domingo, 20 de enero de 2019

Por una moral revolucionaria



Tan importante como luchar contra el sistema que nos esclaviza y destruye es luchar contra aquello que hemos interiorizado de dicho sistema. 

Esto exige adoptar una moral revolucionaria para, por un lado, realizar en nosotros mismos los cambios que queremos ver fuera de nosotros, y por otro lado para disponer de la actitud adecuada para combatir el sistema de forma eficaz y coherente con los principios y valores que afirmamos defender.

 Esta pequeña reflexión gira en torno a esta segunda cuestión, es decir, la moral revolucionaria como actitud ante el mundo para afrontar la lucha por la emancipación. 


La lucha revolucionaria es una tarea que todo revolucionario se impone a sí mismo, pero cuya puesta en práctica exige una actitud sin la cual es imposible emprenderla. Querer hacer la revolución sin estar preparado para hacerla es semejante a tratar de correr un maratón sin estar preparado física y psicológicamente para el esfuerzo que ello supone.

 Esto es importante en la medida en que el revolucionario se encuentra inmerso en un entorno hostil del que recibe inputs que por lo general son negativos, y que se combinan con una gran variedad de dinámicas y mecanismos en el plano psicológico, ideológico y emocional cuya finalidad son destruirlo como revolucionario, y por tanto laminarlo para convertirlo en otro individuo estándar de la sociedad. Desafortunadamente esto suele ser lo más habitual al comprobar que en muchas ocasiones incipientes revolucionarios, debido a la falta de actitud, terminan abandonando todo compromiso de lucha y se entregan a una vida acomodaticia propia de la molicie burguesa imperante.


Los elementos actitudinales que todo revolucionario necesita son varios y están sumamente interrelacionados, de manera que es muy difícil hablar de ellos de manera separada sin referirse a los demás. Se trata de actitudes que directa o indirectamente son la expresión de unos valores y de una concepción de la vida que contradicen la dinámica social dominante que impone el sistema. Son, en definitiva, los elementos que conforman la moral revolucionaria que nos permite ponernos en forma para afrontar la tarea de hacer la revolución.

 Si no estamos en forma no podemos desarrollar esta tarea, y consecuentemente no contribuiremos de un modo eficaz y coherente a lograr la revolución. Inevitablemente una moral revolucionaria desempeña dos funciones clave. En el terreno práctico preparar a la persona, en este caso al revolucionario, para hacer la revolución que ponga fin al sistema de dominación. Pero al mismo tiempo en el terreno axiológico, es decir, en el ámbito de los valores que conforman la mentalidad del sujeto, lo que conlleva una rehumanización de la persona frente a la labor deshumanizadora del sistema. 


La vida como lucha es lo que, en definitiva, define el sentido de la existencia de todo revolucionario, pero igualmente de toda vida verdaderamente humana. Nada de valor e importancia en el terreno humano ha sido conseguido sin lucha, lo que implica esfuerzo y sacrificio. Así pues, una primera y fundamental actitud que conforma la denominada moral revolucionaria es el esfuerzo y sacrificio. El ser humano ya de por sí necesita de metas que requieran un esfuerzo, y eventualmente algún tipo de sacrificio, debido a que le dan un sentido a su existencia e igualmente son un medio para superarse a sí mismo. En cierto modo puede afirmarse que son las metas de una persona las que la definen.


Si la meta que mueve a una persona es grande, como puede ser la revolución y la construcción de una sociedad de la libertad, la persona es grande en sí misma. 


Sin embargo, las metas importantes no se consiguen de la noche a la mañana y sin que exista de por medio un esfuerzo. Si una persona que no está en forma quiere levantar a pulso un peso de 100 kilos no puede pretender levantarlos en un periodo de tiempo irrealista, como podría ser en dos días, sino que por el contrario necesita trazar un plan de entrenamiento dirigido a preparar sus músculos para lograr dicha meta. De este modo tendrá que empezar a levantar un peso relativamente pequeño, 2 kilos, e ir practicando para desarrollar la capacidad física que le permita, pasado un tiempo, levantar 5 kilos y así sucesivamente hasta lograr levantar 100 kilos.

 Lo mismo ocurre con las metas estratégicas que se proponen las personas, pues definen los fines últimos que persiguen. Por tanto, razones de orden práctico exigen trazar en el terreno táctico un camino compuesto de sucesivas metas pequeñas necesarias para alcanzar la meta estratégica. Esto es aplicable a la revolución, pues su consecución requiere el trazado de un camino que conduzca a su realización exitosa, de manera que proceso y resultado son inseparables pues el primero nos prepara para la consecución del segundo. 


