miércoles, 21 de septiembre de 2016

La ultraderecha, algo más que una amenaza




Las elecciones regionales de Berlín han sido sólo el último capítulo de lo que parece un proceso imparable. Si la dinámica en curso se mantiene, Europa podría ser un territorio invivible dentro de muy pocos años. 


Porque, sin que hasta ahora haya saltado ninguna alarma de catástrofe, el peso electoral y político de los nacionalismos xenófobos está creciendo en todo el continente. Mientras la izquierda sigue atascada y sin ideas, la ultraderecha intolerante adquiere nueva carta de naturaleza y condiciona cada vez más la acción del centro-derecha.


Es deprimente, pero la reacción más contundente contra los poderes que generaron la crisis económica y social que empezó en 2008 es la de quienes echan la culpa de todo a los emigrantes.


Y nadie parece poder pararlos.


En Estados Unidos los plazos pueden ser aún más cortos. Porque Donald Trump, la versión norteamericana de esos mismos planteamientos, puede perfectamente ganar las elecciones presidenciales el próximo noviembre.


 Los sondeos le colocan ya empatado con Hillary Clinton y la prensa norteamericana más opuesta a él no sólo ha pasado de despreciarle a reconocer sus posibilidades, sino que empieza a entonar algo que suena a canto de derrota.


El mismo país que hace ocho años dio un ejemplo al mundo eligiendo y reeligiendo a un presidente negro, eso sí por muy pocos millones de votos de diferencia, podría estar disponiéndose a propiciar una revancha sobre esa decisión, a borrar toda traza de la experiencia Obama y a lanzar al mundo un mensaje de intolerancia que seguramente merecerá no pocos aplausos en todo el planeta.


 Por algo Estados Unidos sigue siendo el país más poderoso.


Es cierto que Hillary Clinton puede aún ganar. No lo es menos que Angela Merkel puede reponerse de sus heridas y ella misma, o su sucesor, encabezar un nuevo gobierno de coalición con los socialdemócratas tras las elecciones generales de dentro de un año.


Que en Francia el moderado Alain Juppé se imponga como candidato de la derecha a Nicolás Sarkozy, cada vez más próximo a la ultraderecha, y luego bata al xenófobo y antieuropeo Front National en las presidencia de 2017, mientras los socialistas se limiten a acompañar ese viaje.


 Y que el verde Van der Bellen arranque finalmente la presidencia austriaca al ultra Hofer.


Pero si aún todo eso ocurre será solo una tregua. Porque el nacionalismo xenófobo seguirá presente y amenazante en toda Europa. En los países citados, en los escandinavos, en Holanda y en Dinamarca y en la antigua Europa del Este en dos de cuyos países más importantes, Polonia y Hungría, está ya en el poder.


Y sin que la Unión Europea, cada vez más débil e impotente, vaya a servir para truncar esa dinámica.


Es poco consuelo el que España, Italia y Portugal no participen de la misma porque su situación de partida es distinta y bastante tienen con sus dramas sociales internos.


Porque si lo peor termina imponiéndose o consigue determinar las políticas de sus rivales de la derecha y quién sabe si también de la izquierda, también la Europa mediterránea terminará siendo influida por el viento de la intolerancia.


En una iniciativa periodística de dudosa solvencia deontológica, El País acaba de dar pábulo, nada menos que abriendo la primera página de su edición del domingo 18, a lo que el diario denomina “un informe” del Ministerio de Asuntos Exteriores que concluye en términos muy drásticos que España está perdiendo peso internacional por llevar más de nueve meses sin gobierno.


 Nada se dice de quién ha elaborado ese informe, de lo que puede deducirse que puede ser sólo un encargo del titular del departamento, José Manuel García-Margallo, destinado exclusivamente a defender la candidatura de Mariano Rajoy a la presidencia del gobierno, una causa que el ministro combate con denuedo.


Lo cierto es que el texto deforma la realidad de la cuestión. No porque la imagen de la política española no haya sufrido por su incapacidad para formar un gobierno. Ese deterioro es palpable en los comentarios que aparecen en la prensa extranjera.


 Pero más de un analista se ha preguntado por qué Rajoy se empeña en mantener su cargo y no se aparta para desbloquear la situación. Y además esa impresión es mucho menos subrayada que lo que desde hace ya tiempo es el motivo principal de la mala imagen de España en la escena internacional: la corrupción, particularmente la que afecta al Partido Popular.


Por otra parte, la pérdida de influencia española es un proceso que viene de lejos. A principios de este siglo, los sueños loquinarios de Aznar y su alianza con Georges Bush alejaron a España de los países más influyentes de Europa, con Alemania y Francia a la cabeza, y se ganaron la animadversión de buena parte de los gobiernos latinoamericanos.


 Zapatero no logró recuperar ese terreno perdido, se enajenó además las buenas relaciones con Estados Unidos e hizo muy poco para mejorar en Latinoamérica.


Por último la crisis no sólo postró a España y la incapacitó para hacer algo mínimamente serio en el terreno internacional, sino que también acabó con el mito del “milagro económico español” que tantos réditos de imagen había proporcionado.


Como remate, la política exterior del gobierno Rajoy ha sido nefasta. Su única iniciativa ha sido ponerse a disposición de cuanto pudiera mandar Angela Merkel y asumir sin la mínima crítica su política de austeridad.


Además de eso, en Europa no ha hecho literalmente nada, salvo engañar cuanto ha podido a la Comisión Europea en materia de déficit, no granjeándose precisamente un buen nombre.


 En Latinoamérica, tres cuartos de lo mismo, con el agravante de que más de un país –por ejemplo, la Cuba que se acercaba a USA o la Colombia que avanzaba en su paz interna– esperaban que Madrid les ayudara en esos procesos.

Sobre Asia, el continente del futuro, en el ministerio no saben o no contestan.


Carlos Elordi



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