lunes, 5 de febrero de 2018

Tocando los Borbones




Cada vez que los Reyes, juntos o por separado, los eméritos y los que no son eméritos (que ya tiene narices que tengamos cuatro reyes a los que mantener) o algún miembro de la familia real, celebran cualquier evento (este último de la concesión del Toisón de oro a Doña Leonor por ejemplo, donde por cierto, llamar “Doña Leonor“ a una criatura de 12 años también tiene lo suyo) me acuerdo de cuando la reina, ahora emérita, Doña Sofía inauguró el museo que lleva su nombre.


Unas horas antes de su llegada alguien se dio cuenta que no estaban plantados los arbolitos del patio interior. Como no había tiempo para plantarlos, uno de los responsables de la obra tuvo la genial idea de mandar cortarles las raíces y clavar los troncos en cemento fresco.


  Poco después de consumado el disparate llegó la reina en medio de una nube de aplausos y sonrisas de oreja a oreja. Descubrió la lápida, recorrió varias salas, se hizo unas fotos con el ministro y los directivos del museo y de la obra y se largó tan deprisa como había llegado en medio de más sonrisas, aplausos y un infernal ruido de sirenas.


Llevaba tanta gente alrededor entre dirigentes y guardaespaldas que no llegó a ver a los pobres arbolitos muertos de pie. Antes de montar en el coche, como es habitual, felicitó a todos y se despidió de ellos con una sonrisa. El ministro y el resto de autoridades respondieron doblando la raspa, entre noventa y cuarenta y cinco grados o más, según su grado de adhesión a la corona.


 Las decenas de medios de comunicación que cubrieron tan magno acontecimiento, informaron de todo pero olvidaron contar a los contribuyentes una cosa todavía peor que lo de los arbolitos muertos: la obra no había acabado, ni mucho menos, ni probablemente acabaría nunca.


  Nada más irse la Reina, retiraron la alfombra roja y el museo volvió a estar patas arriba porque en este país una obra completamente acabada es algo tan raro como un milagro. Pero un milagro de verdad, de los buenos, no uno de esos “milagros” de Lourdes donde un minusválido jaleado por una multitud enfervorizada consigue levantarse de mala manera de la silla de ruedas con la ayuda de sus familiares y dar tres pasos apoyándose en ellos además de en dos muletas, tres bastones y un andador.


Digo yo que si es un milagro debería levantarse de la silla de ruedas por sí mismo y andar perfectamente sin un solo trastabilleo. Pero esto es otra historia.


Volviendo a la visita real: su majestad la reina no se enteró de nada o no quiso enterarse. A ella le montan el decorado y todo a sus ojos se convierte en un cuento de hadas. Y ella se lo cree o hace que se lo cree, lo cual poco importa porque de lo que se trata es de presidir el acto, tirar del cordón, descorrer la cortinilla, saludar y darse el piro.


 Lo demás no es cosa suya. Ella pertenece a otro mundo, un mundo que nada tiene que ver con el mundo real. El mundo aperreado del paro, del salario precario, el de la vivienda inalcanzable, el mundo de la pobreza creciente y el salario menguante, el llegar con la lengua fuera o no llegar a fin de mes…etc. etc.


 En definitiva el mundo que pisamos la inmensa mayoría de sus compatriotas o quizás haya que decir súbditos. El jodido mundo real, situado en el otro extremo de donde vive ella y toda la familia, que es una fantasía a lo Walt Disney con cargo a los presupuestos generales del Estado.


 Un cuento de hadas al que muchos, sin estar de acuerdo, contribuimos con nuestros impuestos y nuestro silencio. Y ya se sabe que el que calla otorga.


 Alejandro Tello Peñalva




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