La vigente constitución borbónica fue elaborada por unas cortes
bicamerales constituidas en el marco jurídico del régimen franquista,
incrementado por la octava «Ley fundamental del Reino», la Ley para la
Reforma Política de enero de 1977, que venía agregada a la Ley de
principios del Movimiento Nacional y demás parafernalia normativa del
caudillaje.
Sin embargo, el hecho político decisivo no fue la promulgación de
ninguna de esas leyes, sino la reentronización de la dinastía borbónica
y, en su seno, la selección como monarca reinante del hijo varón del
tercer hijo del último rey, Alfonso XIII. Esa doble decisión no se
seguía en absoluto de las siete Leyes fundamentales del Reino vigentes
en el momento sucesorio, del 20 al 22 de noviembre de 1975.
Lejos de
eso, incumbió a una ley ordinaria --aprobada por las Cortes estamentales
de procuradores a iniciativa del autoproclamado «Jefe del Estado»-- de
22 de julio de 1969 seleccionar a la casa de Borbón como la única
estirpe regia y, en su seno, al infante D. Juan Alfonso de Borbón y
Borbón-Dos Sicilias como sucesor a título de rey por reunir, a juicio
del designador, las cuatro condiciones requeridas: ser varón, católico,
identificado con los ideales de la cruzada y compenetrado con las
fuerzas armadas. Fue, dijo el testador, el mejor modo de dejarlo todo
atado y bien atado para evitar el retorno de la «decadencia liberal».
Le LRP (Ley para la Reforma Política) de 1977 venía así sancionada y
promulgada por un individuo cuya potestad no se deducía de las leyes
fundamentales, sino de un Acto de naturaleza sucesoria, de una decisión
testamentaria. Lo peor es que, lejos de convocar cortes constituyentes,
la LRP instituye unas cortes bicamerales sin confiarles el poder de
hacer una constitución, aunque permitiéndoles --como a cualesquiera
otras cortes ordinarias-- promover una reforma constitucional (o sea, en
aquel marco, una reforma del sistema de las ocho Leyes Fundamentales
del Reino), que debería ser sancionada y promulgada por el Trono.
De esas Cortes el Senado tenía un quinto de designación regia. Eso será
decisivo para que el texto constitucional resultante sea tan
reaccionario y otorgue tan amplísimos poderes a la Corona. A tal fin
concurrieron otros factores: el mantenimiento de la prohibición de los
partidos republicanos o simplemente no-dinásticos hasta que se hubieron
celebrado las elecciones de 1977; la obsoleta representación provincial;
las listas cerradas; la exclusión del censo de los españoles residentes
en el extranjero (emigrantes y exiliados).
La constitución sancionada y promulgada por el Monarca Reinante el 27 de
diciembre de 1978 es una norma que, bajo una apariencia y terminología
democráticas, en realidad establece la supremacía de la prerrogativa
regia, con una amplia potestad arbitral y moderadora del Trono, cuyos
privilegios quedan protegidos por la cláusula de intangibilidad del art.
168 del citado texto.
Muchos pueden considerar venturoso que a menudo el Soberano opte por
hacer dejación de ese poder arbitral y moderador de que está investido
por el art. 56.1 de la constitución, limitándose a un simulacro que da
la impresión de una función meramente protocolaria. Otros, en el error,
van más lejos, creyendo que en rigor el citado artículo 56 es retórico y
sólo otorga al Rey un papel decorativo o figurativo.
Tales poderes siguen vigentes y en cualquier momento pueden entrar en
acción, ejérzanse o no --según los supremos intereses de la dinastía.
Contra su explícito reconocimiento constitucional no vale invocar el
desuso.
Más bien, llevan razón quienes critican la omisión de tales funciones
arbitrales y moderadoras. Y es que, si la Carta Magna las concede al
titular de la jefatura del Estado, también se las impone.
Una de las muchas diferencias entre Monarquía y República estriba
precisamente en el ejercicio del poder moderador. En una República, un
Presidente goza de una legitimidad institucional que le otorga una
genuina autoridad, por lo cual, en situaciones de crisis, puede
atreverse a ejercer su potestad arbitral y moderadora. Ejemplos los ha
dado en Italia en varias ocasiones la Presidencia de la República.
En
las monarquías la pseudolegitimidad es vergonzante y vergonzosa, al
entrar en conflicto con todos los valores esenciales de la democracia,
el principal de los cuales es la exclusión de la arbitrariedad, mientras
que el dominio de una dinastía reinante sólo puede ser fruto de la pura
arbitrariedad. En una monarquía como la española actual ese defecto
está agravado, al haberse seleccionado la figura del soberano, no por
las reglas tradicionales de transmisión dinástica, sino por la decisión
de un tirano. En ese panorama, no cabe depositar esperanza alguna en que
se ejercite el poder moderador, salvo cuando se trate de salvaguardar
los intereses dinásticos.
Luchar por la República implica, por consiguiente, combatir por un
ordenamiento jurídico en el que exista un genuino Poder Moderador
plenamente legítimo y no arbitrario, que, encarnando la máxima autoridad
del Estado, sirva de equilibrio y contrapeso frente a los poderes
legislativo y ejecutivo y entre ellos. Algo que buena falta haría en las
actuales circunstancias y que atemperaría los vaivenes y turnos
partitocráticos.
* Lorenzo Peña y Gonzalo, es Doctor en Derecho (Univ. Autónoma de Madrid, 2015) y Doctor en Filosofía (Univ. de Lieja 1979).
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