A mediados de
marzo de este año, el coordinador de la ONU para Asuntos Humanitarios, Stephen
O’Brien, lanzó la voz de alarma: en Yemen, Somalia, Sudán del Sur y Nigeria, se
corre el riesgo de que estallen grandes hambrunas, añadidas a la grave situación
en que vive la población de esos países. No son los únicos, pero sí los más
graves: no hay que olvidar que, pese al proceso de paz abierto en Astaná, la
feroz guerra impuesta a Siria sigue destruyendo miles de vidas y provocando
decenas de miles de refugiados.
En esos cuatro
Estados citados por O’Brien, veinte millones de personas corren peligro. El
funcionario internacional había visitado esos países, excepto Nigeria, e
informó al Consejo de Seguridad de la ONU de la inminente catástrofe,
además de los riesgos asociados a enfermedades y epidemias como el cólera que
ya ha causado muertes en Sudán y personas afectadas en Somalia, si no se
adoptaban medidas inmediatas.
En Somalia,
seis millones de personas, más de la mitad de su población de diez millones de
habitantes, necesitan ayuda alimentaria urgente. También la FAO, el
organismo de la ONU para la alimentación y la agricultura, alertó sobre una
catástrofe inminente en Yemen si no llega ayuda internacional.
Ilustra la
gravedad del momento el hecho de que, según la FAO, nunca se había dado una
situación de emergencia tan grave en cuatro países a la vez. O’Brian, ante el
Consejo de Seguridad, calificó la circunstancia como “la peor crisis
humanitaria desde la Segunda Guerra Mundial”, e insistió en que para enviar la
ayuda humanitaria imprescindible necesitaban conseguir antes del verano 4.400
millones de dólares. O’Brien expuso la necesidad de conseguir 1.500 millones de
dólares para atender a la crisis en el Lago Chad, y que para Sudán se precisan
1.600 millones.
El propio
secretario general de la ONU, António Guterres, visitó Somalia en marzo
para evaluar los peligros. Guterres, que se reunió con el nuevo presidente
somalí, Abdullahi Mohamed, se hizo eco de la conjunción de riesgos en el cuerno
de África: “Conflicto, sequía, cambio climático, enfermedad, cólera”.
La crisis es
especialmente grave en el suroeste del país, donde en las últimas semanas han
muerto de hambre más de cien personas, aunque las cifras son provisionales y,
con toda probabilidad, muchos más somalíes han perecido.
La sequía afecta
también a zonas de Etiopía y Kenia. Los organismos humanitarios
de la ONU tratan de conseguir 825 millones de dólares para la emergencia en
Somalia que alcanzarían para aliviar la situación durante los próximos meses,
aunque la dramática conjunción de guerras, pobreza e imperialismo no invitan al
optimismo a corto plazo. Guterres afirmó que las crisis en esos cuatro países
son evitables, porque surgen de conflictos que el mundo y la diplomacia pueden
resolver.
El norte de Nigeria
vive el conflicto bélico con el movimiento yihadista Boko Haram, con
frecuentes asaltos terroristas a poblados, con secuestros y matanzas, y sufre
también riesgo de hambrunas: se han abierto numerosos campos de refugiados,
precarios y sin recursos, para miles de desplazados por la guerra.
En Sudán del
Sur, algunas regiones han sido declaradas oficialmente en estado de
hambruna y la situación se deteriora con rapidez: un millón de personas padece
hambre, y casi seis millones más soportan graves riesgos inmediatos. En los
tres últimos años, dos millones de sudaneses se han convertido en refugiados
internos y un millón y medio ha huido a los países vecinos.
El nuevo país
tiene una población de apenas diez millones de habitantes, de manera que las
tres cuartas partes de sus ciudadanos están en peligro, y los combates entre el
gobierno y los rebeldes agravan la situación. Además, la ayuda encuentra
obstáculos para llegar a los necesitados debido a los enfrentamientos armados y
a la falta de organización en los países desarticulados por la guerra.
Asimismo, tanto
en Nigeria como en Sudán, son frecuentes los ataques armados a los equipos de
ayuda humanitaria.
En Yemen,
es donde más alarmantes son las amenazas inmediatas para los ciudadanos: de un
total de 25 millones de habitantes, la deficiente alimentación afecta ya a 19
millones de personas; falta incluso el agua en muchas ciudades y regiones, y la
guerra afecta directamente a más del ochenta por ciento de la población.
Los combates han
desarticulado por completo las estructuras del país y los mecanismos de
cooperación y distribución. Más de dos millones de niños corren riesgos, y de
ellos, quinientos mil padecen una desnutrición grave que afectará a su
desarrollo futuro, causando serios daños en su organismo.
La guerra en
Yemen, causa directa de esa situación, exige un embargo inmediato de armas y la
prohibición por parte del Consejo de Seguridad de la ONU de que Arabia Saudi
continúe bombardeando a la población civil del país, que Riad ha llevado a cabo
con tácito apoyo del gobierno norteamericano, ayer con Obama, hoy con Trump.
Hace ya dos años
que la coalición dirigida por Arabia bombardea regularmente el Yemen, sin que
Estados Unidos haya mostrado ninguna crítica a Riad: en el complejo escenario
estratégico de Oriente Medio, la Casa Blanca prefiere reforzar el poder de su
aliado saudí, frente a Irán, antes que intentar poner fin a la guerra.
Mientras eso
ocurre, Trump y la extrema derecha, Estados Unidos y muchos gobiernos europeos,
además de bastantes partidos conservadores, impasibles ante el sufrimiento
humano, exigen cerrar las puertas a la inmigración y a los refugiados.
La receta que
llega de Washington habla de destinar más dinero para el ejército y menos para
la diplomacia, de aplicar una mayor dureza contra los inmigrantes pobres y de
dar más facilidades para las empresas, que se benefician de subvenciones que
podrían dedicarse a paliar el sufrimiento humano: Trump quiere reducir la
aportación norteamericana al Programa Mundial de Alimentos de la ONU,
además de los recursos dedicados al Comisionado para los refugiados y a UNICEF.
Los cuatro
países en riesgo citados por los organismos humanitarios padecen guerras, de
diferentes significados e intensidad, aunque con evidente responsabilidad de
las potencias occidentales, sobre todo de Estados Unidos.
Aunque esos
administradores de la ONU hayan dado la voz de alarma, nada invita al
optimismo: el nuevo gobierno Trump apuesta por la reducción del presupuesto
dedicado a la diplomacia y a la ayuda internacional, mientras defiende el
aumento de los recursos dedicados al Pentágono, en un momento en que
prosiguen las guerras en Oriente Medio y el norte de África, y nuevos focos de
tensión aparecen en el horizonte: el Mar de la China meridional y la
península de Corea.
Rex Tillerson,
el nuevo secretario de Estado norteamericano, ha manifestado en relación a
Corea del Norte que “todas las opciones están sobre la mesa”, y esas insensatas
palabras amenazan con otra guerra.
Las hambrunas
en el mundo no son ninguna maldición bíblica ni una fatalidad que haya que
soportar, porque el mundo dispone de recursos suficientes para hacerles frente,
si conseguimos (presionando a los gobiernos, insistiendo en la exigencia de
justicia y solidaridad, combatiendo al imperialismo) que la ceguera de
Occidente ante los desastres de las guerras deje paso a la maltratada,
generosa, imprescindible fraternidad humana.
Fuente: El Viejo Topo
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