sábado, 14 de marzo de 2020

El coronavirus como eutanasia





Hace sólo ocho años, allá por abril de 2012, el Fondo Monetario Internacional proponía los recortes en las prestaciones sociales y el retraso de la edad de jubilación como medidas urgentes "ante el riesgo de que la gente viva más de lo esperado". 


El entrecomillado funciona aquí igual que la mascarilla para evitar el contagio por el coronavirus, es decir, no es que sirva de mucho, pero al menos mitiga un poco la impresión de asco.


 Detrás de esta frase tan elegante se encontraba la no menos elegante directora del FMI, Christine Lagarde, una señora de 56 años que había sucedido al frente de la institución a dos notorios delincuentes, Dominique Strauss-Kahn y Rodrigo Rato, y que contaba con un historial de desmanes casi tan sospechoso como el de sus antecesores en el cargo.


Ocho años después, hay que reconocer que la buena señora llevaba algo de razón en sus previsiones eugenésicas, no sólo por motivos demográficos, sino porque el peligro de que cierta gente siga viviendo más allá de lo razonable resulta demasiado alto.


 Por ejemplo, la propia Christine Lagarde tiene ahora 64 años y es presidenta del Banco Central Europeo, otra institución filantrópica dedicada a hacer más llevadera la difícil existencia de los multimillonarios.


 En todo ese tiempo, aparte de acumular sueldos inverosímiles y lanzar propuestas medievales como la quita del diez por ciento a los ahorros familiares para reducir la deuda pública, a Lagarde ni siquiera se le ha ocurrido poner en práctica sus propios consejos y morirse para dar ejemplo.


Una de las grandes lecciones que no aprendimos de la crisis de 2008 es que estábamos viviendo por encima de nuestras posibilidades, que entre los pobres que malvivían debajo de un puente y los pringados que apenas podíamos pagar una hipoteca no lográbamos sacar adelante la financiación de los peluqueros de Lagarde, las alegres borracheras de Juncker, los fiascos petrolíferos de Florentino y las pensiones Nescafé del rey emérito, un señor tan rumboso que trata a sus amigas como si fuesen reinas. 


Ahora, ante el descalabro económico provocado por la crisis del coronavirus, los madrileños hemos descubierto que también estamos sobreviviendo por encima de nuestras expectativas, colapsando servicios sanitarios que fueron víctimas de los tijeretazos en los tiempos de Aguirre y enfermando por esa puta manía de coger el metro para ir al trabajo en lugar de alquilar un helicóptero o una limusina con cristales blindados, como hace la gente responsable.


Con el espacio aéreo recién clausurado entre Estados Unidos y Europa, de repente el Brexit parece una buena idea.


 Lo cierto es que la pandemia, tal como acaba de catalogarla la OMS, con sus picos de mortalidad centrados en ancianos y enfermos inmunodeprimidos, parece diseñada por la mismísima Christine Lagarde junto a unos cuantos arquitectos de Treblinka. 


Hace unas semanas estábamos discutiendo a voces la viabilidad de una ley de eutanasia más allá de los lastres morales de la Biblia y ahora el coronavirus nos ofrece una selección natural calcada de las siete plagas de Egipto.


 Nunca hay que subestimar aquel principio freudiano de temer lo que secretamente se desea, especialmente cuando viene bendecido desde las más altas instancias europeas. 


Mientras tanto, como Pilatos, lavémonos las manos.




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