¿Todavía con lo de Aznar e Irak? Sí, todavía, porque igual
que no basta con desarticular operativamente a la banda terrorista,
sino que es necesaria su derrota moral, también es importante aprovechar
buenas ocasiones para ajustar cuentas con la decisión más inmoral y
desleal que un Gobierno español ha tomado desde la democracia.
El informe Chilcot corrobora lo que ya no es posible poner
en duda, y nos presta una de esas buenas oportunidades para recordar y
hurgar en la herida que en aquellos días de 2003 nos dolió a unos, para
que hoy avergüence a otros. ¿Cómo no volver, por ejemplo, al 13 de
febrero de 2003?. Ese día Sáenz de Buruaga entrevistó a José María Aznar
en Antena 3, con gran audiencia.
En un momento de la entrevista que
nadie que lo presenciara habrá olvidado, Aznar, mirando fijamente a la
cámara, afirmó, literalmente: “Puede usted estar seguro, y pueden
estar seguras todas las personas que nos ven, de que les estoy diciendo
la verdad: el régimen iraquí tiene armas de destrucción masiva, tiene
vínculos con grupos terroristas y ha demostrado a lo largo de la
historia que es una amenaza para todos“.
Sabemos ya, porque ya está escrito en la historia, que no
se trató de una afirmación imprudente, sino de una mentira deliberada,
que luego repitió ante el Congreso de los Diputados.
Sabemos que la
decisión estadounidense de hacer fuego sobre Irak, tomada en círculos
poblados de halcones, dólares y petroleras, no fue un cálculo erróneo
motivado por la prisa, sino una decisión fría y alevosa que buscaba un saldo positivo
para sus patrocinadores.
Sabemos también que Aznar comprometió el apoyo
de España sin condicionarlo a que se obtuvieran o no los apoyos y
autorizaciones de la comunidad internacional exigidos para darle
legitimidad, y que los motivos de la intervención eran distintos de los
que se esgrimieron ante la opinión pública.
Pero lo peor es que quienes decidieron y defendieron
aquella agresión armada sabían que con ella estaban condenando a una
muerte injusta a una muchedumbre de inocentes. Lo sabían, claro que sí, y
se les dijo. Se les dijo desde parlamentos y embajadas, desde el propio
Consejo de seguridad de la ONU, desde el Vaticano y desde la opinión
pública en aquellas enérgicas manifestaciones. Esa era la parte del
problema de la que no nos hablaban.
Lo viví con angustia en aquellos
días dramáticos previos a la invasión, y lo dejé escrito con estas
palabras: “morirán madres, morirán niños de cuatro y seis años que
ahora mismo están jugando o aprendiendo a leer, se romperán familias y
biografías, piernas y troncos, los hospitales se quedarán sin suministro
eléctrico, los jóvenes alimentarán un compromiso de venganza, quedarán
heridos y deportados; una población tan inocente y con tanto derecho a
vivir como nosotros, que ya es víctima del sátrapa a quien quieren
castigar, sufrirá en sus carnes una abrumadora acometida militar llena
de metralla y fuego, esa que duele y mata”. Lo sabían.
Yo no llevaría a Aznar a un tribunal, porque es seguro que
saldría absuelto.
Si buscan en el Código Penal (arts. 581 y ss.) y
tienen costumbre de leer textos penales comprenderán que es difícil
encontrar algún precepto en el que pueda subsumirse la conducta de
Aznar: España puede hoy declarar la guerra a Marruecos porque sí, para
hacerse con sus costas y sus campos, y eso no sería delito si cumple
formalmente con los “procedimientos constitucionales”, (art. 588), que
son de carácter formal.
La vulneración de la legalidad internacional en
la declaración de guerra no está contemplada como delito en nuestro
Código Penal.
La condena que Aznar merece no es penal, sino política y
moral. No me apunto a llamar a Aznar criminal de guerra o genocida,
porque no lo es. A mí me importa más decir algo de lo que estoy seguro:
que aquella fue la mayor infamia de nuestra historia democrática.
