domingo, 8 de abril de 2018

¿Existe en verdad una oposición política en #Venezuela?

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Más allá de la incongruencia que resulta el hecho de que un sector de la población venezolana que se dice opositora acuse de incompetente al gobierno del cual ella misma forma parte en ministerios, gobernaciones, alcaldías y demás organismos públicos del Estado, en los cuales tiene participación y responsabilidades en la mayoría de las políticas que cuestiona.


Más allá de la insensatez opositora que comprende reivindicar como símbolo de lucha contra una ficticia dictadura una Constitución negada furiosamente por más de tres lustros por esa oposición, y cuyos promotores (de la Constitución) han sido exactamente los mismos revolucionarios a quienes acusa de dictadores.


Más allá del demencial exabrupto que significa oponerse en forma frenética a una elección por la cual esa misma oposición recorrió el mundo entero implorando por “libertad” y “democracia”, y que la llevó a tomar las calles para incendiar vivos a seres humanos que supuestamente representaban al gobierno que, según el discurso opositor, impedía la realización de esa elección por la cual tanto luchaban.


Incluso más allá del desquiciado hecho de denunciar como fraudulenta una elección que todavía no se ha llevado a cabo, y a la cual acusa de ventajista por el vergonzoso percance opositor de no haber encontrado entre ellos mismos una figura de consenso que pudieran presentar, para terminar conformándose con un candidato de relleno con el cual hay más desacuerdos que afinidades, la oposición venezolana podría ser definida como cualquier clase de fenómeno sociocultural, pero jamás como un actor político.


La llamada oposición venezolana, además de insustancial, contradictoria e incoherente, como ha sido siempre, ha rehuido de manera sistemática toda posibilidad de identificación con corriente de pensamiento alguno que permita definir con claridad su ubicación en el espectro ideológico.


No existe en los anales de la teoría política el caso de ningún movimiento, organización o agrupación partidista, que asuma como doctrina una propuesta discursiva basada exclusivamente en la difamación y la acusación infundada contra el adversario político, como es el caso de la oposición venezolana.


 Ni siquiera en las circunstancias en las que la confrontación entre facciones adversas pasó de lo racional a lo violento, como sucedió, por ejemplo, en la guerra de independencia venezolana, donde, a pesar de la crudeza e imprevisibilidad cotidiana del combate, el desarrollo de las ideas del Libertador no cesó ni un instante en su admirable profusión y alcance como pensador y genio de la política.


Una muy particular excepción a la elemental norma de la coherencia y de la sustentabilidad ideológica que debe regir a todo movimiento político, podría ser el caso del insólito “Movimiento Anarquista Organizado”, que en alguna ocasión me topé en la ciudad de Valparaíso, en Chile, porque es perfectamente comprensible que sin una mínima disciplina incluso los anarquistas están condenados al más estrepitoso fracaso.


Aun así, en la incongruencia puede haber legitimidad. La diversidad de las ideas no tiene que ser entendida de ninguna manera como insustancialidad o inconsistencia. En el espacio de la pluralidad ha existido a lo largo de la historia la extensa panoplia de corrientes políticas que surgieron desde la ultra izquierda más recalcitrante hasta la ultra derecha más reaccionaria, pasando por todas las formas de centralismo político que se han conocido.


Pero la autodenominada “oposición venezolana”, revisada escrupulosamente bajo el tamiz de la teoría política, no encaja, ni con mucho, en ninguna de esas variaciones o corrientes ideológicas. Que la denominación de “oposición” sea la más cómoda en términos lingüísticos, es una cosa. Que lo sea en verdad, otra muy distinta.


Cuando se examina con detenimiento el discurso opositor a lo largo de los últimos dieciocho años, se encuentra sin la más mínima dificultad que la ley física que más expresa a la oposición es aquella que enuncia que dos ondas opuestas terminan por anularse mutuamente a medida que aumenta su desfase.


La oposición no ha hecho otra cosa que anularse una y otra vez en cada escenario del debate que ella misma ha planteado en algún momento. En 2001 se opuso furiosa a la extensión de la apertura del registro electoral, aduciendo razones insustanciales. 


