jueves, 1 de febrero de 2018

Presunción de imbecilidad - Carlo Frabetti



  
En algunos casos, la presunción de inocencia se traduce en presunción de imbecilidad, porque hay argumentos que, para esgrimirlos de buena fe, hay que ser un perfecto imbécil




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 Carga policial en un colegio electoral para el Referendum en Catalunya, fijaros en el segundo 10, la policia pega a ciudadanos pacificos.


  En algunos casos, la presunción de inocencia se traduce en presunción de imbecilidad (no es casual el doble sentido del adjetivo “inocente”), porque hay argumentos que, para esgrimirlos de buena fe, hay que ser un perfecto imbécil; y viceversa, en boca de un no-imbécil (o de un imbécil imperfecto) son una prueba inequívoca de mala fe.


Hace poco, en un programa de TV3 sobre el 1-O, oí a un periodista de un conocido diario español y a un policía intentando justificar la brutalidad con que se atropelló a la población indefensa, con unos argumentos tan estúpidos que, una de dos, o el periodista y el policía eran tan estúpidos como sus argumentos, o eran canallas resabiados, de los que saben que un argumento estúpido repetido muchas veces acaba siendo asumido acríticamente por un amplio sector del público, demasiado ocupado -o enajenado- para detenerse a reflexionar (recuerdo perfectamente los nombres del periodista y del policía, pero su estupidez -o mezquindad- están tan difundidas que sería injusto personalizar).

 
En principio, la presunción de inocencia -tanto la de inocencia jurídica como la de inocencia/imbecilidad- debe aplicarse siempre; pero algunas veces resulta francamente difícil.


 Que un periodista y un policía cualesquiera no sepan lo que dicen, es bastante verosímil. Que no lo sepan Soraya SS o M Rajoy -y, en general, los políticos de oficio y beneficio- cuesta de creer.

 
Decía Chesterton que para ser lo suficientemente listo como para hacerse rico, hay que ser lo suficientemente tonto como para creer que vale la pena; y el apetito de poder y notoriedad no es menos estúpido que el apetito desordenado de dinero.


Lo que significa que, en el mejor de los casos, suelen gobernar los más listos de entre los tontos (digo “en el mejor de los casos” porque en ocasiones son pura y simplemente psicópatas).




Que Zoido no es muy inteligente, salta a la vista y al oído; pero si ha llegado a ministro no puede ser tan tonto como parece, y no se le puede aplicarsin reservas la presunción de inocencia/imbecilidad; ni a él ni a ninguno/a de sus compinches del partido más corrupto de Europa.


Y no solo no puede ser tan tonto como para creerse lo que dice cuando intenta justificar la brutalidad policial: ni siquiera puede ser tan tonto como para creer que sus flagrantes mentiras puedan engañar a nadie en su sano juicio.


¿A qué obedece, pues, su grotesca actuación? La respuesta es tan simple como preocupante:


Lo que podríamos denominar la fase Goebbels de la falsedad política (“Una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad”) está superada; ahora estamos en la fase Berlusconi (o Berlusconi-Trump, para no ignorar las aportaciones del psicópata yanqui), cuyo lema podría ser: “Una salvajada repetida mil veces se convierte en algo normal”.


Y en una sociedad en la que la normopatía es endémica, lo normal es, por definición, aceptable.


“Los leopardos irrumpen en el templo y beben de los cálices sagrados hasta vaciarlos. El hecho se repite una y otra vez, hasta que se hace previsible y se convierte en parte de la ceremonia”, cuenta Kafka.


Los dóberman atacan a la población indefensa hasta machacarla y sus amos los felicitan; el hecho se repite una y otra vez, hasta que se hace previsible y se convierte en parte de la farsa democrática.



 La Haine





 

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