miércoles, 21 de diciembre de 2016

Aznar e Irak: la mayor infamia de la democracia duele todavía

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¿Todavía con lo de Aznar e Irak? Sí, todavía, porque igual que no basta con desarticular operativamente a la banda terrorista, sino que es necesaria su derrota moral, también es importante aprovechar buenas ocasiones para ajustar cuentas con la decisión más inmoral y desleal que un Gobierno español ha tomado desde la democracia.


El informe Chilcot corrobora lo que ya no es posible poner en duda, y nos presta una de esas buenas oportunidades para recordar y hurgar en la herida que en aquellos días de 2003 nos dolió a unos, para que hoy avergüence a otros. ¿Cómo no volver, por ejemplo, al 13 de febrero de 2003?. Ese día Sáenz de Buruaga entrevistó a José María Aznar en Antena 3, con gran audiencia. 


En un momento de la entrevista que nadie que lo presenciara habrá olvidado, Aznar, mirando fijamente a la cámara, afirmó, literalmente:  “Puede usted estar seguro, y pueden estar seguras todas las personas que nos ven, de que les estoy diciendo la verdad: el régimen iraquí tiene armas de destrucción masiva, tiene vínculos con grupos terroristas y ha demostrado a lo largo de la historia que es una amenaza para todos“.


Sabemos ya, porque ya está escrito en la historia, que no se trató de una afirmación imprudente, sino de una mentira deliberada, que luego repitió ante el Congreso de los Diputados. 


Sabemos que la decisión estadounidense de hacer fuego sobre Irak, tomada en círculos poblados de halcones, dólares y petroleras, no fue un cálculo erróneo motivado por la prisa, sino una decisión fría y alevosa que buscaba un saldo positivo para sus patrocinadores. 


Sabemos también que Aznar comprometió el apoyo de España sin condicionarlo a que se obtuvieran o no los apoyos y autorizaciones de la comunidad internacional exigidos para darle legitimidad, y que los motivos de la intervención eran distintos de los que se esgrimieron ante la opinión pública.


Pero lo peor es que quienes decidieron y defendieron aquella agresión armada sabían que con ella estaban condenando a una muerte injusta a una muchedumbre de inocentes. Lo sabían, claro que sí, y se les dijo. Se les dijo desde parlamentos y embajadas, desde el propio Consejo de seguridad de la ONU, desde el Vaticano y desde la opinión pública en aquellas enérgicas manifestaciones. Esa era la parte del problema de la que no nos hablaban.


 Lo viví con angustia en aquellos días dramáticos previos a la invasión, y lo dejé escrito con estas palabras: “morirán madres, morirán niños de cuatro y seis años que ahora mismo están jugando o aprendiendo a leer, se romperán familias y biografías, piernas y troncos, los hospitales se quedarán sin suministro eléctrico, los jóvenes alimentarán un compromiso de venganza, quedarán heridos y deportados; una población tan inocente y con tanto derecho a vivir como nosotros, que ya es víctima del sátrapa a quien quieren castigar, sufrirá en sus carnes una abrumadora acometida militar llena de metralla y fuego, esa que duele y mata”.  Lo sabían.


Yo no llevaría a Aznar a un tribunal, porque es seguro que saldría absuelto.


 Si buscan en el Código Penal (arts. 581 y ss.) y tienen costumbre de leer textos penales comprenderán que es difícil encontrar algún precepto en el que pueda subsumirse la conducta de Aznar: España puede hoy declarar la guerra a Marruecos porque sí, para hacerse con sus costas y sus campos, y eso no sería delito si cumple formalmente con los “procedimientos constitucionales”, (art. 588), que son de carácter formal. 


La vulneración de la legalidad internacional en la declaración de guerra no está contemplada como delito en nuestro Código Penal.


La condena que Aznar merece no es penal, sino política y moral. No me apunto a llamar a Aznar criminal de guerra o genocida, porque no lo es. A mí me importa más decir algo de lo que estoy seguro: que aquella fue la mayor infamia de nuestra historia democrática. 


