea de pacificar, civilizar, democratizar y culturizar a los países indóciles y que se muestran díscolos frente a su intrusiva política exterior.
En esa línea se mueven las declaraciones del primer ministro de Países Bajos, Mark Rutte para quien la “invasión” es “impropia entre países civilizados”. Sea como fuere, el pueblo ruso no olvida los sucesivos compromisos que se han ido rompiendo en esta materia por parte de los gobernantes occidentales. Por otro lado, para aquellos agoreros que agitan sus banderas anticomunistas e invocan el miedo, conviene saber que, en clave interna, Putin se ha mostrado manifiestamente crítico con Lenin, por ejemplo, al punto de que personalidades de la talla de Sergey Obukhov (secretario del Comité Central del Partido Comunista de la Federación Rusa) expresen su descontento: “No es su primer sentimiento anticomunista y la historia no le perdonará eso”.
Por tanto, es algo problemático reducirlo todo a una suerte de nostalgia ultranacionalista que tiene por objeto reconstruir la grandeza de la URSS. No es tan evidente que sea Rusia quien tenga una vocación de expandirse hacia Occidente, sino que es la Unión Europea quien -a hurtadillas- está arrinconando paulatinamente a Rusia, expandiéndose hacia Moscú.
En cuanto a la supuesta invasión resulta francamente difícil definir la agresión como tal.
Incluso en la literatura especializada en Relaciones Internacionales existe controversia sobre este término, cuesta dar una definición cerrada y concisa. Asimismo, muchos autores no ven nítidos los límites entre la fase de “invasión” y la de “ocupación”. Es más, la Asamblea General extraordinaria de la ONU que en las últimas horas aprobaba la resolución de condena a la ofensiva rusa (por 141 votos sobre 193) ha adoptado un texto que se refiere a estas acciones como “la agresión de Rusia contra Ucrania”.
Sin embargo, el bombardeo mediático ha instalado en la opinión pública que estamos frente a una incontrovertida invasión. ¿Alguien acaso se ha preguntado si la Federación Rusa tiene voluntad seria de anexionarse Ucrania? ¿Acaso tenemos una bola de cristal que nos permita escrutar los sueños, anhelos y deseos de Putin? ¿Realmente Rusia quiere ocupar de forma prolongada y tomar el control efectivo del país? ¿Podemos constatar que haya una intención inequívoca de favorecer un golpe de Estado que cambiara el gobierno de Zelensky por uno de signo favorable o títere?
Quizá esto último se pueda defender cogiendo con pinzas las irónicas declaraciones del propio presidente Putin del pasado 25 de febrero cuando instaba a las Fuerzas Armadas de Ucrania a que “no permitan que los neonazis y nacionalistas radicales utilicen a sus hijos, esposas y ancianos como escudos humanos.
Tomen el poder en sus propias manos, será más fácil para nosotros llegar a un acuerdo con ustedes que con esta banda de drogadictos y neonazis”. Por último, no me voy a detener demasiado en este punto, el aspecto -me atrevería a decir- más decisivo en la configuración del marco comunicativo dominante con respecto al conflicto es el de haber logrado hacer creer que Vladimir Putin es algo así como un genio maléfico, un loco peligroso con ansias expansionistas.
La caracterización del personaje se basa en la supuesta personalidad volátil, sin escrúpulos, imprevisible, irracional y, sobre todo, autoritaria del mandatario ruso. Henry Kissinger, ex secretario de Estado de Richard Nixon, asesor de sucesivos presidentes norteamericanos y junto con Zbigniew Brzezinski uno de los personajes más decisivos en la deriva de la política exterior de EEUU, acuñó al respecto la “teoría del loco”.
Según esta teoría/estrategia se persigue que el líder adopte una impostura irracional e imprevisible para infundir miedo y respeto entre el resto de los dirigentes. Sin embargo, bajo esa apariencia está la estrategia y la mesura. Está claro que en un panorama en que se perciben las brechas de los consensos de las democracias liberales occidentales y, en donde, cada vez con más fuerza aparecen alternativas nacional-populares, iliberales esta figura se encarna con mayor frecuencia entre la clase política internacional.
Basta pensar en hiperliderazgos como Donald Trump, Jair Bolsonaro, Kim Jong-un, Nicolás Maduro, Recep Erdogan o el propio Vladimir Putin. La mirada cortoplacista, economicista y electoralista de las democracias burguesas -fundadas en un pensamiento débil- no pueden competir con estos locos modernos.
Por seguir con palabras de Kissinger y aprovechando el poco rigor que los contertulios emplean en sus analogías entre Putin y Hitler, me tomo la libertad de comparar a Putin con Stalin: “Stalin, al contrario que Hitler, tenía una paciencia inaudita. A diferencia de los jefes de las democracias occidentales, en cualquier momento estaba dispuesto a emprender un minucioso estudio de las relaciones de poder
Stalin buscó implacablemente el interés nacional soviético, desembarazándose de todo lo que le parecían hipócritas bagajes morales o apegos sentimentales. Stalin fue, sin duda, un monstruo; pero en la dirección de las relaciones internacionales él fue el realista supremo: paciente astuto e implacable, el Richelieu de su época -diría Kissinger-”. Sinceramente, creo que estamos en posición de hablar de Putin en los mismos términos.
Puede que los expertos de barra de bar proyecten en Putin el descontento y frustración que profesan a su decadente clase política, pero a un estadista no se le puede juzgar con maniqueísmos y vagos juicios morales. Putin encarna hoy al “realista supremo”. Quizá sea este el terrible miedo que infunde en quienes tratan continuamente de crear la sospecha de lo reprobables que son sus conductas e incluso juzgan los hechos a la luz de su personalidad, a la luz de su psique, ad hitlerum.
Esta no es ni pretende ser una defensa de su figura, pero sí una justa fotografía de la manipulación a la que nos somete un discurso único dominante enquistado en los medios de comunicación. No se trata de cambiar el marco atlantista hegemónico por uno de signo inverso de carácter rusófilo.
Este artículo, en definitiva, se propone polemizar tanto el modelo mental -predominante- de la situación política (contexto) que se ha cocinado entre bambalinas como el sentido común que se deriva de este. La creciente actitud beligerante por parte de la Unión Europea nos muestra cómo los marcos no sólo son marcos de percepción, sino que devienen en hechos y actitudes concretas, en marcos de actuación.
Pero aún habrá quienes -tras haber leído este artículo- sigan creyendo a pies juntillas que la cuestión del framing es una mera estrategia más del marketing político, una inocua herramienta del discurso…
A ellos les diría -parafraseando aquello de Clinton- ¡es el marco, estúpidos!
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