Manifestantes cerca de la Casa Blanca el lunes. La escena del caos que se desarrolló a apenas 300 metros del símbolo de la democracia estadounidense.
Luego de un fin de semana de protestas que llegaron hasta la puerta misma de la Casa Blanca y que lo forzaron a internarse brevemente en un búnker subterráneo, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, llegó el lunes 1 de junio al Despacho Oval perturbado por las imágenes mostradas en televisión.
Le molestaba que alguien pudiera pensar que se estaba escondiendo y se encontraba deseoso por actuar.
Trump quería enviar al ejército a algunas ciudades del país, una idea que provocó una discusión acalorada, en la que se elevaron las voces, entre sus asesores. Pero, para el final del día, a instancias de su hija Ivanka, el presidente elaboró una forma más personal de demostrar dureza: caminaría a través de la plaza Lafayette hasta una iglesia que había sido dañada por el fuego la noche anterior.
Había un problema: el plan desarrollado durante el día para ensanchar el perímetro de seguridad alrededor de la Casa Blanca aún no se había llevado a cabo. Cuando el fiscal general William P. Barr salió de la Casa Blanca para una inspección personal a inicios de la tarde del lunes, descubrió que los manifestantes seguían en el extremo norte de la plaza.
Para que el presidente pudiera llegar a la iglesia de St. John, tendrían que vaciarla. Barr dio la orden de dispersar a los manifestantes.
El resultado fue un estallido de violencia a la sombra de la Casa Blanca como no se había visto en generaciones.
Mientras se preparaba para su caminata sorpresa a la iglesia, Trump primero apareció ante las cámaras en el Jardín de Rosas para autoproclamarse “su presidente de la ley y el orden” y también “un aliado de todos los manifestantes pacíficos”, aun cuando los manifestantes pacíficos a una cuadra de distancia y los clérigos en el patio de la iglesia estaban siendo dispersados por el humo, las granadas cegadoras y alguna forma de aerosol químico utilizado por los oficiales antidisturbios y la policía montada.
Un día después de que reprendió a los gobernadores por ser “débiles” y
los sermoneó para que “dominaran” a los manifestantes, el presidente
salió de la Casa Blanca, seguido de una falange de asistentes y agentes
del servicio secreto en su camino hacia la iglesia, donde posó con el
gesto adusto, sosteniendo una Biblia que su hija sacó antes de su bolso
MaxMara de 1540 dólares.
Las fotografías resultantes de Trump caminando decidido a través de
la plaza satisficieron su arraigado deseo de proyectar fortaleza. Su
equipo de campaña empezó rápidamente a circular las imágenes y a
fijarlas en sus cuentas de Twitter, una vez que el presidente se
encontraba seguro y de regreso en una Casa Blanca fortificada.
La escena de los estragos que precedieron a la caminata —a poco más
de 300 metros del símbolo de la democracia estadounidense— evocó
imágenes comúnmente asociadas con países autoritarios, pero esto no
molestó al presidente, quien tiene un largo historial de coqueteos con
autócratas extranjeros y ha expresado envidia por su capacidad de
dominación.
Durante su tiempo al mando de Estados Unidos, Trump ha generado preocupación debido a lo que sus críticos ven como instintos autocráticos, que incluyen sus reivindicaciones de poder ilimitado para “hacer lo que quiera”, sus ataques a instituciones semiautónomas del gobierno como el FBI o los inspectores generales y sus esfuerzos por desacreditar fuentes independientes de información que lo enfurecen, como la prensa, a la que llama “enemiga del pueblo”.
Y cuando se escriba la historia de la presidencia Trump, el choque de
la plaza Lafayette quizá sea recordado como uno de sus momentos
definitorios.
Trump y su círculo íntimo consideraron que se trató de un triunfo y
que tendría eco positivo con muchos estadounidense de a pie, disgustados
por las escenas de los disturbios y saqueos que han acompañado las
protestas pacíficas por la muerte de un hombre afroamericano a manos de
la policía en Mineápolis.
Pero algunos críticos, entre ellos algunos republicanos, estaban
horrorizados ante el uso de la fuerza contra ciudadanos que no suponían
ningún tipo de amenaza en ese momento, todo para organizar lo que
consideraron un torpe posado fotográfico que mostró únicamente rostros
blancos. Algunos senadores demócratas utilizaron términos como
“fascista” y “dictador” para describir las palabras y acciones del
presidente.
La obispo Mariann Edgar Budde de la diócesis episcopal de Washington,
quien no fue consultada de antemano, dijo que estaba “indignada” por el
uso de una sus iglesias como escenario político para alardear de la
represión de protestas contra el racismo. Incluso algunos funcionarios
de la Casa Blanca expresaron en privado su consternación porque el
séquito del presidente no hubiera pensado en incluir a una sola persona
de color.
La alcaldesa Muriel E. Bowser de Washington objetó la acción
tajantemente el martes y dijo que el gobierno federal había incluso
abordado en privado la idea de hacerse cargo de la policía de la ciudad,
algo a lo que ella prometió oponerse. “No creo que el ejército deba
usarse en las calles de ciudades estadounidenses contra
estadounidenses”, dijo, “y definitivamente no creo que deba hacerse para
un espectáculo”.
El condado de Arlington, en los suburbios de Virginia, retiró a sus
agentes de policía del grupo reunido para proteger la Casa Blanca y
otros edificios federales luego del choque de la plaza Lafayette. E
incluso antes de esto, los gobernadores demócratas de Virginia, Nueva
York y Delaware se negaron a enviar las tropas de la Guardia Nacional
que el gobierno de Trump había solicitado.
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