Yo vine a un mundo en el
que ya no estaba Franco. Nací el 24 de noviembre de 1975. Fue mi padre
quien me dio la noticia: “Gabriela, tú naciste el mismo año en que murió
Francisco Franco”. ¿De qué demonios hablaba mi papá? ¿Qué importancia
podía tener eso para una niña nacida en Lima, Perú, que no sabía ni
dónde estaba la península ibérica?
Ni siquiera tenía unos abuelos
españoles que hubieran huido de la guerra, pero mis padres sí eran unos
tremendos comunistas de los 70 que cantaban himnos republicanos de un
país que no habían pisado en su vida.
Había una estantería en mi casa
llena de libros sobre La República y los antifascistas, todos forrados
para guardar las apariencias, porque en esa época te podían encerrar por
un libro, como ahora.
Yo estaba en la panza de mi madre cuando a mi
padre lo metió preso la dictadura de Velasco, que oh paradojas, era
llamado gobierno revolucionario de las fuerzas armadas, el de la reforma
agraria, pero reformista al fin, demasiado poco para esos jóvenes
comunistas que al general le gustaba meter a la cárcel.
El fanatismo por “España” lo había heredado mi padre de mi abuelo
Carlos –un empleado de la Compañía Peruana de teléfonos, cuando esa
compañía todavía era peruana y no existía la transnacional Telefónica ni
Movistar–, que no era ni de izquierdas, pero sí un antifraquista
visceral, amante de la historia y los crucigramas.
Las guerras mundiales
eran un temazo en las comidas familiares, y mi padre y mi tío Hugo –que
luego se harían trotskistas– pensaban como mi abuelo que la Guerra
Mundial se había decidido gracias a la vergonzosa política de los países
europeos con la guerra española.
Antes de que yo naciera, mi papá, mi
mamá y mis tíos iban al cineclub a ver Morir en Madrid
y salían cantando: “que caiga Franco, que caiga Franco”. Y eso que allí
teníamos nuestros propios problemas, nuestros propios francos.
Pero en
esa época había algo llamado internacionalismo y algo llamado miedo. Yo
un par de veces le presté mi cama de niña a un chileno exiliado. Por eso
no puedo ver a un militar sin que me duela algo.
Así también llegaron a mí algunas canciones clásicas de
la Guerra Civil, que íbamos recreando porque los discos de vinilo se
rayaban. Por esos días ni me imaginaba que iba a pasarme 15 años ya en
este país.
También cantábamos “La hierba de los caminos”, la versión que
Víctor Jara cantaba antes de que Pinochet le cortara las manos para que
no tocara nunca más su guitarra y le disparara 40 balazos: “qué culpa
tiene el tomate que está tranquilo en la mata, y llega un hijo de puta y
lo mete en una lata…
Cuándo querrá Dios del cielo que la tortilla se
vuelva, que los pobres coman pan y los ricos mierda, mierda”. Creíamos
que era una canción de la Guerra Civil española, supongo que porque el
tomate y la tortilla son cosas de españoles, como la guerra.
Por eso mis padres me regalaron, apenas pudieron, como si me dieran un aparatoso y pesado Toisón, España aparta de mi este cáliz,
el poemario que el poeta peruano César Vallejo le dedicó a la Guerra
Civil española, pero la edición en gran formato, ilustrada y en tapa
dura.
Tenía fotos tamaño A3 en blanco y negro de los niños llenos de
agujeros, sin nombres, solo eran números en los carteles que colgaban de
sus cuellos. No podía creer que las balas pudieran hacer eso, que la
gente pudiera hacer eso, que mis padres quisieran que yo viera fotos de
niños españoles muertos, niños fusilados, niños bombardeados,
amontonados en piras.
Me aprendí de memoria ese poema que empieza:
“Niños del mundo, si cae España, digo, es un decir…” No entendía todo lo
que escribía Vallejo pero sí entendía: “¡Qué pronto en vuestro pecho el
ruido anciano, qué viejo vuestro dos en el cuaderno!”.
Entendí que
podían envejecer los números, la matemática, porque ya no habría niños
para estudiarlas.
Esos niños agujereados de las fotos iban a “bajar las
gradas del alfabeto hasta la letra en que nació la pena”. ¿Cuál era la
letra en que nació la pena? Si la madre España cae, decía el sudaca
Vallejo, salid niños del mundo, id a buscarla.
Pero
no salieron. Yo, que nací el año que murió Franco, recuerdo que lo que
más me alucinaba de niña es que una dictadura pudiera durar tantos años,
una dictadura que no era una dictadura del proletariado, la única buena
según mi rojimio padre, sino una de las malas, de las peores.
Y a los
11 años no podía asimilar que toda esa gente tuviera que esperar a que
muriera el tirano para liberarse de sus cadenas. Solo mucho después supe
de los alcances del exterminio, del exilio, de la represión, de los
nazis, de la monarquía, de la Transición, de la traición.
Yo nací en un país de mierda, con dictadores de todo pelaje, pero al
menos allí no hay un rey, ni una reina. Ver la ceremonia de la entrega
de aquella joya medieval a la heredera es para los que venimos de
repúblicas como ver una rata duchándose con jabón, algo difícil de creer
hasta que lo ves.
Felipe no le va a contar a su hija Leonor esa otra
parte de la historia que sus propios ancestros han ayudado a forjar,
menos en una de esas comidas diarias familiares en las que, como
sospechábamos, se dicen naderías, como en el discurso del rey en
Navidad.
Me temo que no vamos a ver cómo se abrasa la lengua Leonor de
pura impresión de saber lo de Cataluña o que todavía hay 143.353
desaparecidos del franquismo, que España es el segundo país con más
fosas comunes después de Camboya, que podrían ser 2500 o 5000, y solo se
han abierto 300.
Y, claro, que los niños perdidos no están en el País
de Nunca jamás, sino en el País de Nunca habrá Justicia. ¿Entonces mi
papá se equivocó y yo no nací en un mundo sin Franco? ¿Leonor nació en
una España sin Franco? ¿O Leonor es Franco?
Cuando
salimos de fiesta con mis amigos españoles, con mi amiga Cristina, que
siempre habla de las fosas comunes y las cunetas, y otros a los que el
franquismo le mató a sus abuelos y abuelas, a esa hora en que todo se
vuelve melancólico, y ellos se ponen a cantar canciones de la Guerra
Civil, yo todavía me sorprendo de poder acompañar algunas estrofas, y me
acuerdo del miedo y de mi padre y de mi libro-toisón, y cuando ya no
puedo seguir me pongo a recitarles a Vallejo: “milicianos de huesos
fidedignos, cuando marcha a morir tu corazón, cuando marcha a matar con
su agonía mundial, no sé verdaderamente qué hacer, dónde ponerme, corro,
escribo, aplaudo, lloro, atisbo, destrozo…”.
Yo tampoco sé dónde
ponerme, amigos.
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