El presidente de EE.UU., Donald Trump, en una imagen de archivo
La reciente espiral de tensión contra Irán –ralentizada por ahora debido, entre otras razones, a la determinación de Irán, muy lejos de dejarse intimidar– obedece en exclusiva a decisiones y provocaciones norteamericanas. Ya hicimos observar que, tras la elección del conflictivo presidente norteamericano actual ninguno de los países que esperaban su hostilidad –Irán, Corea del Norte, Cuba– mostraba la menor intención de amilanarse. El poder norteamericano está en declive y los exabruptos de este personaje, Donald Trump, no van a impedir el curso de la historia.
La más infame de estas provocaciones ha sido la ruptura unilateral del acuerdo nuclear con Irán, firmado en 2015 tras ser promovido, paciente y equilibradamente, por Obama; pero han continuado con intervenciones contra la soberanía de Irán, por mar y aire. Ningún derecho –sino capricho y abuso del perturbador inquilino de la Casa Blanca– asiste a Estados Unidos a hacer de gendarme en el Golfo árabe-pérsico, y los últimos acontecimientos han demostrado que Irán posee capacidad y motivos para hacer que el tráfico en ese delicado mar ni lo desafíe o amenace ni vulnere la legalidad internacional.
Habría que ignorar el historial de mentiras y provocaciones de los Estados Unidos desde, prácticamente, su creación como Estado, para dar crédito a lo que suele seguir siempre el mismo guion y que, tratándose de Irán, la historia documenta suficientemente. El primer paso consiste, desde luego, en la designación estratégica del enemigo, que en este caso ha de fecharse en la revolución islámica de febrero de 1979, que expulsó al shah Reza Pahlavi, tan odiado en su país como mimado por Washington.
Cuarenta años después y tras repetidos intentos de derribar al régimen islámico (como la guerra que le hizo Saddam Hussein empujado por los Estados Unidos), Trump ha decidido dirigir su ira y sus bravatas contra el régimen de los ayatolás que, mostrando una consistencia innegable, se ha convertido mientras tanto en potencia ineludible en el endemoniado ambiente político del Próximo Oriente.
El hito siguiente consiste en la expresión concreta de hostilidad, concentrada en este caso en la denuncia del acuerdo nuclear por motivos sin base razonable, es decir, con pretextos destinados a justificar el proceso de tensión. Esta decisión es contraria al objetivo de contención nuclear que preveía tal acuerdo, que ha sido escrupulosamente observado por Irán; pero ha de relacionarse con el alineamiento patológico de Estados Unidos con Israel, potencia militar que rechaza la existencia de cualquier rival en el área y que posee el arma atómica desde principios de los años 1960, con un potencial nuclear que mantiene desafiando a la ley internacional (pero con la cobertura incondicional de Estados Unidos).
La tercera fase consiste –como tantas otras veces– directa y concretamente en las provocaciones destinadas a desencadenar el conflicto bélico, y de ahí la confabulación de Washington con sus aliados en la zona (Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos e Israel, singularmente) para atacar a los petroleros, así como la colaboración del Reino Unido, un aliado especial que mantiene viejas querellas históricas con Irán. No solamente Teherán no tiene el menor motivo de buscar un conflicto armado con Estados Unidos, sino que, cuando éstos han querido demostrar la intervención iraní en esos incidentes, ha resultado imposible de conseguir (todo lo contrario, se ha podido percibir un papel positivo y solidario de la marina iraní en relación con esos incidentes).
Y así se llegó al momento designado para el ataque: artero, indecente y, como de costumbre, justificado en la “respuesta a las agresiones del enemigo”; un bombardeo que resultó frustrado cuando Trump revocó, el pasado 20 de junio, la orden de ataque diez minutos antes de su cumplimiento. En esta última secuencia es en la que hay que concentrar el análisis, por los interesantes elementos confluyentes que enmarcan el juego de equilibrios en esa región. Aunque probablemente certera, no debe atribuirse en exclusiva esta decisión in extremis del belicoso e irresponsable presidente norteamericano a un déficit de valentía personal (es decir, a la cobardía intrínseca del matón de la Casa Blanca), sino que merece más la pena dar por supuesto que han coincidido varias y muy serias circunstancias.
Porque, si bien es verdad que, como ha alegado el presidente, atacar a Irán por haber derribado un dron militar no tripulado (y sorprendido sobre su espacio aéreo soberano) resultaba desproporcionado con el centenar y medio de víctimas que se preveían en ese ataque, no parece que sea la sensibilidad ante las pérdidas humanas uno de los valores que puedan atribuirse a este personaje, y resulta mucho más viable apuntar a algo más seguro: las repercusiones de la agresión. Irán habría respondido y los Estados Unidos habrían sufrido pérdidas importantes en un primer momento, lo que hubiera repercutido en la popularidad de Trump (con independencia de que las victimas resultasen superiores del lado iraní).
Todos los analistas y estudiosos de la región recuerdan que el Irán de los ayatolás no es el Afganistán de los talibanes, el Iraq de Saddam Husein o la Siria de los Assad; y en que es necesario contar con que hereda una civilización de milenios, superviviente de la historia, curtida en todo tipo de agresiones, ocupaciones y decadencias. El análisis, necio y altamente peligroso, que pueda hacer la belicosa camarilla que, con Trump, viene envenenando la situación general del mundo, carece de solidez objetiva y de visión amplia, y está seriamente adulterado por la manipulación israelí.
Tanto los dirigentes israelíes como los norteamericanos actuales insisten en que no permitirán que Irán acceda al arma atómica, pero obran, por malicia o incongruencia, en sentido contrario. Vista la agresividad y los perjuicios con que Estados Unidos castiga a Irán, la conclusión más inmediata (y hasta prudente) es acelerar el programa nuclear, una vez rotas las garantías de la parte más decisiva del acuerdo, que aportaba Estados Unidos. Irán, y el mundo entero, saben que sólo la posesión de la bomba permite a Corea del Norte quedar a salvo de las asechanzas y el agobio de Estados Unidos (y no deja de resultar grotescamente divertida la transformación del indescriptible Trump pasar de las amenazas y bravatas contra el líder coreano Kim a los elogios y las entrevistas amistosas…)
Todas las partes del conflicto conocen que Irán se ha dotado de un perfeccionado sistema de misiles de tecnología y asistencia rusas, capaz de destruir, como respuesta a un ataque, un navío norteamericano o un objetivo israelí. Como también saben que ni Rusia ni China van a dejar que una guerra provocada vaya a aniquilar el papel de Irán como potencia principal (con Israel) en el Próximo Oriente. Israel conoce que sus buenas relaciones con la Rusia de Putin no cubren un objetivo como ése, y todo el mundo ha visto cómo Rusia asumía en el Consejo de Seguridad el papel de defensor del régimen de Teherán, exhibiendo las pruebas de la mendacidad norteamericana. En cualquier caso, los dirigentes de Teherán comprueban que su seguridad, tan amenazada, sólo estará garantizada –como en el caso de Corea del Norte– disponiendo del arma atómica.
Trump empuja a Irán al arma atómica
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