Frente al mundo acomodaticio y conformista imperante, que aleja a las personas del esfuerzo y del sacrificio ofreciendo una forma de vida en la que estos están ausentes, es importante que el revolucionario, para rehumanizarse a sí mismo, asuma que la revolución sólo es realizable en la medida en que exige esfuerzo y sacrificio. Significa ponerse al servicio de un fin superior, para lo cual es preciso la consecución de diferentes metas pequeñas, necesarias pero no suficientes, conducentes a la realización de esa gran meta que es la revolución y la construcción de una sociedad libre.

 En ese proceso el revolucionario se forja a sí mismo al tener que salir de su espacio de confort, enfrentarse a sucesivos desafíos de un modo creativo que le obligan a mejorarse para vencerlos y superarlos con éxito. Gracias al esfuerzo y al sacrificio la persona logra salir de sí misma, pues renuncia a la comodidad y al conformismo para conseguir un fin mayor que le trasciende, y al hacerlo logra mejorarse en todos los sentidos al acostumbrarse a soportar el dolor y las adversidades que entraña la propia lucha.


 Esto genera una espiral ascendente de desafío-respuesta, de tal modo que los desafíos superados con éxito dan lugar a que la persona pueda plantearse desafíos aún mayores que, a su vez, exigirán su mejora cualitativa al desarrollar una experiencia que la mejorará aún más y, en definitiva, la preparará para hacer la revolución, lo que la convertirá en una amenaza real para el sistema. 


A la argumentación anterior puede aducirse que también existen los fracasos y las derrotas. Pero justamente la actitud de esfuerzo y sacrificio implica aceptar esa posibilidad, y estar dispuesto a afrontarla con todo lo que ello conlleva. Por otro lado, el fracaso no significa un empeoramiento del individuo, sino que es igualmente una aportación a la propia experiencia en la medida en que constituye una oportunidad para aprender de los errores, y de este modo seguir mejorando de cara a superar con éxito nuevos y sucesivos desafíos.


Ninguna derrota o fracaso son totales y definitivos, sino parciales y momentáneos, con lo que deben ser puestos en perspectiva como una dimensión más del proceso de aprendizaje y mejora personal del revolucionario y, en definitiva, como parte del esfuerzo y sacrificio que entraña su lucha por la emancipación. 


Como rápidamente puede deducirse de lo antes expuesto la lucha entraña esfuerzo y sacrificio, o lo que es lo mismo, dolor. Pero es por medio de la lucha que el revolucionario se forja y mejora. 


Esto es importante porque al superar con éxito sucesivos desafíos logra desarrollar, a su vez, una actitud necesaria para todo revolucionario que es la autoconfianza. Los éxitos contribuyen a que la persona se sienta segura de sí misma, logre una creciente experiencia y con ello consiga mejorarse. En este proceso el individuo aprende a confiar en su propio esfuerzo en el que pasa a apoyarse para lograr el éxito. Si las personas no confían en sí mismas y en sus propias capacidades nunca harán nada y tampoco estarán dispuestas a ponerse a prueba.

La inseguridad aboca a la pasividad y a la desidia, pero sobre todo al derrotismo y a la falta de autoestima. La falta de confianza en uno mismo impide, entonces, una valoración realista de las posibilidades y capacidades propias, de lo que se deriva la ausencia de una disposición favorable a emprender lucha alguna porque implica enfrentarse a las dificultades y abandonar la zona de confort individual. Cuando uno no cree en sí mismo, en su potencial, se ve incapaz de hacer cualquier cosa y queda sumido en la parálisis.

Asimismo, la autoconfianza es una precondición para el esfuerzo que entraña la lucha, pues existe la confianza en el propio potencial para superar las dificultades que se presenten en el camino. Un revolucionario, entonces, es una persona segura de sí misma y con la autoestima en su sitio al ser consciente de cuáles son sus capacidades y posibilidades reales, lo que hace que esté dispuesto a asumir nuevos y sucesivos desafíos para superar sus limitaciones y contribuir de esta manera al logro de la revolución. 


La autoconfianza es inseparable de la motivación. En la medida en que uno está seguro de sí mismo y se valora de un modo realista también es consciente de que es capaz de vencer desafíos y adversidades. Al creer en sus propias capacidades el revolucionario se ve motivado, y esta motivación es confirmada con la superación de los desafíos que se le presentan.

 Todo esto contribuye en gran medida a crear en el revolucionario la convicción de que el fin último que persigue es realizable. Cuando las personas estiman que, por las razones que sean, una determinada meta no es realizable se sumen en una profunda desmotivación que les aleja de cualquier iniciativa dirigida a lograr dicha meta, y con ello caen en la desmovilización. Las personas desmotivadas nunca han emprendido ninguna gran acción. Sin motivación tampoco hay autoconfianza, ni espíritu de sacrificio y, en definitiva, tampoco lucha revolucionaria. 


