Más allá de la
incongruencia que resulta el hecho de que un sector de la población
venezolana que se dice opositora acuse de incompetente al gobierno del
cual ella misma forma parte en ministerios, gobernaciones, alcaldías y
demás organismos públicos del Estado, en los cuales tiene participación y
responsabilidades en la mayoría de las políticas que cuestiona.
Más allá de la
insensatez opositora que comprende reivindicar como símbolo de lucha
contra una ficticia dictadura una Constitución negada furiosamente por
más de tres lustros por esa oposición, y cuyos promotores (de la
Constitución) han sido exactamente los mismos revolucionarios a quienes
acusa de dictadores.
Más allá del demencial
exabrupto que significa oponerse en forma frenética a una elección por
la cual esa misma oposición recorrió el mundo entero implorando por
“libertad” y “democracia”, y que la llevó a tomar las calles para
incendiar vivos a seres humanos que supuestamente representaban al
gobierno que, según el discurso opositor, impedía la realización de esa
elección por la cual tanto luchaban.
Incluso más allá del
desquiciado hecho de denunciar como fraudulenta una elección que todavía
no se ha llevado a cabo, y a la cual acusa de ventajista por el
vergonzoso percance opositor de no haber encontrado entre ellos mismos
una figura de consenso que pudieran presentar, para terminar
conformándose con un candidato de relleno con el cual hay más
desacuerdos que afinidades, la oposición venezolana podría ser definida
como cualquier clase de fenómeno sociocultural, pero jamás como un actor
político.
La llamada oposición
venezolana, además de insustancial, contradictoria e incoherente, como
ha sido siempre, ha rehuido de manera sistemática toda posibilidad de
identificación con corriente de pensamiento alguno que permita definir
con claridad su ubicación en el espectro ideológico.
No existe en los anales
de la teoría política el caso de ningún movimiento, organización o
agrupación partidista, que asuma como doctrina una propuesta discursiva
basada exclusivamente en la difamación y la acusación infundada contra
el adversario político, como es el caso de la oposición venezolana.
Ni
siquiera en las circunstancias en las que la confrontación entre
facciones adversas pasó de lo racional a lo violento, como sucedió, por
ejemplo, en la guerra de independencia venezolana, donde, a pesar de la
crudeza e imprevisibilidad cotidiana del combate, el desarrollo de las
ideas del Libertador no cesó ni un instante en su admirable profusión y
alcance como pensador y genio de la política.
Una muy particular
excepción a la elemental norma de la coherencia y de la sustentabilidad
ideológica que debe regir a todo movimiento político, podría ser el caso
del insólito “Movimiento Anarquista Organizado”, que en alguna ocasión
me topé en la ciudad de Valparaíso, en Chile, porque es perfectamente
comprensible que sin una mínima disciplina incluso los anarquistas están
condenados al más estrepitoso fracaso.
Aun así, en la
incongruencia puede haber legitimidad. La diversidad de las ideas no
tiene que ser entendida de ninguna manera como insustancialidad o
inconsistencia. En el espacio de la pluralidad ha existido a lo largo de
la historia la extensa panoplia de corrientes políticas que surgieron
desde la ultra izquierda más recalcitrante hasta la ultra derecha más
reaccionaria, pasando por todas las formas de centralismo político que
se han conocido.
Pero la autodenominada
“oposición venezolana”, revisada escrupulosamente bajo el tamiz de la
teoría política, no encaja, ni con mucho, en ninguna de esas variaciones
o corrientes ideológicas. Que la denominación de “oposición” sea la más
cómoda en términos lingüísticos, es una cosa. Que lo sea en verdad,
otra muy distinta.
Cuando se examina con
detenimiento el discurso opositor a lo largo de los últimos dieciocho
años, se encuentra sin la más mínima dificultad que la ley física que
más expresa a la oposición es aquella que enuncia que dos ondas opuestas
terminan por anularse mutuamente a medida que aumenta su desfase.
La oposición no ha hecho
otra cosa que anularse una y otra vez en cada escenario del debate que
ella misma ha planteado en algún momento. En 2001 se opuso furiosa a la
extensión de la apertura del registro electoral, aduciendo razones
insustanciales.
