martes, 4 de abril de 2017

La única forma de detener la máquina es destruirla.

 
Las Naciones ya no lo son, aunque aún no se hayan percatado de ello sus respectivos gobiernos. Sus banderas y emblemas nacionales lucen raídos y descoloridos. Destruidos por la globalización de arriba, enfermos por el parásito del Capital y con la corrupción como única señal de identidad, con torpe premura los gobiernos nacionales pretenden resguardarse a sí mismos e intentar la reconstrucción imposible de lo que alguna vez fueron.

En el compartimento estanco de sus murallas y aduanas, el sistema droga a la medianía social con el opio de un nacionalismo reaccionario y nostálgico, con la xenofobia, el racismo, el sexismo y la homofobia como plan de salvación.

Las fronteras se multiplican dentro de cada territorio, no sólo las que pintan los mapas. También y, sobre todo, las que levantan la corrupción y el crimen hecho gobierno.

Las fronteras siguen siendo lo que siempre han sido: cárceles.

La destrucción y la muerte son el combustible de la gran máquina del Capital.

Y fueron, son y serán inútiles los esfuerzos por “racionalizar” su funcionamiento, por “humanizarlo”. Lo irracional y lo inhumano son sus piezas claves. No hay arreglo posible. No lo hubo antes. Y ahora ya tampoco se puede atenuar su paso criminal.

La única forma de detener la máquina es destruirla.

Quienes todavía pretenden “arreglar” o “salvar” al sistema, en realidad nos proponen el suicidio masivo, global, como sacrificio póstumo al Poder.

No hay “crisis” alguna de la que haría falta salir, hay una guerra que nos hace falta ganar.

 



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