El referéndum celebrado el pasado 2 de octubre en Hungría, sobre si el
país debía aceptar o no las cuotas de refugiados acordadas por el
Consejo de la Unión Europea, contó finalmente con una participación
menor de la esperada, un 43,4 % del cuerpo electoral.
Apenas un 40% del
electorado emitió un voto válido, a pesar de la campaña institucional
xenófoba de los últimos meses, por lo que no se superaba el 50%
requerido para que la consulta fuera legalmente válida.
Eso sí, la
inmensa mayoría de quienes votaron lo hicieron a favor del rechazo a la
acogida de refugiados, más o menos el equivalente a la suma de quienes
votaron por Fidesz y Jobbik en las últimas elecciones. Si en cierto modo
puede considerarse un fracaso político del promotor de la consulta, el
primer ministro Viktor Orbán, se trataría en todo caso de un fracaso
relativo.
La campaña ha servido para que el partido de Orbán, el conservador
Fidesz (miembro del Partido Popular Europeo), se asegure un apoyo
elevado en las encuestas, a distancia de su competidor directo el
ultraderechista Jobbik. Y lo ha hecho además con un discurso
abiertamente xenófobo (refugiados, fuera) y anti-UE (o Bruselas o
Budapest). Además, sería un error interpretar la abstención de manera
unívoca. Entre los abstencionistas hay personas que rechazan la
inmigración pero que también se oponen a Orbán por diversos motivos. Y
lo cierto es que son minoría quienes en Hungría se movilizan activamente
en favor de los refugiados y de una política migratoria más respetuosa
con los derechos humanos.
Este contratiempo no va a echar atrás los hechos consumados del gobierno
húngaro: vallas de alambradas en las fronteras con los países vecinos, a
las que se añade ahora una zona tampón de ocho kilómetros donde la
policía puede detener inmigrantes (a menudo con la colaboración de
patrullas de militantes ultraderechistas) y realizar “devoluciones en
caliente”, criminalización de la inmigración irregular, etc.
Así pues, el alivio que han expresado algunos representantes de la Unión
Europea es seguramente prematuro. E hipócrita. Porque ninguno de ellos,
al igual que ningún gobierno europeo, cuestiona la premisa de fondo:
“ningún otro problema global es más urgente que la migración actual de
millones de personas”, en palabras del presidente del Consejo Europeo
Donald Tusk. La migración como problema y como amenaza para Europa. Éste
es el consenso de mínimos, un año después de que la larga marcha por
los Balcanes pusiera en evidencia las carencias de la gobernanza
migratoria europea y de que se abriera, por un lapso de tiempo muy
breve, una ventana de oportunidad para cambiar de política.
Cuando el 25 de agosto de 2015 Angela Merkel anunció que Alemania
procesaría las peticiones de asilo de los más de 140.000 sirios que ya
habían llegado a ese país, en lugar de transferirlos al primer país de
llegada (Grecia) como exige el denominado “sistema de Dublín”, no lo
hizo motivada por un súbito arrebato de filantropía o por consideración
con su exprimido socio griego. En realidad, estaba admitiendo que las
políticas de asilo y de migración europeas y nacionales estaban siendo
desbordadas por el movimiento masivo y paciente de millares de personas
que preferían buscarse la vida a respetar normativas fronterizas
aprobadas contra ellas. El anuncio de Merkel las animó a continuar,
desde luego, pero no fue el “efecto llamada” que desencadenó el
movimiento.
Asimismo, al mostrarse dispuesta a admitir 800.000 sirios más (y solo
sirios) en un año el gobierno de Angela Merkel emitía varias señales.
Primero, que había que efectuar una distinción tajante entre refugiados y
migrantes económicos, una segregación celebrada por muchas
organizaciones pero que tendrá también consecuencias graves, al dejar en
una situación de mayor vulnerabilidad a afganos, iraquíes o
paquistaníes. Segundo, que Alemania y la Europa en declive demográfico
podían acoger a centenares de miles de personas, tal y como habían hecho
Turquía, Líbano o Jordania.
Y tercero, que era necesaria una solución
europea, por lo que conminaba a sus socios europeos a compartir “la
carga” (sic) y a evitar medidas unilaterales (como las adoptadas por la
Hungría de Viktor Orbán) que creasen problemas para los países vecinos.
Poco después, en septiembre el Consejo de ministros de la UE, a
propuesta de la Comisión Europea y tras un acuerdo inicial en el Consejo
Europeo de junio, aprobó sucesivamente dos decisiones de reubicación de
solicitantes de asilo desde Italia y Grecia, que establecían un reparto
entre Estados miembros de manera temporal y excepcional.
