El monarca español, cercano a las dictaduras de Primo de Rivera y luego al golpe del 36, marchó entre acusaciones de corrupción y con una abultada fortuna
El rey inglés cambió corona por amor, arriesgándose a causar una crisis constitucional, y al italiano jamás se le perdonó su connivencia con el fascismo
La marcha de Juan Carlos I, rey emérito, de España,
ha agitado un verano que se pensaba ocupado solo por las noticias sobre
la crisis sanitaria. Las implicaciones de su partida para el futuro
inmediato de España aún son inciertas, pero ya es seguro que la decisión
le acompañará en los libros de historia.
No es la primera vez que un
rey, o un exrey, abandona el país sobre el que ha reinado.
Las monarquías europeas están marcadas por huidas de monarcas que han
acabado marcando su historia.
Entre ellas, las de Alfonso XIII de
España, Eduardo VIII de Inglaterra y Víctor Manuel III de Italia quizás
fueran de las más sonadas.
Alfonso XIII: "¡Alirón, alirón, el rey es un ladrón!"
Cuando la multitud republicana, el 14 de abril de 1931, celebraba el
triunfo en las municipales, y mientras el todavía monarca hacía las
maletas para salir del país, un cántico se repetía en las calles según
el diario El Sol, además del de "¡Viva la República!":
"¡Alirón, alirón, el rey es un ladrón!".
La opinión pública estaba
clara: se "echaba" orgullosamente a Alfonso XIII no solo porque se
prefiriera el modelo republicano, sino porque ese monarca en concreto se había enriquecido ilícitamente, según le acusaban sus detractores.
A su imagen pública no ayudó que, una vez fuera de España, se paseara por los hoteles parisinos y romanos convertido en una especie de dandy real, que su fortuna se hubiera multiplicado por tres, de 8 a 21 millones de pesetas,
desde su llegada al trono o que, antes de su exilio, la familia se
hubiera asegurado de que buena parte de este capital quedaba a buen
recaudo en el extranjero.
¿Qué había de cierto en las acusaciones contra Alfonso XIII? No es
tan sencillo.
Y la historia tiene mucho que ver con el escritor Vicente
Blasco Ibáñez, escritor de enorme éxito en la época, comprometido
republicano y finalmente exiliado a Francia con la llegada de la
dictadura de Primo de Rivera, que el monarca apoyó.
No es extraño que
allí publicara un folleto llamado Alfonso XIII desenmascarado. El terror militarista en España, donde detallaba pormenorizadamente la connivencia del rey con las corrientes autoritarias,
algo por otra parte conocido —y que repitió cuando apoyó sin reservas
el golpe de Estado de 1936—.
Pero en la publicación, que fue prohibida
en España y que quizás precisamente por ello corrió como la pólvora,
también abordaba otro asunto, en el capítulo "Los pequeños y grandes negocios del Rey".
En él, el escritor le acusaba primero de enriquecerse gracias a su
asignación pública, y luego de participar en negocios turbios: "El Rey",
decía Blasco Ibáñez, "ha expuesto en numerosas ocasiones el prestigio
de la monarquía comprometiéndose, con la ligereza de su carácter, en
todos los negocios que le han propuesto.
Pero se trata de negocios en
los que el Rey no arriesga fondos particulares y en los que no aporta más que su influencia personal".
Lo cierto es que habría ocasión de comprobar si estas acusaciones eran
ciertas: en 1931, el Gobierno republicano puso en marcha una Comisión
Dictaminadora del Caudal Privado de Alfonso XIII, que estudió
minuciosamente la contabilidad del Palacio Real, a la que tuvieron
acceso.
Conclusión: "Refiriéndose los datos existentes solamente alas
entradas y salidas de numerario, no hay rastro de aquellas operaciones que
se hiciesen sin contrapartida en metálico".
Es decir, según las pruebas
disponibles lo que el rey acumuló, fue comprado, no regalado a cambio
de favores.
El historiador Gonzalo Gortázar, autor del libro Alfonso XIII, hombre de negocios,
ha sido muy crítico con el Gobierno de la República en su relación con
el monarca.
El autor argumenta que, pese a que el resultado de la
Comisión fue claro, el Ejecutivo no solo no lo publicó, sino que mantuvo la acusación de enriquecimiento ilegítimo y
no revertió la confiscación de los bienes de la Corona.
Otro aspecto
mucho más ambiguo es si para sus numerosísimos negocios —invirtió en
bancos, seguros, hoteles, construcción, cine, acero, industrias
químicas...— usó su posición como monarca o la
información privilegiada que pudiera recibir como jefe de Estado.
Algo
que quizás en la época no interesara especialmente y se diera casi por
supuesto pero que hoy, como deja claro el caso Nóos y el propio debate
en torno a la fortuna de Juan Carlos I, constituiría un escándalo.
Eduardo VIII: el exrey incómodo
La historia es de sobra conocida, y como para no serlo: el nuevo rey de Inglaterra renuncia al trono para poder casarse
con una actriz que se encuentra inmersa en un segundo divorcio.
La
abdicación de Eduardo VIII en favor de su hermano Alberto, que accedería
a la corona como Jorge VI, parece la trama de una comedia romántica.
Eduardo VIII permaneció solo unos meses en el trono y ni siquiera llegó a
ser coronado: su padre, Jorge V, murió en enero de 1936; el nuevo
monarca expresó sus deseos de casarse con la estadounidense Wallis
Simpson en noviembre, y, temiendo la dimisión del Gobierno y una posible crisis constitucional si seguía adelante con sus planes, abdicó antes de que terminara el año.
