Bombero durante los incendios de Australia
Pavos reales en las calles de Madrid u Oakland (California), renos en
las estaciones de Nara (Japón), jabalíes transitando las vías públicas
de Barcelona, delfines en aguas mediterráneas, pumas deambulando por las
calles de Santiago de Chile, mapaches en las calles de San Felipe
(Panamá) y hasta un oso explorando el municipio asturiano de Cangas de
Narcea.
Ante la súbita desaparición de los humanos, la naturaleza recupera espacios aprovechando el parón impuesto por el coronavirus en la desbocada carrera hacia un desarrollo hiperbólico en pos del beneficio económico, y en detrimento del planeta.
El fenómeno no solo se observa en el regreso de otras especies,
también en unas aguas tan extrañamente nítidas que permiten distinguir a
la fauna marina, en los cielos azules de Pekín o Nueva York y en los
índices sorprendentemente bajos de las emisiones de carbono, dióxido de
nitrógeno y otros tóxicos que hacen el aire respirable –por fin– en
todos los países confinados por la pandemia.
El coronavirus se antoja
una venganza del planeta ante los desmanes humanos que llevan erosionando la viabilidad de nuestro ecosistema desde la Revolución Industrial.
En China, las medidas iniciadas en febrero para contener la pandemia
desembocó en una caída de las emisiones de gases invernadero de un 25%,
el equivalente a 200 millones de toneladas de dióxido de carbono, más de
la mitad de las emisiones anuales en Gran Bretaña.
La intrínseca
relación entre ambos fenómenos –la enfermedad y el cambio climático– ha
sido destacada por no pocos expertos, que ven en la primera un reflejo
de la segunda.
La lección de esta enfermedad llamada COVID-19 debería
ser que la inversión en prevención, investigación y desarrollo es más
necesaria que la inversión en defensa, aunque sea una política de escaso
rédito electoral dado que su éxito es invisible: una sociedad preparada
no padece la gravedad de las crisis porque puede acometerlas antes de
que se extiendan.
Esa previsión debería trasladarse a otro enemigo invisible que pende
sobre la Humanidad, y que amenaza con consecuencias aún más dramáticas
que la pandemia: el cambio climático que hará inviable la vida tal cual
la conocemos en unas décadas si no se adoptan medidas sostenibles a
medio y largo plazo. “El COVID-19 es el clima a velocidad ultrasónica.
Todo lo relacionado con el clima implicará décadas, con la pandemia se
trata de pocos días”, explicaba Gernot Wagner, autor de Climate Shock y experto de la Universidad de Nueva York.
A juicio de Elizabeth Sawin, codirectora del think tank
Climate Interactive, ambos ponen en evidencia el problema que implica
el crecimiento exponencial de una crisis frente a la limitada capacidad
de acción de los gobiernos: en el caso del virus, el peligro radica en
que el número de contagios desborde los sistemas sanitarios, mientras
que el vertiginoso aumento de las emisiones supera nuestra capacidad de
gestionar sequías, inundaciones, incendios y otros desastres naturales.
La crisis del coronavirus debería ser apreciada como una oportunidad
para no esperar a las tragedias antes de actuar, ahora que las
sociedades demuestran una disciplina espartana si la supervivencia está
en juego y que los gobiernos aprenden a que todo, incluso lo más intocable, es revisable. Como
explicaba el economista brasileño Joaquim Vieira Ferreira Levy, “el
coronavirus es una ola, como cualquier otra plaga, pero el cambio
climático es mucho más permanente.
Una vez que llegue se quedará, no
podrá resolverse en cuestión de semanas o meses sino más bien en años”.
Si no hay una acción coordinada, determinada y global, los daños al
medio ambiente serán como una taza de porcelana que cae al suelo.
“Puedes volver a pegarla, pero nunca volverá a ser lo mismo”, explicaba
Levy en declaraciones recogidas por la revista Forbes.
El parón económico derivado del coronavirus podría ser una
oportunidad para replantear la actividad cuando la pandemia termine, y
no solo en forma de inversión en renovables. Si tomamos consciencia de
las debilidades de nuestro sistema, la enfermedad podría reformular
nuestras necesidades, desde los viajes por carretera o avión para
mantener reuniones que pueden ser igualmente realizadas mediante
videoconferencia hasta nuestros desmedidos hábitos de consumo, ahora que
sobrevivimos –sorprendentemente bien– sin comprar de forma compulsiva,
ya que nuestras prioridades son mucho más reales que un par de zapatos.
Todo ello impactaría directamente en la huella ecológica de todos
nosotros. Como explicó el secretario general de la ONU en un reciente
discurso, la amenaza del coronavirus es temporal, pero la
amenaza de oleadas de incendios, inundaciones y tormentas extremas
persistirá en el tiempo salvo que hagamos algo para evitarlo.
Pero la cerrazón de los dirigentes ante lo que consideran una
eventualidad, en lugar de una amenaza real, ralentiza la respuesta e
incluso podría justificar que tras la pandemia se relegue a un segundo
plano.
Actualmente, las consecuencias del coronavirus no son
precisamente buenas: toda la investigación en cambio climático ha
quedado en suspenso por el confinamiento de sus expertos, las cumbres
internacionales han sido pospuestas aplazando así el cumplimiento de los
compromisos climáticos adoptados por los países, y la experiencia de la
crisis de 2008 demuestra que la industria, una vez que se recupera de
la bofetada económica, no controla sus emisiones sino que antepone una
recuperación al impacto en el planeta.
A eso se suma que los bajos precios del crudo, resultado del virus y
también de la guerra de precios entre Rusia y Arabia Saudí, repercutirán
de forma negativa porque tendemos a consumir combustible de forma menos
eficaz si nuestros bolsillos no se resienten. Sin el aliciente del
ahorro, es poco probable que cambien las pautas de comportamiento
ecológico.
Y si los países deben elegir entre revitalizar sus economías
tras el parón de la pandemia y supervisar el cumplimiento de las normas
ambientales, resulta predecible que opten por lo primero, aunque el
precio suponga una crisis ecológica mucho mayor que la actual en pocos
años.
El primer ministro checo, Andrej Babis, ya ha pedido que se “olvide” el Acuerdo Verde Europeo
–que obliga a los miembros de la UE a poner freno total a las emisiones
de aquí a 2050– para que los países se concentren en la actual
epidemia, haciendo gala del cortoplacismo característico de los líderes
actuales.
Las imágenes de los incendios que desolaron Australia hace
unas semanas, dejando millones de animales calcinados, debería persistir
en nuestras memorias ahora que la moda mediática ha cambiado tras la
irrupción del coronavirus.
Si nos hubieran advertido del peligro de una
pandemia –como ocurrió en Asia oriental, gracias a las experiencias del
SARS y el MERS– nos habríamos dotado de respiradores, UCI y material
sanitario suficiente para abordarlo. Ahora que la naturaleza nos envía
tantos avisos, ¿no vamos a poner los medios para proteger al planeta?
Mónica G. Prieto
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