domingo, 2 de junio de 2019

Donald Trump y la mula mansa y bellaca vista por José Martí

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El presidente de Estados Unidos, Donald Trump. Foto: AP.


Dada su criminal desmesura, un reciente elogio del laureado actor Jon Voight al presidente de su país, Donald Trump, no podía pasar inadvertido. Decir que el atorrante magnate es “el mejor presidente [de los Estados Unidos] desde Abraham Lincoln” pudiera parecer hasta un pésimo chiste, pero la información difundida le reconoce afán de hacer justicia.


Ni el patán Donald es una anomalía del sistema —sino, en todo caso, una aberración orgánica y propia de este— ni la delirante loa es ajena a una línea de pensamiento central y dominante en aquella sociedad. Se trata de una nación cuyos fundadores sembraron y abonaron la creencia de que en ella crecía un grupo humano bendecido por Dios, quien le encomendaba imponer patrones de pensamiento y conducta a los demás, en todas partes.


 Ese grupo era la población blanca asentada en las otrora Trece Colonias americanas de Inglaterra y que empezó por discriminar y asesinar, o acorralar, a los pobladores originarios del territorio, y luego a quienes fueron llevados desde África para usarlos como esclavos.


Los conquistadores que descendieron del May Flower —primero el material, después el ideológico, símbolo que desbordó al primero— se creían destinados a dominar el mundo. Se sentirían depositarios absolutos de un mesianismo, o mística de la usurpación, que ha crecido y es fuente de instintos aún más peligrosos cuando sus protagonistas asumen que su “misión” está en riesgo porque hay pueblos que se niegan a sometérseles.


Recordemos al más cercano y visible predecesor de Trump, aquel George W. Bush que, republicano como él, devendría un Nerón suave comparado con el Calígula que hoy ocupa la Casa Blanca. Tal vez el primero, que pasaba por retrasado mental mientras el segundo parece que intenta pasar por loco, no era un mero farsante al decir que Dios hablaba con él. Para eso era la cabeza visible —cerebro es otra cosa— de la voraz y poderosa nación encargada, por el propio Dios, de sojuzgar a la humanidad toda.


Aquel Bush, personificación de un imperio ya en decadencia —pero con recursos para sobrevivir quién sabe por cuánto tiempo más—, declaró que quienes no estaban con su nación estaban contra ella, y que, para asegurar sus intereses, sus tropas debían atacar cualquier oscuro rincón del planeta.


Al decirlo, expresaba mucho más que un simple desatino, y también lo hace, aunque médicamente fuera un loco de atar, el Trump que vino a proclamar sin rodeos que su propósito era que los Estados Unidos volvieran a ser grandes. De paso, con ello devaluaba a sus más inmediatos antecesores, en especial a los miembros del Partido Demócrata, émulo del Republicano, aunque ambos esencialmente iguales.


Trump ha retomado fantasmagorías que, fuera del pensamiento imperial, y —para imperialistas medianamente equilibrados— hasta dentro de él, se habían desprestigiado tanto como la doctrina Monroe. Pero todo eso anima a quienes en la potencia norteña creen que esta debe campear por sus fueros, o desafueros.


No debe suponerse que los despropósitos deben esperare nada más de personas ignorantes, de escasa formación intelectual. Si así fuera, el imperio no tendría los “tanques pensantes” de que dispone, ni artistas prestos a edulcorarlo. Imaginar lo contrario sería ceder a la ilusión de que talento y sabiduría bastan para comprometerse con el bien, y hacerlo.


José Martí, quien vivió en los Estados Unidos cuando se preparaban para lanzarse a dominar el mundo —es decir, cuando allí se formaba el imperialismo, frente al cual tuvo él la coherencia de un antimperialista precoz y lúcido—, vio y denunció peligros que la voraz nación representaba para su propio pueblo, no solo para otros.


Tempranamente, en crónica fechada en Nueva York el 19 de enero de 1883, cuando le quedaban doce años para seguir calando en las entrañas de esa nación, retrató fuerzas sociales y políticas que pugnaban dentro de ella. Mencionó a “los republicanos de ‘media raza’, como les apodan; los buenos burgueses, que no desdeñan bastante a la prensa vocinglera, a las capas humildes, a la masa deslumbrable, arrastrable y pagadora”.