La renuncia del después conocido como duque de Windsor no era solo un
encontronazo entre distintas percepciones morales del valor del
matrimonio. El rey británico es también cabeza de la Iglesia de Inglaterra,
y por entonces esta se oponía a las nuevas nupcias de los divorciados
si el cónyuge anterior seguía con vida.
El matrimonio con Simpson
hubiera supuesto un desafío a las normas sociales, pero también a la
misma naturaleza de la corona. El Gobierno del conservador Stanley
Baldwin opuso a la boda y, ante la disyuntiva, Eduardo VIII eligió el
amor.
Pero este movimiento supuso un duro golpe para la Corona, para su
relación con el Gobierno, para su imagen pública e incluso para las
relaciones con el entonces Estado Libre Irlandés, que
aprovechó para eliminar las referencias al rey de su constitución,
entrando en un extraño periodo a caballo entre la monarquía y la
república antes de que se proclamara formalmente la segunda.
Pero lo peor vino después: había que buscar acomodo para el exrey,
una figura que la Casa Real no contemplaba. Eduardo VIII volvió a ser el
príncipe Eduardo, antes de que su hermano le otorgara el título de duque de Windsor y
el tratamiento de alteza real —tratamiento del que se excluyó
específicamente a su esposa y descendientes—, y marchó a Austria al día
siguiente de su abdicación.
En 1937, con Wallins Simpson ya divorciada,
contrajeron matrimonio en Francia, donde se instalaron.
Al nuevo duque se le prohibió regresar a Inglaterra sin permiso previo de su hermano, que negoció directamente con él la asignación de una paga.
La ingresaría
finalmente el mismo monarca, desde sus propios fondos, después de que
la Casa Real, muy molesta con el exrey, se negara a incluirle en sus
cuentas.
Las relaciones con el antiguo Eduardo VIII no mejoraron. Las
personales con su familia, ya fuera con su madre o con su hermano, se
hicieron cada vez más tensas.
Y tampoco tuvo gran sintonía con el Gobierno: en 1937, poco después de haber salido del país, viajó junto a su esposa a la Alemania nazi contra la voluntad del Ejecutivo, donde se encontraron con el mismísimo Hitler.
Las fuerzas fascistas incluso llegaron a proponerle devolverle el trono si Alemania lograba invadir las islas. La sombra de su cercanía con el fascismo le perseguiría durante toda su vida.
Víctor Manuel III: el rey del fascismo
Mucho más que una sombra es lo que cae sobre la memoria de Víctor
Manuel III, el penúltimo rey de Italia —su hijo, Humberto I, reinaría
solo un mes antes del referéndum republicano—. En 2018, los restos del
monarca de la casa Saboya, muerto en el exilio en 1947, regresaron a Italia en medio de un fuerte debate.
Como jefe del Estado, no solo permaneció impasible ante el ascenso del fascismo, sino que reinó con Mussolini y firmó de su puño y letra las leyes racistas y antisemitas
que se han convertido en unas de las marcas más oscuras de la historia
del país.
Pietro Grasso, presidente del Senado cuando se produjo el
traslado, fue claro: "Su responsabilidad antes, durante y después del
fascismo no permiten ningún revisionismo de la figura de Víctor Manuel III".
Quizás las palabras más conocidas del rey sean: "Estoy sordo y
ciego". No eran palabras literales, sino una respuesta a quienes le
echaban en cara su inacción frente al secuestro y asesinato de Giacomo
Matteotti, diputado y líder socialista, a manos de los fascistas en
1924.
El rey se refería a que, sin la iniciativa del Congreso y el
Senado, él no podía tomar ninguna iniciativa frente al ascenso fascista.
Sin embargo, previamente, en 1922, cuando la Marcha sobre Roma
amenazaba la ciudad, el rey se había negado a firmar la ley marcial
planteada por el presidente Lugi Facta, que pretendía movilizar las
tropas contra los grupos paramilitares, por supuesto miedo al estallido
de una guerra civil.
Lo que hizo en cambio fue aceptar la dimisión de
Facta y encargar a Mussolini formar Gobierno.
Víctor Manuel III continuó firmando todas y cada unas de las leyes
que permitían el establecimiento del Estado fascista, como la aprobación
del partido único o la porhibición de la libertad de
expresión o de prensa.
En 1936 aproyaría incluso con su presencia la
invasión de Etiopía, asumiendo el rango de emperador, y lo mismo
sucedería en Albania.
En 1938, firmaría también las conocidas como leyes raciales,
por las que se prohibirían los matrimonios entre italianos y judíos
—entendiendo que era imposible ser ambas cosas—, la sistencia de los
niños judíos a la escuela, el empleo de judíos en las administraciones
públicas, su acceso a ciertos sectores privados, como la banca o el
periodismo, la propiedad de tierras o negocios por encima de un cierto
valor...
En 1943, con la evidencia de que se avecinaba la derrota frente a los
Aliados, el rey comenzó a negociar un armisticio en el que pretendía
incluir la garantía de que él mismo permanecería en el trono.
Con la
invasión de las tropas alemanas, poco dispuestas a aceptar la rendición,
el monarca huyó a Brindisi, en el sur, quizás la
última estocada para su imagen pública.
La abdicación en su hijo fue un
movimiento desesperado para tratar de mantener la corona italiana, pero
era tarde: un año después de la liberación de Roma, los italianos
votaron la forma de Estado.
Recordando la connivencia durante décadas
entre el rey y el fascismo, un 54% eligió la república. Víctor Manuel III murió en Egipto poco después.
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