Un año después (el mismo año en que eliminaba en el decreto dictatorial de Carmona todos los cargos de elección popular en nombre de la democracia) protestaba por el cierre de ese mismo registro acusando al gobierno de cercenarle el derecho de inscripción a los nuevos votantes. 


La octava estrella en el Pabellón Nacional fue otro motivo de aguerridas manifestaciones opositoras que se anularon con el beneplácito por su gorra de ocho estrellas. El repudio al captahuellas en un primer momento, quedó en el olvido a la hora de acusar al gobierno de querer eliminarlo.


 Hoy piden a gritos que el gobierno imponga los controles de precios a los que se opuso toda la vida y pega el grito en el cielo por una inflación que ellos mismos promovieron desde Miami.


Tal como lo advirtió siempre el comandante Chávez, ideológicamente hablando la oposición es completamente nula. Es “la nada”, según las palabras exactas del líder máximo de la Revolución.


Ahora, si no se comprende que el descalabro actual de la oposición, es sin lugar a dudas un momento de excepcional oportunidad para la Revolución en términos ya no simplemente electorales sino en razón del extraordinario triunfo que significa ver difuminada a una derecha canalla que no cejó ni un segundo en su empeño por intentar exterminar al chavismo, y cuyas profundas divisiones y conflictos internos no son sino el reflejo de la derrota abismal de un sector que se hizo aparecer a sí mismo como el poderoso contendor que estaría siempre a punto de lograr acabar con la revolución, entonces no estaríamos haciendo nada confrontándolo con tanta tenacidad si llegado el momento del verdadero avance no hacemos valer el triunfo como corresponde.


En este aspecto, la Revolución Bolivariana ha mostrado serías debilidades en términos de comunicación política.


Seguir hablando todavía hoy en todos los noticieros, los programas de opinión, en los discursos oficiales y en las declaraciones de los partidos revolucionarios, de una Mesa de la Unidad Democrática (MUD) que no existe, es una demostración más que innegable de esa recurrencia en el comunicacional, que quizás no tenga tanta importancia desde el punto de vista meramente semántico, pero que sí la tiene en lo que se refiere a la posibilidad cierta de consolidar la paz de la que es partidaria la inmensa mayoría de las venezolanas y los venezolanos, porque de no ser así solo reforzamos la equivocada percepción que muestra a Venezuela en el mundo como un atolladero de conflictividad política irremediable, estancado, y sin esperanza alguna de superación ni siquiera en el mediano plazo.


No se trata de desconocer con triunfalismos insensatos (como hace la oposición con el chavismo) la innegable existencia de un sector del pueblo que es opositor y que, sin llegar ni de lejos a ser mayoría, existe y se expresa, tal como lo consagra y garantiza la revolucionaria Constitución de la República Bolivariana de Venezuela.


Pero ese pueblo opositor, cualquiera sea su número, no es la MUD. La MUD fue en un momento de nuestra historia el tinglado electorero que un sector de oligarcas mercenarios encontró oportuno para tratar de hacerse del poder y adueñarse así de las riquezas y posibilidades de las venezolanas y los venezolanos e instaurar el neoliberalismo que sumiría al país en la más insondable miseria. Algo en lo que fracasó ya rotundamente.


Si queremos que se admitan universalmente el logro y la legitimidad que representan la elección de la Asamblea Nacional Constituyente, la paz que con ella se conquista, los avances del gobierno frente al infame bloqueo desatado contra nuestra economía, y el promisorio bienestar que auguran el Petro y las demás acciones revolucionarias en pro de nuestro pueblo, para asegurar así que la reelección de Nicolás Maduro sea verdaderamente incontestable, entonces es imperioso dejar claro ante el mundo que Venezuela sigue avanzando en medio de las dificultades y los obstáculos pero con rectitud y constancia.


Nos corresponde en esta hora de gran impulso revolucionario demostrar que estamos avanzando efectivamente en la construcción de una esperanza cierta de progreso, no solo en términos electorales sino en la medida en que dejamos atrás el aciago escenario de confrontación irracional en el que nos quiso sumir en algún momento una derecha que ficticiamente le hizo creer al mundo que tenía el poder de arrodillar a nuestro pueblo.


 Por Alberto Aranguibel






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