martes, 12 de julio de 2016

Eduardo Inda o cómo hablar siempre con las patillas



23 de Marzo de 2016 
 
 
Un tertuliano y panfletista que se siente odiado por encima de sus posibilidades. Tiene manos de entomólogo malo, de escasa fiabilidad científica. Gusta de crucificar con alfileres a sus interlocutores, de catalogarlos y ahorrarse una mirada profunda en busca de matices. 


Pero a esa vocación taxonómica de sus manos, más relacionada con la textura que con los movimientos, se añade un tren superior de taxista que se queja en la hora del bocadillo. Gasta un pecho chulapo, unos brazos ágiles y unos hombros castizos. Basta verlo en los debates. No descansa el peso del cuerpo sobre la mesa y eso hay que admirárselo, su compostura no comunica un gramo de pereza.


 Tiene una cadera y unas lumbares correctas hasta la terquedad que lo elevan y le aportan una rectitud amuñecada. Por ese motivo, es un tertuliano aéreo. Nunca clava los codos, a lo más reposa los antebrazos en la mesa. Así, sus brazos están siempre disponibles para el aspaviento. Llegado este punto es necesario recrearse en su espalda, porque Inda invierte grandes esfuerzos en mantener su estatismo. 


No es una mera costumbre, él profesa una fe inamovible en que mantenerse erguido e imperturbable dará solidez a sus argumentos. Sabe que desvaría, que sus palabras son insustentables y prejuiciosas muchas veces, y confía en el poder infalible de la postura. En su discurso hay más física que idea. Las cuencas de los ojos se le han juntado en el centro de la cara como consecuencia de leer poca filosofía (o de haberla leído al revés). 


El pelo revela muchas claves. Da la impresión de que le nace todo en las patillas y de ahí se distribuye y se aplana y se peina a lo largo y ancho del cráneo. Esas dos piezas gruesas estilo bandolero expresan su autoconcepto profesional. Si lo miras de frente, las patillas casi le ocultan las orejas: hay que ponerlo de perfil para percibir bien esos pabellones colgantes como falacias. No se sabe si el efecto es intencionado: me refiero a si tiene complejo de orejas… 


De cualquier manera, le rodea la cabeza una brumilla capilar: pelillos cortos, rizados, rebeldes; un aura de pelusa involuntaria que atesta un duro golpe a su afán de pulcritud. A Eduardo Inda uno se lo imagina usando   bastoncillos para la cera cada día y sacando con la punta de las tijeras la pelusilla del calcetín que se engancha en la uña del dedo gordo del pie, y luego mirándola mal y cuestionándola, acusándola de kale borroka


Inda no es un periodista de orientación de partido, sino de inclinaciones personales, y eso le aporta credibilidad ante muchos espectadores que lo ven disparando trabucazos de una esquina a otra del arco parlamentario

Nada que decir de la profusión de canas a sus años: es lo que tiene tanto subir y bajar del Sinaí.


La frente es ancha, perfecta para la conspiración futbolera o política. Inda no es un periodista de orientación de partido, sino de inclinaciones personales (aficionado a las tramas), y eso le aporta credibilidad ante muchos espectadores que lo ven disparando trabucazos de una esquina a otra del arco parlamentario. Al margen de lo que quiera creer, se vende a sí mismo torpemente: a duras penas consigue colar su imagen de espadachín del liberalismo español.


 Quizás se deba a que no se le percibe un suelo ideológico. Sin emoción, no hay ideología, y él demuestra tanta pasión como un calcetín de ejecutivo. Debe tener la misma temperatura corporal que un sacerdote embalsamado.  Se ve obligado entonces, ante su incapacidad de armar sus propias razones morales, a usar palabras totalizadoras, de esas que han demostrado gran solvencia desacreditadora (“comunismo”, “totalitarismo”, “demagogia”, “etarra”).


Habla siempre con la punta de la lengua y no le divierte escuchar. Cuando algún interlocutor se explica, él se impacienta, protesta, entrecruza los dedos y la boca se le mueve por dentro como si tratara de localizar una de esas pielecillas de pimiento que se emboscan en los dientes delanteros. Sus ojos saltan entonces de tertuliano en tertuliano y vuelven a su órbita decepcionados.


 Siente una displicencia tan sincera por las palabras de otros que le sorprende no encontrar más muecas de desagrado entre los compañeros de plató. 


Al defender sus opiniones, remata a veces con una caída de párpados que desprende suficiencia (y ya se sabe que cerrar los ojos mientras se habla es una forma de darse a uno mismo la razón). 


Acostumbra a dirigirse más al moderador que a quienes le interpelan: no hay que olvidar su vocación entomóloga, uno nunca dialoga con los insectos a los que clava y clasifica, uno hace una cartulina de escarabajos para mostrársela a otro y demostrar sus teorías. Sus refutaciones siguen lógicas paranoicas, es maravillosa su habilidad grapando datos y cortando a tijera, como quien dice, las piezas del puzzle para que encajen. 


 Mientras se explaya sonríe con media cara. El labio superior es retráctil: si hay dientes no hay labio y viceversa. Ofrece dos modalidades de sonrisa: irónica o cerril, y en ninguna de ellas aparece un toque amigable.


 Asiente y ríe con aire acusador como si poseyera un saber secreto, como si fuera el amo de llaves del CESID. Mientras tanto, la chaqueta del traje levanta un pliegue por detrás de la nuca, una doblez escondida pero innegable.









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