Frente a esos estaban los que la desdeñaban todavía más: “Los otros, los imperialistas, los “mejores”,—y sus apodos son ésos,—los augures del gorro frigio, que, como los que llevaron en otro tiempo corona de laurel y túnica blanca, se ríen a la callada de la fe que en público profesan; los que creen que el sufragio popular, y el pueblo que sufraga, no son corcel de raza buena, que echa abajo de un bote del dorso al jinete imprudente que le oprime, sino gran mula mansa y bellaca que no está bien sino cuando muy cargada y gorda y que deja que el arriero cabalgue a más sobre la carga”.


Con esa posibilidad contaban, y cuentan, los imperialistas, en cuyo seno las diferencias son cada vez menores. La manipulación, por las fuerzas dominantes, de “la masa deslumbrable, arrastrable y pagadora”, sigue causando estragos para el pueblo de los Estados Unidos, y para el mundo. Aún hoy habrá continuadores de aquellos disidentes del sistema a quienes Martí enalteció en su tiempo, como a los defensores de la justicia social. Pero la realidad está aún más signada por maquinaciones que generan falacias y alianzas nocivas.


En los rejuegos pueden agitarse quienes, como en Europa, también en los Estados Unidos busquen el éxito de una socialdemocracia capaz de cerrar el camino a la verdadera equidad y garantizar la supervivencia del injusto sistema. Pero los rejuegos electorales y la alianza de poderes hegemónicos han llegado al punto en que un Donald Trump es elegido presidente, y nada parece descartar que pueda ser reelecto.


Parangonarlo con Lincoln se ubica en la cima —o en la sima, según se vea, pero con efectividad en ambos casos— de maniobras dirigidas a prolongar la crianza de mulas mansas y bellacas. En su infancia habanera, Martí llevó luto por la muerte de Lincoln, pero no lo idealizaba. En su discurso del 19 de diciembre de 1889, conocido como “Madre América” —y destinado a reforzar la defensa que él venía haciendo, y no dejaría de hacer mientras vivió, de nuestra América frente a la del Norte—, apuntó que “el leñador de ojos piadosos” no bastó para que aquel país tomara un rumbo libre de las secuelas de la esclavitud.


En carta a Ángel Peláez de enero de 1892, le recriminará a Lincoln que prestara oídos al consejero capaz de recomendarle usar a Cuba —primero tendría que apoderarse de ella— para basurero de supuestas escorias desterradas del Norte.


Pero todavía en 1889, al impugnar en su “Vindicación de Cuba” a quienes en el Norte la menospreciaban y calumniaban, podía decir: “Amamos a la patria de Lincoln, tanto como tememos a la patria de Cutting”, refiriéndose con esto a un aventurero que había azuzado disturbios fronterizos para que los Estados Unidos fabricaran nuevos planes contra México.


Hoy el rumbo dominante del Norte lo marca, mucho más que la luz reconocible en Lincoln, las tinieblas de Augustus K. Cutting, desfachatadamente superado por el actual presidente y sus asesores. Alguien dispuesto a sublimar al imperio estima que Trump —a quien en dos años y medio de gobierno The Washington Post le ha contado más de diez mil “afirmaciones falsas o engañosas”— es la mejor continuación de Lincoln.


¿Alguien creerá que el poderoso diario imperialista empieza a sentir cosquilleos de izquierda? ¿Lo supondrá quien elogia frenéticamente a Trump y llama a la ciudadanía a defenderlo? Para ello aduce que su “trabajo no es fácil porque está luchando contra la izquierda y sus absurdas palabras de destrucción”.


Condena como a una verdadera izquierda no digamos ya a los pueblos enfrascados en defender su soberanía, sino a los meros adversarios electorales de Trump, y a quienes representan vertientes interesadas en buscar modos de convivencia que le ahorren al imperio —idea que el propio magnate simuló compartir durante su campaña electoral— guerras que también para él pudieran ser devastadoras.


Ya los imperialistas no se detienen a fabricar argumentos extraeconómicos para justificar sus guerras. 


Un personero de la gran potencia proclama que ella roba, miente y mata para seguir siendo “grande”, y otro personero, si no el mismo, dice: “Necesitamos el petróleo de Venezuela, y si no estuviera allí Nicolás Maduro se nos facilitarían las cosas”.


Quien no quiera ver ni oír, ni oirá ni verá, y pueden proliferar quienes actúen a la manera de mulas cada vez menos mansas (ni ingenuas ni engañadas: cómplices voluntarias) y más bellacas.


Deshonran incluso al pobre y útil animal con que se les ha comparado.


Como en tantos casos, las profesiones pueden ser contingencias.

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