Pero junto al vínculo que existe entre la motivación y las capacidades propias hay que sumar, asimismo, la motivación que es intrínseca al fin último perseguido. Si se trata de una meta importante, que es deseable en sí misma, esto se manifiesta en el gran poder de atracción que ejerce sobre la persona que aspira a su realización. De este modo la meta aporta una gran motivación que constituye un impulso intenso que impele al revolucionario a seguir adelante en la lucha. A lo largo de la historia han sido ideas motrices las que han puesto en marcha la acción desinteresada de muchas personas.

Entre estas ideas encontramos la libertad, la justicia, la igualdad, etc. Son ideas atractivas en sí mismas, y es por ello que son capaces de sacar lo mejor de la persona cuando esta es movilizada por ellas. Todo esto nos muestra que una gran motivación permite al revolucionario superar sus propias limitaciones y ser capaz así de grandes acciones. E igualmente a través de estas acciones el revolucionario realiza coherentemente en sí mismo esos ideales que le mueven, siendo también fuente de inspiración para los demás. 


Unido a todo lo anterior nos encontramos con la fuerza de voluntad que, a su vez, aporta la determinación. Es conocido aquel refrán que dice que donde hay voluntad hay un camino. Esto tiene mucho de cierto, pues donde existe una voluntad decidida a conseguir una determinada meta los obstáculos sólo son algo circunstancial y no importa el esfuerzo que sea preciso para vencerlos. La motivación es un factor movilizador de la voluntad, pero la fuerza de voluntad exige autodisciplina, carácter, disposición al esfuerzo y al sacrificio, pero sobre todo constancia.

 Sin constancia tampoco se ha conseguido nunca nada importante, pues los grandes logros son generalmente fruto de un esfuerzo y de una constancia considerables. Hay que tener en cuenta que un cambio revolucionario de carácter emancipador supone enfrentarse a una compleja y difícil realidad para transformarla en un sentido cualitativo, con lo que no es realista plantearse la posibilidad de que dicho cambio pueda ser una tarea fácil, realizable con poco esfuerzo y a corto plazo. Por el contrario exige gran esfuerzo, fuerza de voluntad y constancia.

La consecución de una sociedad libre no puede lograrse en el corto plazo, pues todo proceso de transformación exige mucho tiempo para ser materializado y por ello un gran esfuerzo que sólo puede nacer de la constancia. La regularidad que ofrece la constancia es, asimismo, de un incalculable valor porque la persistencia en una lucha, en unas determinadas prácticas, etc., ejercen un efecto indeleble en la persona. La constancia, en definitiva, imprime carácter en la persona. Pero además de esto la constancia provee regularidad, y la regularidad ofrece confianza a uno mismo pero también a los demás. Las personas constantes fallan menos que las que no lo son, y esto las hace muy valiosas. 


Por último está la responsabilidad. No sirve de nada adoptar compromisos con uno mismo o con los demás si no se es responsable, es decir, si no se pone el interés y esfuerzo necesarios para cumplirlos o directamente no respondemos por ellos. La diferencia entre una persona responsable y una irresponsable es que la primera manifiesta diligencia en sus acciones, y por ello un interés en cumplir sus compromisos, además de estar dispuesta a asumir las consecuencias de sus actos y errores. La responsabilidad es, en suma, una obligación moral por la que uno responde tanto de sus actos como de sus inacciones.
 
 La irresponsabilidad, por el contrario, conduce a actitudes negligentes, a la desidia, pero también a la hipocresía, al descrédito y en general a la inmoralidad. Las personas responsables son diligentes a la hora de cumplir sus compromisos, inspiran confianza y se muestran cooperadoras. Resulta imposible concebir a un revolucionario como una persona que no se molesta en ejecutar los acuerdos tomados colectivamente con sus compañeros, que se desentiende de los compromisos que voluntariamente ha adquirido consigo mismo o con los demás, o que directamente traiciona la confianza de los demás. 


El comienzo de un nuevo año es un momento idóneo para asumir nuevos retos y adquirir compromisos para mejorarnos como personas, y sobre todo para ponernos en forma de cara a desarrollar la difícil tarea revolucionaria. Sirva esta pequeña reflexión como un acicate para desarrollar en nosotros mismos aquellas actitudes que contribuirán a convertirnos en unos verdaderos revolucionarios, y sobre todo a ser capaces de dar lo mejor de nosotros mismos en la lucha por un mundo nuevo.


 Esteban Vidal


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