Esclavos cortan caña de azúcar en una plantación de la Antigua (1823).
Sangre, azúcar, dinero y ladrillos
En el Guggenheim de Bilbao cuelga un extraño tapiz. A primera vista brilla y sus formas arrugadas deslumbran en tonos rojizos, dorados y blancos. Cuando uno se acerca a su presencia imponente y se fija en las formas, se da cuenta de que las escamas de este pez extraño son en realidad tapones de botellas.
Su nombre es Piel de la tierra, y está hecho por El Anatsui, de quien se dice que es el escultor africano contemporáneo más importante, y al que el Guggenheim iba a dedicar una retrospectiva este verano. La elección de los materiales no es casual; son tapones de botellas de alcohol entrelazados.
Con su mera acumulación hablan de los males del pasado y del presente del continente. Nos remiten a sus megalópolis modernas en las que toda pieza o desecho se reutiliza, pero también a los tiempos del terrible comercio triangular que tenía un vértice en sus costas.
Un comercio que llevaba personas de África a América, el segundo vértice, donde las explotaba para el cultivo de diversos productos –el más destacado y deseado de ellos, la caña de azúcar- que luego se procesaba y vendía en Europa.
El azúcar financiaba imperios y proporcionaba calorías baratas para alimentar a futuros obreros y soldados. Y se exportaba como alcohol de vuelta a África, para comprar con él aún más esclavos.
Estos días hemos visto cómo en Bristol han derribado la estatua de Edward Colston, ilustre prohombre, político, filántropo y esclavista –en cuyos barcos murieron hasta 19.000 personas cruzando el Atlántico– en las protestas del Black Lives Matter por el asesinato de George Floyd.
Colston, el hombre del que la poetisa Vanessa Kisuule ha escrito que “perfeccionó la proporción entre sangre, azúcar, dinero y ladrillos” es un perfecto ejemplo de la estela de sangre que deja el azúcar, así como de los eternos dilemas de la memoria histórica (ha habido varios intentos de agregar una segunda placa al monumento para contextualizarlo; han terminado sin acuerdo entorno al texto).
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La caña de azúcar, aunque es autóctona del subcontinente indio, despega como producto de masas con la colonización de las Canarias, las Azores, y luego de Ámerica. Considerada una cara especia hasta ese momento, hacia 1650 se convierte en una commodity; en 1800, un producto de primera necesidad; y en 1900, en la quinta parte de las calorías que ingerían los británicos, según relata el antropólogo Sidney Mintz en su clásico estudio Dulzura y poder.
Las grandes civilizaciones se han sostenido tradicionalmente en algún carbohidrato complejo, como el trigo, las patatas, el mijo o el arroz, con un poquito de proteínas de la carne y algo de grasa. La irrupción del azúcar llega a Europa al mismo tiempo que otros tres estimulantes con los que se va a llevar muy bien: el cacaco, el café y el té.
En los cafés europeos nacerán las primeras aseguradoras, que darán respaldo a las compañías privilegiadas que se lanzarán a la conquista comercial de África y la India, en busca de estos estimulantes o de otros, como el tabaco y el opio. El azúcar se convierte en la primera droga global, el crack que impulsará el barco del capitalismo de la edad moderna.
Además, es también la era del alambique: de los restos de toda esa caña se sacará el ron. Un alcohol barato con el que los aguardientes de cereales no pueden competir en precio, y que se utilizará para dar de beber a imperios –la marina británica lo distribuirá a la marinería hasta 1970–, pagar nuevas remesas de esclavos, y adormecer y controlar a los que ya están malviviendo y malmuriendo en las plantaciones.
De hecho, los primeros movimientos por la abolición de la esclavitud en Europa tomarán el azúcar como símbolo de todo lo que es abyecto del sistema racista y colonial. Elizabeth Heyrick, una filántropa cuaquera de la que se debería escribir una novela, será una de sus voces más destacadas, y encabezará el movimiento de los antisacaritas, algo así como los pioneros del comercio justo, quienes boicotearán en Inglaterra el azúcar producido por esclavos en las Indias Occidentales como medida de presión para la emancipación de los esclavos.
En el punto álgido de su boicot, 400.000 personas dejarán de tomar azúcar proveniente de la esclavitud. Y sólo hemos hablado de la dimensión del problema en el mundo anglosajón, y sólo en América.
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La estatua de Colston ha caído, y también lo ha hecho en Londres la de otro esclavista, Robert Milligan. Los belgas han tirado –al fin– por los suelos a su rey Leopoldo, uno de los más infames depredadores del continente africano (aunque su azúcar particular fue el caucho).
En Barcelona se retiró hace unos meses por segunda vez –la primera fue en 1936– el monumento al naviero Antonio López, primer Marqués de Comillas, mecenas de las artes y traficante de vidas humanas.
Quizás derribar estas estatuas no solucione nada en términos prácticos, pero la escultura pública es una representación de los valores que una comunidad decide que son importantes; de aquello que quiere recordar. En cualquier cambio de régimen, lo primero que cae después de la cabeza del dictador es su efigie.
Pero seguimos sabiendo más de todos estos próceres, y de lo que su dinero logró, que de las vidas que arruinaron en las plantaciones del Sur de Estados Unidos, en la República Dominicana o en el Congo.
Entre ellas, las de los antepasados de George Floyd, los de Lucrecia Pérez o los de Samba Martine, y las de estos mismos, aplastados por el lastre de la historia.
Son sus vidas negras y reales y únicas, con sus esperanzas, miedos, vanidades, dudas y enfados, las que hay que recordar. Juntas forman un tapiz sobrecogedor, mucho más importante que cualquier estatua derribada.
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