Cantaba Luis Eduardo Aute en una canción de la transición que “la
inteligencia es un grano de pus cuando el fin último de la razón está en
ser fiel a una Constitución”.
Desde los albores del siglo XIX los intentos de configurar un nacionalismo español han chocado con la desafección de las capas populares hacia una idea abanderada por una oligarquía asentada primero en un agonizante colonialismo, siempre en una explotación cuasi medieval sobre un campesinado crónicamente hambriento, y más tarde con el fracaso en cuanto a la incapacidad de asentar una dominación capitalista que favoreciera el desarrollo de las fuerzas productivas, debido a la resistencia feroz de unas capas dominantes parasitarias formadas por encomenderos y burócratas.
El intento de crear un marco ideológico basado al menos parcialmente en las ideas de la Ilustración con la Constitución de Cádiz de 1812, fue abortado por el “vivan las cadenas” de Fernando VII, la invasión de los cien mil hijos de San Luis y la muerte de Riego en el cadalso; surgían las “dos Españas” a las que Antonio Machado aludiría un siglo después.
Los sectores del pueblo se articularon en torno a las ideas de liberación social a fines del siglo XIX, frente a lo cual la represión fue la única respuesta por parte del poder.
El paulatino desarrollo en algunas zonas del territorio estatal de una burguesía ligada en gran medida a inversiones extranjeras y su pacto con la oligarquía terrateniente no modificó el desdén por parte del campesinado y un incipiente proletariado hacia un españolismo de bandera y fusil, represor hacia el pueblo pero genuflexo ante el capitalista extranjero.
A falta de otro recurso, la burguesía echó mano al pistolerismo para luchar contra el movimiento obrero, eliminando a sus líderes.
El nacionalismo español ha ido a lo largo de generaciones una ideología de orden público, cuyo depositario ha sido tradicionalmente el ejército, al que se encomienda reprimir mediante consejos de guerra la protesta social, y especializado en ganar guerras contra su propio pueblo.
La eclosión de la conciencia nacional fundamentalmente en Catalunya y Euskal Herría supone que las fuerzas armadas asuman también la tarea de asegurar la unidad del Estado como marco de dominación de clase: Opresión social y nacional cuyo penúltimo episodio decisivo fue el golpe de estado de 1936.
La victoria fascista de 1939 y la posterior represión significaron, en lo que nos ocupa, el entierro de los intentos de configurar una españolidad alternativa en el periodo republicano, basada en valores de desarrollo económico, social y cultural, similar a la ideología nacionalista francesa (con independencia de que la idea nacionalista francesa, basada en los principios de libertad, igualdad y fraternidad, sean finalmente también un mecanismo de legitimación ideológica de un chovinismo basado en el colonialismo primero y la explotación imperialista neocolonial después).
Los últimos rescoldos de esa idea alternativa de “lo español” se apagaron cuando se arrió definitivamente la bandea tricolor del patio del Colegio para descendientes de españoles de Morelia (México), frente a la cual se cantaba el Himno de Riego hasta muy avanzados los años 80 del pasado siglo.
La consolidación de la llamada transición española y la asunción, por las fuerzas sociales y políticas de la entonces oposición, de la reforma, no consiguió que a nivel popular la simbología, bandera e himno de las tropas de Franco, impuestas como supuestamente comunes, dejaran de sonar como algo “de fachas”, representación además de un nacionalismo casposo con reminiscencias autoritarias, machistas y taurinas, incapaces por tanto de suscitar entusiasmo por parte de quienes veníamos de la “anti-España, según la terminología franquista.
Y tal sentimiento de desapego ha persistido en las últimas décadas pese a que el poder ha intentado reforzar el sentimiento españolista aprovechando los periodos de relativa bonanza económica, producto de la integración estatal en el marco imperialista de la Unión Europea, y con la burda utilización de los éxitos deportivos para intentar alimentar un orgullo de lo español que sirviera de amortiguador de las tensiones sociales propias de la explotación capitalista.
