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En cuanto la luz del día declinaba, junto al fuego, mientras ambas tejían, la mujer recuperaba memorias de su infancia, allí en Buisán, y narraba a quien ya consideraba hija propia antiguos dichos, leyendas, costumbres de una tierra tan hermosa como dura.
Le habló de las tres hermanas, o Treserols como las llamaban, tres jóvenes que se habían unido a los guerreros extranjeros que habían matado a todos los habitantes del pueblo y fueron maldecidas por el espectro de su padre transformándose en montañas; del gigante Silbán enamorado de una zagala, quien respondió a su amor acabando con él con un cántaro de leche envenenada; de la “flor de las nieves”, la más hermosa del mundo, una estrella que una noche le dijo a la Luna que tenía envidia de la Tierra, de los seres humanos y de los animales, y la Luna la convirtió en una flor blanca en forma de estrella y la plantó en la cima de los Pirineos, pero la condenó a vivir siempre sola, las rocas y el hielo como únicos acompañantes.
Y también le habló de Bosnerau o Basajarau, el señor de los bosques, que silbaba para alertar a los pastores de la llegada de la tormenta o de los lobos y que enseñó a los seres humanos a trabajar la madera, a fundir el hierro y a cultivar los campos: al brotar la hoja, siémbrese el maíz; al caer la hoja, siémbrese el trigo.
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