La realidad en España se alimenta de
una mera enfrentación entre dos realidades nacionalistas: la una, con una
estructura de dominación consolidada, que apela a la ley para mantener su
unidad e imaginario; la otra, se llena la boca de democracia y "derecho a
decidir" para encubrir, de una forma u otra, el deseo de construir su
propia estructura autoritaria y valores simbólicos e identitatarios: el
Estado-nación.
Los que, supuestamente, quieren
profundizar en la democracia se llenan la boca de “independencia”, algo que
indiscutiblemente vinculan con la idea de una nación “libre”, que a su vez
asocian con un pueblo que se autodetermina, y a la vez con un Estado
“independiente”. Esto último, que tal vez no asuma todo el mundo a favor de la
“independencia”, parece sin embargo un hecho. Nación y nacionalismo están
vinculados, de forma necesaria en mi opinión, a la formación de un Estado.
Ya hace tiempo que el bueno de Rudolf Rocker nos dijo que todo nacionalismo, no
olvidemos que originado en una idea romántica, la de la exaltación de los
valores e intereses de la nación por encima de los individuos, es reaccionario.
Dicho esto, con lo que yo estoy totalmente de acuerdo, sería bueno reflexionar
sobre el asunto, sobre la complejidad del término y la concepción diferente que
se le pueda dar, en aras precisamente de ideas auténticamente emancipadoras.
Toda idea de nación, la que tiene un Estado o la que aspira a tenerlo, como
instancia transcendente e ideal casi mítico, tiene a sus espaldas toda una
historia de un modo más o menos teleológico.
Es decir, el proceso histórico se observa de modo lineal, como un proyecto en el que se lucha para
conseguir un fin deseado, el de la ansiada nación libre e independiente, con
unos valores dignos de elogio. No es difícil observar aquí un credo religioso
en el nacionalismo, en el que la nación como instancia trascendente toma rasgos
cuasidivinos.
Tomás Ibáñez, esforzado en combatir toda forma absolutista, nos recuerda que la nación no contiene rasgos
esencialistas, ni es intemporal, ni algo natural, sino algo muy humano
construido por el afán de conquista y dominio, producto de innumerables
acuerdos y alianzas por parte de aquellos con voluntad de poder.
Recomendaremos
aquí la imprescindible obra Rocker, Nacionalismo y cultura, con una
visión lejos también de cualquier idealismo romántico sobre la nación e
igualmente esforzada en recordarnos que la “voluntad de poder” ha sido un
importante motor histórico al igual que la lucha de clases o, de modo más
general, las condiciones materiales. Lo dice un libertario, con una visión
amplia de la historia y de las sociedades creadas por los seres humanos.
Efectivamente, las naciones son
dispositivos de poder, estructuras de dominación con afán de homogeneizar. Todo
lo contrario de la sociedad libertaria, que apuesta por la diversidad y la
singularidad, la heterogeneidad. Las celebraciones nacionales, sean el 12 de
octubre, la Diada o el 14 de julio, no son más que demostraciones de fuerza y
unidad, multitudes paseando una misma bandera en ofrenda a sus mitos nacionales
específicos.
Recordemos que el ácrata Brassens comenzaba su “La mauvaise
réputation” con el Día Nacional de Francia, que no le estimulaba nada de nada y
vinculaba, necesariamente, con lo militar. La nación es, en definitiva, una
instancia abstracta y trascendente que unifica y homogeneiza, además de
asegurar consecuentemente una estructura de dominación en base a
determinadas conquistas históricas.
Como afirma Ibáñez, si aceptamos la
existencia política de una nación, consciente o inconscientemente legitimamos
toda la historia sangrienta de enfrentamientos por el poder que se encuentra
detrás. No es casualidad que todo estructura de dominación se esfuerce en
construir una serie de mitos en la historia, que alimenten ese amor por la
nación de las personas con los que alimentar su imaginario social y político
(algo muy humano, nada trascendente, producto de deseos y aspiraciones), ya que
la autoridad coercitiva sin más no resulta suficiente a estas alturas.