Un año después (el mismo año en que eliminaba en el
decreto dictatorial de Carmona todos los cargos de elección popular en
nombre de la democracia) protestaba por el cierre de ese mismo registro
acusando al gobierno de cercenarle el derecho de inscripción a los
nuevos votantes.
La octava estrella en el Pabellón Nacional fue otro
motivo de aguerridas manifestaciones opositoras que se anularon con el
beneplácito por su gorra de ocho estrellas. El repudio al captahuellas
en un primer momento, quedó en el olvido a la hora de acusar al gobierno
de querer eliminarlo.
Hoy piden a gritos que el gobierno imponga los
controles de precios a los que se opuso toda la vida y pega el grito en
el cielo por una inflación que ellos mismos promovieron desde Miami.
Tal como lo advirtió
siempre el comandante Chávez, ideológicamente hablando la oposición es
completamente nula. Es “la nada”, según las palabras exactas del líder
máximo de la Revolución.
Ahora, si no se
comprende que el descalabro actual de la oposición, es sin lugar a dudas
un momento de excepcional oportunidad para la Revolución en términos ya
no simplemente electorales sino en razón del extraordinario triunfo que
significa ver difuminada a una derecha canalla que no cejó ni un
segundo en su empeño por intentar exterminar al chavismo, y cuyas
profundas divisiones y conflictos internos no son sino el reflejo de la
derrota abismal de un sector que se hizo aparecer a sí mismo como el
poderoso contendor que estaría siempre a punto de lograr acabar con la
revolución, entonces no estaríamos haciendo nada confrontándolo con
tanta tenacidad si llegado el momento del verdadero avance no hacemos
valer el triunfo como corresponde.
En este aspecto, la Revolución Bolivariana ha mostrado serías debilidades en términos de comunicación política.
Seguir hablando todavía
hoy en todos los noticieros, los programas de opinión, en los discursos
oficiales y en las declaraciones de los partidos revolucionarios, de una
Mesa de la Unidad Democrática (MUD) que no existe, es una demostración
más que innegable de esa recurrencia en el comunicacional, que quizás no
tenga tanta importancia desde el punto de vista meramente semántico,
pero que sí la tiene en lo que se refiere a la posibilidad cierta de
consolidar la paz de la que es partidaria la inmensa mayoría de las
venezolanas y los venezolanos, porque de no ser así solo reforzamos la
equivocada percepción que muestra a Venezuela en el mundo como un
atolladero de conflictividad política irremediable, estancado, y sin
esperanza alguna de superación ni siquiera en el mediano plazo.
No se trata de
desconocer con triunfalismos insensatos (como hace la oposición con el
chavismo) la innegable existencia de un sector del pueblo que es
opositor y que, sin llegar ni de lejos a ser mayoría, existe y se
expresa, tal como lo consagra y garantiza la revolucionaria Constitución
de la República Bolivariana de Venezuela.
Pero ese pueblo
opositor, cualquiera sea su número, no es la MUD. La MUD fue en un
momento de nuestra historia el tinglado electorero que un sector de
oligarcas mercenarios encontró oportuno para tratar de hacerse del poder
y adueñarse así de las riquezas y posibilidades de las venezolanas y
los venezolanos e instaurar el neoliberalismo que sumiría al país en la
más insondable miseria. Algo en lo que fracasó ya rotundamente.
Si queremos que se
admitan universalmente el logro y la legitimidad que representan la
elección de la Asamblea Nacional Constituyente, la paz que con ella se
conquista, los avances del gobierno frente al infame bloqueo desatado
contra nuestra economía, y el promisorio bienestar que auguran el Petro y
las demás acciones revolucionarias en pro de nuestro pueblo, para
asegurar así que la reelección de Nicolás Maduro sea verdaderamente
incontestable, entonces es imperioso dejar claro ante el mundo que
Venezuela sigue avanzando en medio de las dificultades y los obstáculos
pero con rectitud y constancia.
Nos corresponde en esta
hora de gran impulso revolucionario demostrar que estamos avanzando
efectivamente en la construcción de una esperanza cierta de progreso, no
solo en términos electorales sino en la medida en que dejamos atrás el
aciago escenario de confrontación irracional en el que nos quiso sumir
en algún momento una derecha que ficticiamente le hizo creer al mundo
que tenía el poder de arrodillar a nuestro pueblo.
Por Alberto Aranguibel
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