Este impulso político alemán no se produjo en un vacío. Se apoyó en un
movimiento europeo de solidaridad con los solicitantes de asilo, que por
unas semanas acalló las fuerzas más racistas y xenófobas. Sin embargo,
la reacción no se hizo esperar.
Los sectores más reaccionarios de la
CDU-CSU, así como el partido Alternativa para Alemania, criticaron las
propuestas de Merkel, mientras los gobiernos de Austria y Hungría --país
fundamentalmente de tránsito-- promovían un discurso público
antiinmigración explícito y reforzaban las fronteras exteriores
Schengen, mediante el despliegue de fuerzas militares y la construcción
de vallas de alambradas para filtrar las entradas en unos puestos
fronterizos determinados.
Además, los países del denominado grupo de
Visegrado (República Checa, Eslovaquia, Polonia y Hungría) rechazaron la
segunda decisión de reubicación, aprobada en el Consejo por mayoría
cualificada. Otros países, como Dinamarca, instauraron controles en las
fronteras internas de la UE.
La solución de compromiso se obtuvo en una sucesión de acuerdos
consensuados a finales de 2015 y durante el primer semestre de 2016,
bajo la presidencia holandesa de la UE. Oficialmente, consiste en una
zanahoria y un palo. La zanahoria: los países europeos aplicarían
medidas legales de acceso (reubicación, reasentamiento, reunificación
familiar) limitadas a quienes tuvieran posibilidades elevadas de
conseguir el estatuto de refugiado.
El palo: a cambio, había que cortar
la llegada de nuevos migrantes y solicitantes de asilo, reforzar la
frontera externa de la UE y promover el retorno masivo de personas
reducidas a la condición de migrantes irregulares.
En marzo de 2016 se declaraba el cierre definitivo de la ruta de los
Balcanes, a instancias de Austria, y la UE acordaba con Turquía la
deportación de los nuevos solicitantes de asilo que llegaran a Grecia
desde Turquía, un considerable paquete de ayuda financiera que
permitiera mantener a toda esa gente en su territorio y el
reasentamiento de refugiados desde ese país a los países de la UE. Un
auténtico fraude de ley para sortear la obligación internacional de no
devolución de solicitantes de asilo.
Hoy los gobiernos europeos, también el griego, se felicitan del éxito
del acuerdo con Turquía, dado que las llegadas a las islas griegas del
Mar Egeo se han reducido notablemente, pasando de una media de 1.740
personas al día antes del 20 de marzo a unas 90 personas al día en las
últimas semanas.
Aunque ahora en dichas islas se hacinen miles de
personas en centros de detención. La Unión Europea ha tratado de
preservar el acuerdo con Turquía por todos los medios, a pesar de la
represión política indiscriminada que siguió al fallido golpe del 15 de
julio, y mientras el presidente Recep Tayyip Erdoğan juega sus cartas y
presiona para conseguir la liberalización de visados para nacionales
turcos lo antes posible.
Otras áreas en las que los gobiernos europeos consideran que se ha
“progresado” es en el reforzamiento de la frontera oriental de la UE o
la conversión de la agencia Frontex en una Guardia Europea de Fronteras y
Costas, con crecientes competencias en los retornos de migrantes. Sin
embargo, los gobiernos europeos han venido retrasando deliberadamente la
implementación de las medidas de reubicación y de reasentamiento. Es
decir, mucho palo y muy poca zanahoria.
Un año después de la provisional apertura alemana, el discurso que
impera en las capitales europeas es el del “regreso a Dublín” y el
“regreso a Schengen” (por no hablar de la negociación del Brexit).
Continúa preocupando la ruta migratoria del Mediterráneo central, pero
esta ya no atañe a un país central como Alemania ni involucra a los
sirios (que tienen una tasa de reconocimiento de protección
internacional del 98%) sino a grupos de personas que en su mayor parte
son de origen subsahariano y consideradas como migrantes económicos,
esto es, “retornables” con apoyo de políticas condicionadas “de
desarrollo”.
En lugar del reconocimiento de las migraciones como un fenómeno humano
en la que juegan múltiples motivaciones se consolida una concepción
segregacionista, que se articula mediante sistemas de registro e
identificación biométrica y en la que las consideraciones humanitarias
se reservan para una categoría limitada de migrantes. Asumida la
migración como problema, las nuevas derechas radicales, a las puertas de
los gobiernos, exigen llevar el razonamiento hasta sus últimas
consecuencias.
Samuel Pulido, en Diagonal
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