No está
tampoco de más señalar, aunque las comparaciones que se hacen a veces del
nacionalismo con el nazismo (eso sí, una exacerbación nacionalista) sean excesivas,
que sí es cierto que la concepción de “raza”, hasta extremos racistas y
discriminatarios, ha formado parte histórica de la construcción nacional,
aunque ahora no se aluda abiertamente a ello. Lo importante es dejar claro que
la idea de nación es algo social e históricamente construido y que su
existencia solo tiene sentido si se mantienen y perpetúan las prácticas que la
sustentan.
No es raro que los dirigentes que aspiran a una nación “libre”
exijan detentar la educación y los medios en diferentes ámbitos, precisamente
para asegurar que se produzcan el conjunto de operaciones simbólicas, que
fomentan el sentimiento nacional. La nación es por lo tanto algo
artificialmente construido, de manera muy esforzada por una estructura de
dominación, mediante el nacionalismo en caso extremo, y por supuesto
contingente; ni trascendente, ni intemporal, ni algo natural.
Por lo tanto, el nacionalismo es un
sentimiento, estamos de acuerdo, que mucha gente identifica con el amor a una
comunidad, una tierra o un pueblo. Sin embargo, desde un punto de vista
libertario, ese sentimiento no puede confundirse con la estrechez de miras que
supone las limitaciones culturales (y la identidad nacional, desde mi punto de
vista, lo es) ni con la subordinación a una abstracción que legitima y sustenta
una estructura autoritaria.
Por muy sentimental que sea, el nacionalismo es
algo artificialmente creado mientras que la sociedad libertaria propugna,
por supuesto desde un amor a lo local, una solidaridad que trasciende las
fronteras. Algunos autores han señalado que el nacionalismo tiene al menos
dos fases: una legitimada en la que lucha contra un Estado opresor y otra, ya
en fase de liberación, en la que construye sus propias instituciones de
dominación.
Es obvio que los anarquistas, aunque pueden ayudar
circunstancialmente a una comunidad a combatir la dominación de un Estado,
rechazan simplemente sustituir una estructura autoritaria por otra con la
falacia de construir una nación libre. Por eso, como dice Ibáñez, en el cansino
y repetitivo enfrentamiento entre un Estado opresor y otro oprimido, el español
y el catalán, los antiautoritarios deberíamos tener claro que se trata de dos
realidades artificialmente construidas por parte de ciertos dispositivos de
dominación, que nada tienen que ver con la deseada sociedad libertaria.
El frente nacionalista catalán es,
eso sí, heterogéneo, existen diferentes sensibilidades. Es así hasta el punto
de que algunos sectores de la Cup se han etiquetado por parte de algunos medios
como "nuevos anarquistas". Sin ningún ánimo de expedir carnés
libertarios, para mí es un despropósito. Hacer frente común con fuerzas
conservadoras con el objetivo de una Cataluña independiente no es que sea la
habitual contradicción entre medios y fines, es que en este caso ni unos ni
otros son libertarios.
Por muy sinceros que sean algunos en la búsqueda de la
independencia, e incluso aunque crean que la misma no conduce necesariamente a
la creación de un Estado, están haciendo el juego a una causa nacionalista. La
lucha por la independencia de Cataluña, se observe como se observe, se realiza
dentro de un juego en el que el criterio político es, necesariamente, la
creación de un Estado.
Si buscas la independencia de un territorio, algo
que considero ajeno al anarquismo, estás poniendo la base para la creación de
una determinada estructura política. Otro asunto es que cuestiones,
radicalmente, la configuración de esa estructura, algo que no se realiza en esa
simple confrontación entre dos realidades nacionalistas, que tiene como
objetivo la creación del Estado-nación. ¿Qué ocurre con el manido "derecho
a decidir"? Suscribo ahora a Octavio Alberola cuando
afirma que, de acuerdo, derecho a decidir pero en todo, no solo cuando le
conviene a la clase dirigente para sustentar una estructura de dominio y
explotación.
Esa lucha por el derecho a decidir debe producirse en un escenario
amplio en el que se ponga en cuestión toda forma de dominación y explotación,
nada que ver con el nacionalismo. La independencia de Cataluña, si es que se
consigue finalmente, incluso en la forma de república, puede legitimar aún más
ese escenario autoritario. La lucha libertaria se produce en un campo muy
diferente, con la aspiración a un mundo sin fronteras.
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