viernes, 3 de abril de 2020

La venganza de la naturaleza


 Bombero durante los incendios de Australia



Pavos reales en las calles de Madrid u Oakland (California), renos en las estaciones de Nara (Japón), jabalíes transitando las vías públicas de Barcelona, delfines en aguas mediterráneas, pumas deambulando por las calles de Santiago de Chile, mapaches en las calles de San Felipe (Panamá) y hasta un oso explorando el municipio asturiano de Cangas de Narcea. 


Ante la súbita desaparición de los humanos, la naturaleza recupera espacios aprovechando el parón impuesto por el coronavirus en la desbocada carrera hacia un desarrollo hiperbólico en pos del beneficio económico, y en detrimento del planeta. 


El fenómeno no solo se observa en el regreso de otras especies, también en unas aguas tan extrañamente nítidas que permiten distinguir a la fauna marina, en los cielos azules de Pekín o Nueva York y en los índices sorprendentemente bajos de las emisiones de carbono, dióxido de nitrógeno y otros tóxicos que hacen el aire respirable –por fin– en todos los países confinados por la pandemia.


 El coronavirus se antoja una venganza del planeta ante los desmanes humanos que llevan erosionando la viabilidad de nuestro ecosistema desde la Revolución Industrial


En China, las medidas iniciadas en febrero para contener la pandemia desembocó en una caída de las emisiones de gases invernadero de un 25%, el equivalente a 200 millones de toneladas de dióxido de carbono, más de la mitad de las emisiones anuales en Gran Bretaña.


 La intrínseca relación entre ambos fenómenos –la enfermedad y el cambio climático– ha sido destacada por no pocos expertos, que ven en la primera un reflejo de la segunda.

 
 La lección de esta enfermedad llamada COVID-19 debería ser que la inversión en prevención, investigación y desarrollo es más necesaria que la inversión en defensa, aunque sea una política de escaso rédito electoral dado que su éxito es invisible: una sociedad preparada no padece la gravedad de las crisis porque puede acometerlas antes de que se extiendan.


Esa previsión debería trasladarse a otro enemigo invisible que pende sobre la Humanidad, y que amenaza con consecuencias aún más dramáticas que la pandemia: el cambio climático que hará inviable la vida tal cual la conocemos en unas décadas si no se adoptan medidas sostenibles a medio y largo plazo. “El COVID-19 es el clima a velocidad ultrasónica. 


Todo lo relacionado con el clima implicará décadas, con la pandemia se trata de pocos días”, explicaba Gernot Wagner, autor de Climate Shock y experto de la Universidad de Nueva York.


 A juicio de Elizabeth Sawin, codirectora del think tank Climate Interactive, ambos ponen en evidencia el problema que implica el crecimiento exponencial de una crisis frente a la limitada capacidad de acción de los gobiernos: en el caso del virus, el peligro radica en que el número de contagios desborde los sistemas sanitarios, mientras que el vertiginoso aumento de las emisiones supera nuestra capacidad de gestionar sequías, inundaciones, incendios y otros desastres naturales. 


La crisis del coronavirus debería ser apreciada como una oportunidad para no esperar a las tragedias antes de actuar, ahora que las sociedades demuestran una disciplina espartana si la supervivencia está en juego y que los gobiernos aprenden a que todo, incluso lo más intocable, es revisable. Como explicaba el economista brasileño Joaquim Vieira Ferreira Levy, “el coronavirus es una ola, como cualquier otra plaga, pero el cambio climático es mucho más permanente.


 Una vez que llegue se quedará, no podrá resolverse en cuestión de semanas o meses sino más bien en años”. Si no hay una acción coordinada, determinada y global, los daños al medio ambiente serán como una taza de porcelana que cae al suelo. “Puedes volver a pegarla, pero nunca volverá a ser lo mismo”, explicaba Levy en declaraciones recogidas por la revista Forbes


El parón económico derivado del coronavirus podría ser una oportunidad para replantear la actividad cuando la pandemia termine, y no solo en forma de inversión en renovables. Si tomamos consciencia de las debilidades de nuestro sistema, la enfermedad podría reformular nuestras necesidades, desde los viajes por carretera o avión para mantener reuniones que pueden ser igualmente realizadas mediante videoconferencia hasta nuestros desmedidos hábitos de consumo, ahora que sobrevivimos –sorprendentemente bien– sin comprar de forma compulsiva, ya que nuestras prioridades son mucho más reales que un par de zapatos. 


Todo ello impactaría directamente en la huella ecológica de todos nosotros. Como explicó el secretario general de la ONU en un reciente discurso, la amenaza del coronavirus es temporal, pero la amenaza de oleadas de incendios, inundaciones y tormentas extremas persistirá en el tiempo salvo que hagamos algo para evitarlo. 


 Pero la cerrazón de los dirigentes ante lo que consideran una eventualidad, en lugar de una amenaza real, ralentiza la respuesta e incluso podría justificar que tras la pandemia se relegue a un segundo plano.


 Actualmente, las consecuencias del coronavirus no son precisamente buenas: toda la investigación en cambio climático ha quedado en suspenso por el confinamiento de sus expertos, las cumbres internacionales han sido pospuestas aplazando así el cumplimiento de los compromisos climáticos adoptados por los países, y la experiencia de la crisis de 2008 demuestra que la industria, una vez que se recupera de la bofetada económica, no controla sus emisiones sino que antepone una recuperación al impacto en el planeta. 


A eso se suma que los bajos precios del crudo, resultado del virus y también de la guerra de precios entre Rusia y Arabia Saudí, repercutirán de forma negativa porque tendemos a consumir combustible de forma menos eficaz si nuestros bolsillos no se resienten. Sin el aliciente del ahorro, es poco probable que cambien las pautas de comportamiento ecológico. 


Y si los países deben elegir entre revitalizar sus economías tras el parón de la pandemia y supervisar el cumplimiento de las normas ambientales, resulta predecible que opten por lo primero, aunque el precio suponga una crisis ecológica mucho mayor que la actual en pocos años. 


El primer ministro checo, Andrej Babis, ya ha pedido que se “olvide” el Acuerdo Verde Europeo –que obliga a los miembros de la UE a poner freno total a las emisiones de aquí a 2050– para que los países se concentren en la actual epidemia, haciendo gala del cortoplacismo característico de los líderes actuales.


 Las imágenes de los incendios que desolaron Australia hace unas semanas, dejando millones de animales calcinados, debería persistir en nuestras memorias ahora que la moda mediática ha cambiado tras la irrupción del coronavirus. 


Si nos hubieran advertido del peligro de una pandemia –como ocurrió en Asia oriental, gracias a las experiencias del SARS y el MERS– nos habríamos dotado de respiradores, UCI y material sanitario suficiente para abordarlo. Ahora que la naturaleza nos envía tantos avisos, ¿no vamos a poner los medios para proteger al planeta? 


Mónica G. Prieto




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