El líder de Vox y Rocío Monasterio asisten a un solitario acto en Batán, donde nunca hubo un problema de conflicto racial
Santiago Abascal y Rocío Monasterio siguen bajándose a los arroyos de Madrid,
a los caladeros del voto proleta, con el fin de pescar unos cuantos
votos para la causa neofranquista.
Ayer se les vio en el populoso barrio
de Batán, junto a la Casa de Campo,
donde funciona desde hace meses un centro de menores extranjeros no
acompañados, el colectivo de jóvenes inmigrantes a los que Vox ha estigmatizado colgándoles el despectivo cartel de “menas”.
Según una nota de prensa de la formación verde, los vecinos de esta
zona humilde viven “amedrentados” por la delincuencia creciente, una
afirmación que sin embargo choca con la realidad de los datos oficiales
de la Fiscalía y las Fuerzas de Seguridad.
“Este barrio es un ejemplo, como otros muchos, de lo que implica la
llamada a la inmigración ilegal.
Una llamada irresponsable que hace que
muchos vengan atraídos por una realidad que no existe, muchas veces
agrediendo a la policía”, denunció Abascal propagando uno de sus
habituales bulos contra la multiculturalidad.
Por su parte, la puritana y pía Monasterio se quejó amargamente de la
supuesta situación de conflictividad que vive el barrio: “No puede ser
que los menores extranjeros no acompañados que han entrado de manera
ilegal en España estén más protegidos por la Administración que los
españoles.
Pero más allá de discursos xenófobos, llama la atención que cuando Vox
baja a los barrios marginales a cautivar a los trabajadores sea tan
descuidado en su puesta escena.
El populismo de extrema derecha es ante
todo liturgia, ritual, ambiente esotérico y mágico para envolver a las
masas en el efluvio racista.
No extraña que los nazis alemanes
organizaran sus pomposos actos de proselitismo y propaganda en las
bulliciosas cervecerías de Baviera, donde Hitler
cautivaba a las masas obreras entre lingotazo y jarra de buena birra
alemana.
Alcohol y fascismo siempre estuvieron íntimamente unidos (cómo
si no iban a cuajar filosofías tan delirantes) y los nazis a buen seguro
se pagaban alguna que otra ronda entre los trabajadores desorientados,
ya que esos eran votos seguros en las elecciones.
Fue bajo esa
estrategia etílica como en noviembre de 1923 Hitler irrumpió en la Bürgerbräukeller de Munich,
una conocida cervecería abarrotada de gente ansiosa por salir de la
miseria. El futuro Führer se tomó primero una cerveza y, según cuentan,
la estampó rabiosamente contra el suelo, quizá maldiciendo a los judíos.
Luego se quitó la gabardina, desenfundó su Browning y dio varios disparos al aire al grito de “¡la revolución nacional ha estallado!”. Así empezó el “putsch de Munich”, el golpe de Estado contra la República de Weimar.
Aunque Abascal también tiene una pistola (su inseparable Smith & Wesson)
extraña que no cuide un poco más la escenografía, fundamental para
remover las vísceras de los vecinos de Madrid y alimentar el odio al
inmigrante.
Sorprende que cuando él y su lugarteniente Monasterio se
bajan al moro, o sea a los extrarradios, periferias y arrabales, no
encuentren mejor escenario para difundir su propaganda xenófoba contra
los “menas” inmigrantes que la puerta de la poco glamurosa estación del Metro de Batán.
Allí, rodeado de cuatro periodistas que cubrieron el acto y poco más,
Abascal ha proclamado: “Venimos aquí a decir que en España no queremos
ni una persona más que venga a delinquir.
Lo que pasa en este barrio no
lo viven los ministros, que viven muy bien y muy protegidos; ni lo viven
los poderosos que la semana pasada iban a bailarles el agua a los
miembros del Gobierno, porque también viven protegidos en sus
mansiones”.
Como si Abascal las estuviera pasando canutas en una casa
barata junto a la Casa de Campo.
Es evidente que el discurso de Vox poco o nada ha cambiado con respecto a la Alemania del
año 1923.
El fondo sigue siendo el de siempre: el mismo odio a una
minoría étnica causante de todos los males de la nación; la misma rabia
contra los políticos y el sistema; el mismo rencor hacia la democracia.
Sin embargo, todo es bastante más cutre y de andar por casa. Ya no hay
aquella grandiosa y febril puesta en escena de las cervecerías de
Baviera en las que se engatusaba al lumpenproletariat.
Ya no están las muchedumbres enfervorecidas que buscaban desesperadamente a un Führer.
De hecho, al acto de Abascal y Monasterio en Batán no fue nadie, de
modo que ambos predicaron su fábula de blancos buenos y negros malos en
una desértica y apartada estación de Metro.
Y es que los vecinos del
barrio están tan hartos de los políticos que ya no se tragan ni las
mentiras de los ultras.
La puesta en escena fue tan solitaria, tan
escasa de pasión y tan de mala gana, que ambos líderes patrióticos ni
siquiera tuvieron el detalle de pagarse unas birrillas a la salud del
maltratado obreraje o repartir unos cuantos ejemplares del Mein Kampf.
Así, por mucho que Vox haya abierto un nuevo sindicato vertical, no se
puede hacer la revolución nacionalsindicalista.
Definitivamente, esta
extrema derecha ya no es lo que era.
- Abascal fracasa en su intento de enfrentar a vecinos e inmigrantes en los barrios humildes de Madrid
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