Quisiera explicar en qué consiste, exactamente, para mí, esa infamia:
consiste en que José María Aznar y su Gobierno asumieron, promovieron y
difundieron un discurso que deliberadamente prescindía de la incómoda
perspectiva de las víctimas, que le estropeaban el discurso.
Lo perverso
fue, justamente, el intento denodado y patético de dar una legitimidad
moral y política a una matanza sobre la base de mentiras asumidas
complacientemente. Aznar optó por el discurso de los despachos, de los
intereses, del poder y del juego, en el que se sintió a gusto y
reconocido por los círculos a los que pretendía agradar, pero para ello
tuvo que ignorar a la opinión pública y a las víctimas.
Había que engañar a la opinión pública y había que
descontar a las víctimas.
Sin ellas, sin las víctimas, podía envolverse y
enredarse en los intereses de España, en la seguridad de Occidente, en
la geoestrategia, en las ventajas de la asociación con Estados Unidos,
en la influencia internacional y en Sadam Hussein, pero ahí está lo
inequívocamente inmoral: convertir a los muertos (que finalmente fueron
centenares de miles) en una variable contingente, colateral y secundaria
a la hora de calcular el saldo previsible de una operación.
Aznar optó
por ser desleal con su país, engañándolo en un asunto grave, y cruel con
las víctimas, ignorándolas para que no le estropeasen su momento de
gloria y la imagen de estadista con la que quería ser recordado. Eso
merece una comisión de investigación parlamentaria.
Es una obligación moral volver a sentir la vergüenza de la
imagen de aquel “pronunciamiento militar” de las Azores, en el que
Bush, Blair y Aznar, como unos coroneles golpistas, dieron un
envalentonado y cutre ultimátum de veinticuatro horas a la ONU para que
legitimase una decisión que había sido tomada hacía meses en
determinados circuitos de poder no muy preocupados por la legalidad
internacional.
La justificación, lo recuerdo bien, fue idéntica a la de
cualquier golpe de Estado: atacarían militarmente al margen de la
oposición del Consejo de Seguridad, porque la ONU se había mostrado
“ineficaz” e incompetente para responder adecuadamente a amenazas o
desórdenes inadmisibles.
Ahí estaban ellos para conseguir, con prontitud
y eficacia, sacar la cuestión del laberinto de la ONU y darle la
solución “adecuada”. Ahí estaban para “hacer lo que había que hacer”,
compensando con su audacia la parálisis de la ONU.
Y ahí estaba Aznar,
convencido de que la opinión pública de su país acabaría comprendiendo
que se había equivocado al no confiar en él y en su idea del papel que
España tenía que jugar. Todavía duele.
Es necesario hurgar en la herida, sí, y no decir que de
aquello ya pasó mucho tiempo.
La publicación del informe Chilcot nos
devuelve a todo aquello, y a mí me invita a recordar que nunca me sentí
menos español que cuando nuestra ministra de Asuntos Exteriores defendió
en el Consejo de Seguridad la oportunidad de la invasión, y que nunca
me he sentido más español que aquel domingo en que el nuevo Presidente
recién investido anunciaba la orden de la retirada.
Si simbólica fue,
como decían, la participación de España en aquélla guerra, simbólico fue
el gran valor de la retirada.
Nada de pasar página.
Tenemos derecho a una restitución
moral. El informe Chilcot debería provocar una comisión parlamentaria de
investigación que permitiera llegar a una condena política,
determinando si hubo o no una mentira consciente y estratégica sobre las
razones del apoyo de España a aquella guerra, quiénes y cómo
intervinieron en aquella decisión, qué intereses, contraprestaciones,
negocios o favores se escondieron debajo de esa mentira.
No es agua
pasada. La guerra injusta nunca es agua pasada. Y aquella infamia no ha
prescrito, porque los daños físicos y morales que se causaron todavía
duelen. Una reprobación expresa del expresidente Aznar no llegaría a
destiempo.
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