En el campo de las ideas, se ha utilizado profusamente el pensamiento idealista de Ortega y Gasset (que se parece sospechosamente a la de José Antonio Primo de Rivera), basado en un planteamiento idealista de nación, entendida como pensamiento etéreo (Ortega y Gasset, en su obra «La rebelión de las masas» (1931), señala “Convivir en soberanía implica la voluntad radical y sin reservas de formar una comunidad de destino histórico, la inquebrantable resolución de decidir juntos en última instancia todo lo que se decida...
Una amenaza a la soberanía unida, o que deje infectada su raíz, es el camino por el que iríamos derechos y rápidos a una catástrofe nacional”), sin que tales apelaciones hayan calado significativamente hasta hace muy poco tiempo.
Por otra parte, no es extraño que la crisis de superproducción cuya fase más aguda arranca de 2007 hiciera aflorar la cuestión de las naciones oprimidas, resuelta en falso por la llamada transición. Las tendencias centrífugas se hacen inevitables ante el fracaso de un proyecto económico y político endeble. En ese marco debemos situar el proceso catalán.
Paradójicamente (o tal vez no), asistimos en estos días al aparente triunfo del más rancio españolismo, de tal modo que muchas ciudades, barrios y pueblos parecen inmensos cuarteles de la Guardia Civil, con banderas borbónicas colgadas de muchos de sus balcones.
En las conversaciones cotidianas, cuando sale el tema de Catalunya, personas que no esperabas esgrimen ramplones argumentos sobre la supuesta insolidaridad del pueblo catalán.
Y es que el discurso del poder se ha apropiado del término solidaridad, hasta hace nada patrimonio de nuestra clase, para utilizarlo como arma arrojadiza contra el pueblo de Catalunya, de tal modo que es un ejercicio de solidaridad aplaudir cuando la policía les apalea y los tribunales les encarcelan.
Para llegar a tal estado de cosas, la mayoría de la llamada izquierda ha actuado como cooperadores necesarios alineándose en defensa de la unidad, tal vez para ocultar sus vergüenzas por el papelón que desempeñaron en la transición, o porque han renunciado (eso no es nuevo tampoco) a levantar un proyecto ilusionante de transformación social. Las apelaciones en ese sentido a la unidad de clase suenan huecas si se pretende al parecer la unidad en la explotación.
Desde las más burdas actuaciones, como por ejemplo participar entusiásticamente en movilizaciones defendiendo la españolidad de Catalunya codo con codo con el fascismo más rampante, a cambio de obtener una tribuna donde exponer miserias patéticas, hasta las más sutiles pero igualmente hipócritas apelaciones a un supuesto internacionalismo superador, como si éste no supusiera también hermanarse con la clase trabajadora de Tanger o de la India, al final todos estos supuestos alternativos reman a favor de corriente con la oligarquía española y la cabra de la Legión.
El sector de Podemos y sus convergencias, incómodo ante un escenario ni previsto ni deseado, afirma que pretende un referéndum “legal y pactado” en Catalunya, que además de una idea ilusoria supone el alineamiento en defensa de la legalidad vigente.
Cantaba Luis Eduardo Aute en una canción de la transición que “la inteligencia es un grano de pus cuando el fin último de la razón está en ser fiel a una Constitución”.
En términos de legitimidad y no de legalidad hemos de abordar la cuestión catalana; por muchas reservas que se puedan tener respecto a algunos de los actores de este proceso, la clase trabajadora debe defender en lo concreto el derecho democrático a la autodeterminación, como paso necesario hacia la solidaridad y hermandad de clase.
Tal vez lo que haya que cuestionar no sea el proceso catalán, sino el papel de las organizaciones de la ¿izquierda? Españolista, que muestran por enésima vez su inoperancia ante las agresiones que cotidianamente sufre la clase trabajadora independientemente de su origen nacional.
Para ello, se hace ya urgente crear instrumentos transformadores, organizarse para vencer y, como decía una pancarta en las movilizaciones en Madrid en apoya a Catalunya: Tirar fuerte para que caiga la estaca.
Francisco García Cediel
No hay comentarios:
Publicar un comentario