 Quisiera explicar en qué consiste, exactamente, para mí, esa infamia: consiste en que José María Aznar y su Gobierno asumieron, promovieron y difundieron un discurso que deliberadamente prescindía de la incómoda perspectiva de las víctimas, que le estropeaban el discurso. 


Lo perverso fue, justamente, el intento denodado y patético de dar una legitimidad moral y política a una matanza sobre la base de mentiras asumidas complacientemente. Aznar optó por el discurso de los despachos, de los intereses, del poder y del juego, en el que se sintió a gusto y reconocido por los círculos a los que pretendía agradar, pero para ello tuvo que ignorar a la opinión pública y a las víctimas.


Había que engañar a la opinión pública y había que descontar a las víctimas.


 Sin ellas, sin las víctimas, podía envolverse y enredarse en los intereses de España, en la seguridad de Occidente, en la geoestrategia, en las ventajas de la asociación con Estados Unidos, en la influencia internacional y en Sadam Hussein, pero ahí está lo inequívocamente inmoral: convertir a los muertos (que finalmente fueron centenares de miles) en una variable contingente, colateral y secundaria a la hora de calcular el saldo previsible de una operación. 


Aznar optó por ser desleal con su país, engañándolo en un asunto grave, y cruel con las víctimas, ignorándolas para que no le estropeasen su momento de gloria y la imagen de estadista con la que quería ser recordado. Eso merece una comisión de investigación parlamentaria.


Es una obligación moral volver a sentir la vergüenza de la imagen de aquel “pronunciamiento militar” de las Azores, en el que Bush, Blair y Aznar, como unos coroneles golpistas, dieron un envalentonado y cutre ultimátum de veinticuatro horas a la ONU para que legitimase una decisión que había sido tomada hacía meses en determinados circuitos de poder no muy preocupados por la legalidad internacional. 


La justificación, lo recuerdo bien, fue idéntica a la de cualquier golpe de Estado: atacarían militarmente al margen de la oposición del Consejo de Seguridad, porque la ONU se había mostrado “ineficaz” e incompetente para responder adecuadamente a amenazas o desórdenes inadmisibles. 


Ahí estaban ellos para conseguir, con prontitud y eficacia, sacar la cuestión del laberinto de la ONU y darle la solución “adecuada”. Ahí estaban para “hacer lo que había que hacer”, compensando con su audacia la parálisis de la ONU.


 Y ahí estaba Aznar, convencido de que la opinión pública de su país acabaría comprendiendo que se había equivocado al no confiar en él y en su idea del papel que España tenía que jugar. Todavía duele.


Es necesario hurgar en la herida, sí, y no decir que de aquello ya pasó mucho tiempo.


 La publicación del informe Chilcot nos devuelve a todo aquello, y a mí me invita a recordar que nunca me sentí menos español que cuando nuestra ministra de Asuntos Exteriores defendió en el Consejo de Seguridad la oportunidad de la invasión, y que nunca me he sentido más español que aquel domingo en que el nuevo Presidente recién investido anunciaba la orden de la retirada.


 Si simbólica fue, como decían, la participación de España en aquélla guerra, simbólico fue el gran valor de la retirada.


Nada de pasar página.


 Tenemos derecho a una restitución moral. El informe Chilcot debería provocar una comisión parlamentaria de investigación que permitiera llegar a una condena política, determinando si hubo o no una mentira consciente y estratégica sobre las razones del apoyo de España a aquella guerra, quiénes y cómo intervinieron en aquella decisión, qué intereses, contraprestaciones, negocios o favores se escondieron debajo de esa mentira.  


No es agua pasada. La guerra injusta nunca es agua pasada. Y aquella infamia no ha prescrito, porque los daños físicos y morales que se causaron todavía duelen. Una reprobación expresa del expresidente Aznar no llegaría a destiempo.






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