“La fecha elegida –señala la exposición
de motivos de la Ley 18/1987 de 7 de octubre– simboliza la efemérides
histórica en la que España, a punto de concluir un proceso de
construcción del Estado a partir de nuestra pluralidad cultural y
política, y la integración de los reinos de España en una misma
monarquía, inicia un período de proyección lingüística y cultural más
allá de los límites europeos”.
Pierda cuidado si usted también ha
quedado estupefacto con lo de “a punto de concluir un proceso de
construcción del Estado”, ya somos dos. Todo descansa, en efecto, en el
artículo indefinido “un”. Busquemos pues, un cierto sentido a la
indefinición.
De la exposición, puede colegirse que el
12 de octubre no rinde homenaje, por ejemplo, a los visigodos, el
Califato o la Inquisición.
Nos queda, por consiguiente, así, a bote
pronto, la expulsión del aragonés de Castilla a la muerte de Isabel, la
posterior apelación de Cisneros al Católico, el postrero intento de
Fernando por desvincular la unión dinástica, la derrota comunera, el
genocidio de Indias, el secular expolio de Castilla, el duque de Alba en
Flandes, Westfalia, el advenimiento de los Borbones, 1714, la
Constitución de Cádiz en nombre de Fernando VII, el regreso del nefando,
los Cien Mil Hijos de San Luis, todo el siglo XIX, la negativa a abolir
la esclavitud en Cuba y Puerto Rico, el Desastre del 98, la dictadura
monárquica de Alfonso XIII y Primo de Rivera y finalmente, laminada la
II República, la dictadura franquista hasta llegar a la incontestable
aprobación de nuestra monarquía según las no-encuestas del CIS.
Así las
cosas, resulta natural apelar, una vez más, a ese noble quijotismo
católico derramado por el mundo hasta su última exhalación, como si
mayas o aztecas hubieran estado siglos esperándonos para dejarse los
pulmones en sus yacimientos.
Afortunadamente siempre nos quedará
Suleimán. De manera, que en fecha del Descubrimiento, nos queda el idioma y la religión lanzados urbi et orbe. No otro puede ser el motivo de la concreta exposición de la que habla la ley.
Quizá por ello, se sigue hoy exhortando a no mirar atrás. España, proyección católica arrojada al mundo, es, al parecer, un proyecto en el que sólo cabe una (en
este caso bien definida) muy concreta militancia. Todo aquel
impertinente que albergue otra manera de entenderla, queda abocado a
convertirse, divino castigo, en estatua de sal.
Son, podríamos
denominarlos, los españoles ilegítimos.
Aquellos que, como Azaña,
reclaman su derecho a la crítica y a la creación.
Hace ochenta años –escribe Ángela Cenarro–, “de los 18 generales de División que controlaban las unidades de División más importantes, únicamente se levantaron cuatro (Cabanellas, Queipo de Llano, Goded y Franco). De los 56 generales de Brigada, se alzaron 14, y de unos 15.000 oficiales de todas las armas, secundaron el golpe aproximadamente la mitad”.
El denominado “Alzamiento Nacional”, en definitiva, precipitó una división del Ejército español. Fue crucial, por consiguiente, la contribución del Ejército de África, en particular del Tercio de la Legión Extranjera y las Fuerzas de Regulares Indígenas, en tanto aportaron 1.600 oficiales y 40.000 soldados a la causa de los sublevados”.
Y es que, en efecto, tras el Alzamiento, no
sólo una mayoría del Ejército español se mostró leal a la República.
No pocas relevantes figuras políticas del momento, pertenecientes al Centro y Centro-derecha, mostraron también su apoyo a la democracia: Giménez Fernández, Ricardo Samper, Martínez Barrio, Sánchez Román, Ossorio y Gallardo… Sin duda, nada mal para un gobierno de bolcheviques que intentaba, como hoy Sánchez, o ayer Zapatero, romper España
Ángel Ossorio y Gallardo, ilustre figura
del pensamiento moderado republicano que llegaría, con el tiempo, a
rendir tributo editorial a su estimado rival político, el ex ministro
Lluís Companys, escribiría –al tiempo que las tropas fascistas devoraban
la recién nacida democracia española–, el 8 de septiembre de 1936 en el
intervenido ABC:
“No hay que hablar de los hechos de
guerra. La guerra es siempre bárbara y odiosa. Odiosa y bárbara es ésta.
¿Para qué espantaros con narraciones indiscretas? Mi calidad de español
me recomienda no tratar ese punto. Una sola cosa os diré que es bien
sabida ya por el mundo entero: que el núcleo fundamental de los
combatientes rebeldes está formado por moros.
¿Concebís, americanos y
españoles, desvarío semejante? ¿De modo que nuestra raza se ha jactado
de luchar siete siglos contra los moros hasta arrojarles de nuestro
suelo, para volver a traerlos ahora conducidos por generales españoles?
¿De modo que Europa nos confirió un mandato en África, con objeto de
civilizar a los moros, y ahora son los generales españoles quienes traen
a los moros para que nos descivilicen a nosotros?
¿De modo que pelean
los rebeldes a título de patriotas y traen a los extranjeros para
profanar nuestro suelo, asolar nuestra riqueza y atropellar a nuestras
mujeres? ¿De modo que se invoca el nombre de Dios frente a un Estado
laico, y se arrastra hasta aquí a los moros a título de fieles
servidores del catolicismo?
El espectáculo es tan odioso, subleva de
tal manera, que debe despertar la indignación del mundo entero. No creo
que jamás se haya dado caso semejante de ignominia. Seguro estoy de que
los españoles de América se sentirán quizá más sonrojados al oírlo que
nosotros mismos al presenciarlo.
La necesidad de que en el Gobierno estén
representados todos los núcleos que se baten en el frente, ha hecho que
se constituya un nuevo Ministerio con republicanos, socialistas,
comunistas, izquierdistas de Cataluña y quizá nacionalistas vascos de
sentimiento católico. Presta su apoyo, desde fuera de los puestos
oficiales, la Confederación Nacional del Trabajo.
Sin embargo, no ha de entenderse que
éste sea un gobierno socialista. Es un gobierno de guerra, cuyo programa
consiste en vencer al enemigo. De lo demás se hablará después”
Otra relevante figura moderada del
momento, Diego Martínez Barrio, ilustre sevillano, protagonista del
centro político republicano, escribía el 20 de julio, ya depurada
Andalucía, en el mismo diario:
“Cuatro movimientos libertadores
determinan todo lo que hoy es fundamental en la cultura del mundo: el
renacimiento y las tres revoluciones clásicas operadas en Europa, la
inglesa, la francesa y la rusa. Justicia para las conciencias frente al
poder de la Iglesia romana; justicia para los hombres frente al poder
absoluto de la realeza; justicia para los pueblos frente al poder
absoluto de la monarquía; justicia social frente al poder del
capitalismo.
Ninguno de estos cuatro movimientos había penetrado, con
hondura, en la vida española. E iniciada, apenas, tímida y titubeante,
nuestra revolución, le sale al paso todo el bajo fondo tenebroso
momificado en esa gran tumba faraónica que es la España del
tradicionalismo cancerbero…”
Reclamando, pues, el derecho a la
crítica, debemos preguntarnos cómo es posible que transcurridos ochenta
años, el problema de este país no resida ya en seguir, por lo visto, sin
poder mirar atrás. El problema es si a día de hoy, todos los españoles
son ya “hijos del mismo sol y tributarios del mismo arroyo”. Cabe pues,
cuando menos, desear en palabras de M. Rajoy, un buen desfile-coñazo a quien sea capaz de disfrutarlo.
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